La larga vida de Bioy

Es extraño cómo uno llega a las cosas, aunque no tan extraño si sabemos cómo opera el azar. Se abre una revista como New York Review of Books y aparece un libro de Silvina Ocampo, un poco por sorpresa, y se comienza a leer sobre ella, a encontrar fotos en blanco y negro un poco desvaídas y empieza a aparecer ese mundo que tan bien dejó reflejado Bioy en aquel libro de conversaciones con Borges. Un mundo de una rara aristocracia donde había dinero, casas grandes, institutrices francesas, pero también inteligencia y disidencia, sobremesas llenas de palabras que imagino algo demoradas en jardines muy cuidados, amores y desamores entre conocidos de toda la vida, viajes en transatlánticos, madres lectoras y absorbentes y, sobre todo libros, historias sobre libros o libros sobre historias fantásticas o escritores desconocidos.

Entonces aparece un cuento de Bioy, aquel que al principio tiene esa frase tan deliciosa (“Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos…”) y entonces apetece leerlo y oírlo hablar, cuando ya era tan mayor, tan consciente de que la muerte estaba muy cerca y que el azar había sido tan importante…

“Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

Josefina Dorado, Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en Mar de Plata, 1935

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.”

ADOLFO BIOY CASARES. “En memoria de Paulina” (seguir leyendo)

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