Francisco Umbral (1932-2007) era muchas cosas a la vez. Podía ser irritante, contradictorio, cruel, egocéntrico, mentiroso o al menos muy sesgado por una muy elaborada lista de filias, fobias y omisiones. Pero, por encima de todo, era un escritor. Un tipo que sabía juntar palabras con una intensidad que a veces creaba nuevos retazos de vida o nuevos significados muy afilados para los eventos de la vida. Escribió demasiado y no todo bueno, pero fue el tipo de escritor que influye sobre la mirada de cada mañana, ese modelo de periodista que con su artículo diario articula un tiempo y le pone nombres nuevos a las cosas y a las relaciones con el presente, de tal forma que hace posible comprenderlo de alguna manera y vivirlo con una cierta sensación de protagonismo. También utilizaba la literatura como un licor para vivir con más intensidad, para subrayar las noches, los amores o las soledades. Me gusta este poema en prosa que le escribió a “una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall que seguro que garabateó a vuela pluma, con su letra imposible, cualquier noche del Madrid de final de los setenta…

“Mirando estoy tus ojos desatados, la violenta belleza que te mata, lo que de niña tienes, y de muerta, el cuchillo en que cifro tu tristeza. Mirando estoy una candente niña que se me va en los fuegos de la luna, lo que tanto he querido, esa penumbra que el día siguiente teje, cuando pasas. Mirando estoy, amor, como una tapia, el trayecto que dejas ante el tiempo, y llorando en lo dulce de la piedra, el pedazo de sombra que me quitas.”

Francisco Umbral

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