El banco

Llega un momento en la vida en el que el único tiempo que eres capaz de medir es el intervalo que duran los silencios. Al menos, eso piensa él mientras ve la tarde consumirse tras el espejo de ese cielo anaranjado que son los primeros días del verano. Y mide esas tardes que se escapan por el tiempo que duran los silencios, mientras espera en el banco de siempre, con la esperanza de siempre a que ella, sentada a su lado, asocie la rutina con el recuerdo y llene los vacíos que le van quedando, algo que no ocurre nunca. Los recuerdos deberían ser para siempre, se dice mientras repasa las fases del desnudo al que a ella ha sometido la enfermedad que agujerea el saco de la memoria para que la vida se derrame, de a poquito, para que pronto ya no quede nada. Así ha vivido él el alzheimer de ella, como un desnudo de vivencias, como si los sabores del pasado se le fueran cayendo poco a poco del cuerpo y quedaran apilados en el suelo, al alcance de nadie. Primero esa tímida desorientación, ese dulce bailar de las cosas que nunca estaban donde las dejó. La receta que se olvida, el nombre del primo que se pierde en la oscuridad de una boca abierta. Luego el zarpazo fiero que supone la mirada que cada mañana anuncia el desconcierto de no saber quién es el viejo con el que despierta, aunque detrás haya sesenta años de amanecer a la vez. Y el arañazo que supone para él la lucidez de ver día a día cómo se apaga, ella que todo lo fue.

La rutina puede ayudar, le dijeron, y por eso la trae al parque cada tarde y se sienta junto a ella a ver la tarde caer, mientras la vida sucede al margen de esos dos viejitos sentados en el banco que esperan su tiempo para recordarse por una última vez. Pero a cada amanecer de interrogantes le sucede una tarde en decenas de parques que en realidad son siempre el mismo, pero que para ella son siempre una primera vez. Pero él no cesa en el hábito y vuelve cada tarde al mismo banco en el que hoy, a unos centímetros de distancia, comparten otro ocaso de silencios. Ella, al sol, siempre friolera; él a la sombra, que ya aprieta el calor; y la línea de luz que les separa es cada tarde una macabra paradoja, porque sólo en el lado de la sombra queda algo de luz, mientras que en el otro lado el sol, más que iluminar, ciega.

Pasados unos minutos, él la mira mientras ella no deja, vista al frente, de recorrer ese extraño lugar. Está seguro de que ella no sabe dónde está ni qué hacen allí, sentados sin más, pero ya no protesta. Al parque, como al olvido, parece haberse acostumbrado. Y mientras deja pasar la tarde él la recorre poco a poco, como si se la estudiara pero con el paso firme de quien repasa una lección muy bien aprendida. Reconoce el camino de sus sienes ya grises, esa corona plateada. Reconoce también todas sus arrugas porque una a una las ha visto crecer, brotar como los surcos del tiempo que se acumula, la marca de haber vivido ya. Mira sus manos, huesos y piel cruzadas ahora en el regazo y mientras ella olvida sin querer, él juega a que recuerda por los dos. Y la ve joven, piel morena, el pañuelo gris recogiendo la melena y dejando caer un pequeño mechón sobre la frente junto a uno de esos dos ojos castaños.

 

Fotografía de Elliot Erwitt

Recuerda los primeros besos inocentes robados a las tardes de verbena, las primeras caricias piel con piel. Recuerda la torpe y dolorosa primera vez a la que siguieron días de vergüenza mutua, y el lento perfeccionar que supusieron las demás veces hasta que la cama fue un lugar donde dejarse mecer en compañía. Recuerda incluso lo que no ha vivido pero sí ha vivido ella, o las cosas que se alegra de que ella haya olvidado aun a costa de aquella enfermedad. El parto del único hijo muerto, la llegada de aquella guerra que lo mandó a él a combatir por algo en lo que no creía y que trajo soldados extraños a las afueras, y con ellos a aquel capitán con aliento de aguardiente y barba sucia que en un amanecer le partió el labio a bofetadas mientras, encima de ella, le rompía el vientre y le arrancaba la capacidad de concebir, y se limpiaba después en las ropas de ella antes de escupir en la puerta mientras juraba que la mataría, para luego cerrar y marcharse. Aquella guerra, recuerda… combatir. Él sólo creía en ella, y la guerra les alejó. Recuerda también el frío compartido bajo una manta raída, los años de pobreza, el hambre compartido a cucharadas y tragado con la áspera compañía del pan duro. Y ella que no flaqueaba, que no flaqueó nunca. Ella que tiraba de él. Ella y siempre ella.

 

Fotografía de Peter Suschitzky

Y ahora, vacía, sin un recuerdo que recoger. Sin poder acabar sus días diciéndole que todavía cuando se tocan, cuando hay algo que parece una caricia, él siente ese primer escalofrío volver. Sin poder decirle que se dejaría morir en todas y cada una de las arrugas que el tiempo le ha dibujado en el rostro. Pudiendo cantarle ese viejo bolero que aprendieron juntos sin que a ella ahora le dijera nada. Sin poderle decirle que está aquí porque está ella, que piensa irse cuando ella se vaya y que la quiere como el primer día. Diciéndoselo, quizá, pero sabiendo que antes de que acabe de decírselo ella lo va a olvidar. Debió decírselo más veces, porque quizá así ella no lo hubiera olvidado nunca.

Eso piensa cada tarde mientras la observa, y siempre nota el brotar de una lágrima que le recorre mejilla abajo, y que nunca llega a caer del todo. Cada tarde. Pero esta tarde ella le mira, y le ve llorar. Y estira su mano pidiendo la de él, que llega solícita al encuentro, para que ella la apriete. Y vuelve aquel escalofrío que le recorre y le hace pegarse a ella buscando un poco del sol en el que está.

Y cuando se junta, le dice su nombre al oído. Y ella sonríe y mira al frente, seguramente pensando “esa quién será”.
Y así los dos, cogidos de la mano, empiezan a medir la vida por el tiempo que dura este silencio que acaba de empezar.

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