Si Sísifo no hubiese sido tan bobo como Sissi, se habría dado cuenta mucho antes de las bondades de la cuña; una de las siete grandes máquinas estudiadas por Arquímedes. Oportunamente colocada entre la pesada pétrea mole y el plano más que inclinado, la bola se bloquea en equilibrio aceptable. La masa de piedra reposa sobre un humilde calzo de madera que la calza, la acuna, la acuña, la encoña. Solo es un pedacito de palo, pero consigue detener la inexorable gravedad mucho mejor que jornadas enteras de hombros y riñones. Y sin esfuerzo. Hay que pensar más, Sísifo.
Cómo no se me habría ocurrido antes, se dice Sísifo a sí mismo. Detiene Sísifo su esfuerzo y así recupera el resuello. El paisaje desde arriba, desde el pináculo, es por fin contemplado con calma. Al cabo de un rato de descanso, Sísifo, hijo de Eolo y padre de Odiseo, comprende que ha empleado toda su vida subiendo y bajando por las cuestas de lo que podría ser una gran pirámide. Si Sísifo hubiese leído más, sabría que el Dédalo que diseñó su suplicio no tenía que ver con los egipcios: Se llamaba Abraham Maslow.
Sísifo, después de media vida embruteciéndose gracias a su esfuerzo laboral, consigue poner en funcionamiento su abotargado cerebro. Se dice: Toda la vida trepando, subiendo y bajando por una pirámide de necesidades para esto. Cinco minutos de descanso mientras aguante la cuñita de madera.
Sísifo repasa su currículo vital. Primer acto: En la juventud uno intenta conquistar a las minas que le gustan, tener un buen título, un buen trabajo, ganar dinero, un buen coche. Segundo acto: uno se ha cansado intentando tener cosas que no le sirven para nada o bien ha perdido el tiempo de mala manera contabilizando éxitos y fracasos, aciertos y errores. Porque llega un momento en que uno ya no aspira a nada más. Por saturación, por hartazgo, por decepción, porque ya maldita la falta que me hace ahora. O tal vez se da uno cuenta de que la pirámide no conduce a nada y aprende a desacelerar, y Sísifo intuye suavemente que el desapego que preconizan los budistas no sea acaso tan mala idea.
Desapego, sí, se sugiere Sísifo. Desapego de las posiciones materiales, de las posiciones sociales, de las posiciones de bolsa, de las posiciones sexuales, de las posiciones intelectuales. Desapego. No es para tanto, se barrunta Sísifo: No deseo nada, no quiero nada. No quiero ser famoso, no quiero ser un gran escritor, no necesito tu amistad, no necesito tu amor, no necesito tu aprobación. Ya tengo suficiente con mis escasos y débiles amigos, con mi escasa familia nuclear. No necesito nada más. No soy tan arisco, pero no me muero por no tener una escandalosa moto Harley, o por no estar en tu Facebook, o por no ser guay, o por no ser simpático, o por no ser popular, o por no ser socialista, o por no ser más de izquierdas ni más de derechas que nadie. Ya he hecho bastante el tonto, se piensa Sísifo, para que ahora me importe ni un pimiento la opinión que tengáis de mí.
Sísifo ya lleva diez minutos sentado respirando el aire desde la cumbre de su colina piramidal, y no parece que algún cancerbero infernal se haya dado cuenta. En un destello de lucidez, Sísifo se perdona y se acepta.
Sísifo comprende asimismo que solo puede uno aceptarse cuando también ha aceptado a los demás. En la cancelación de todo juicio de valor sobre un ser humano, Sísifo musita: Acepto a todos como son. Os acepto también a los estúpidos, a los perversos, a los listos que lo sabéis todo, a los bobos que no sabéis nada, a quienes sois mejores que yo, a quienes sois peores que yo. Tenéis derecho a vivir, el mismo derecho que tienen los tigres, las jirafas, las mangostas, los toros de lidia, los piojos, los pollos de granja, las cucarachas, cada uno en su hábitat y con su función oportuna. Os deseo todo lo mejor a cada uno. Ya que no me bendecís con vuestra amistad ni vuestro apoyo, dejadme por lo menos el beneficio de la duda moral, dejadme que me aburra solo.
Ya no necesito nada más. Estoy en la cumbre de toda buena fortuna, se sueña Sísifo. Y saborea dichoso el sol que se desliza resbaloso por su piel sudada.
Ahora viene la pega, continúa Sísifo en su soliloquio. Una vez que uno abandona la lucha por satisfacer necesidades, sobreviene lo que no podemos vencer mediante el desapego. Uno sabe que envejece, sabe que se va a morir, que no puede hacer nada por evitarlo, que no importa tanto. No son noticias nuevas. Por lo menos cuando uno estaba pendiente de las otras cosas no se preocupaba por morirse, por dejar de vivir. ¿Habrá otra vida, se plantea Sísifo mirándose los dedos de los pies? Tal vez, o tal vez no. Quién sabe.
Sísifo supone primero que no. Si no hay otra vida, se reduplica la angustia, se acelera la ansiedad. Más que nada porque no hay una solución aceptable para el acertijo: como si se plantease dividir infinito entre cero. Respuesta indeterminada.
Sísifo se rasca el escaso pelo y supone ahora que pueda existir otra vida de la que no conocemos sus características, otro hades que puede ser algo distinto de ese que tan bien conoce, o que sea sospechosamente parecido. Otra existencia. En ese caso, sigue Sísifo, no podemos dejar que la vida actual se extinga suavemente en el desapego de todo, en la desapetencia de todo. Porque eso sería desvalorizarla, minimizar su importancia, en resumen: deshumanizarla. Incluso si vamos a ser ángeles, piensa Sísifo, primero hemos de ser hombres.
Sísifo se quita la roña de una uña mientras piensa: No deseo nada más de lo que tengo. Acepto que tengo que morir para dejarle el turno a otro. Acepto los designios de la creación en lo que respecta a que tengamos alma inmortal o no, a que exista vida ultraterrena o no, sin más justificación de mis actos que mi falible entendimiento y mi débil voluntad. Mi función es ahora la de empujar esta piedra – o hacer ver que la empujo –; cuando esté muerto, mi función será otra.
Sísifo parece haber encontrado un remanso de paz, un átomo de solaz. Se tumba cuan largo es junto a la piedra, procurando aprovechar los rayos dorados del sol.
Al cabo de treinta minutos Sísifo ya no sabe cómo ponerse. Le pinchan las chinitas en la espalda. Le arde la piel enrojecida por el sol. La montaña es lo que tiene: no puede compararse con la playa.
Pasadas dos horas Sísifo ya está aburrido de mirar el paisaje. Otra hora más y Sísifo se siente estúpido por estar parado, sentado en el ápice de la pirámide, Sísifo sentado al sol de la mañana, viendo a otros cómo hacen rodar sus piedras para arriba y viendo como se les vuelven a caer rodando para abajo. Sísifo sentado junto a la bahía del aburrimiento, observando las mareas de la actualidad que vienen y van, malgastando su tiempo.
Sísifo, que solo un par de horas antes aceptaba a todo el mundo, ahora maldice a Albert Camus por ser tan ocurrente, maldice a Otis Redding por no poder quitarse sus dichosas cancioncillas de la cabeza, y maldice a Arquímedes… A Arquímedes porque siempre tiene que haber un técnico en medio de todo, hombre.
De un violento puntapié, Sísifo hace saltar la cuña que calzaba la piedra. Inmediatamente la masa de piedra se despeña rodando, y Sísifo grita alborozado mientras la persigue, volviendo a su desempeño habitual. ¿Será feliz Sísifo si se pone a su tarea en vez de estar ocioso? Yo no sabría decíroslo. “Sí, sí,” silba Sísifo.
Muy bueno en sí pero no sé si tanto para un lunes…
“No hay solución porque no existe ningún problema” Marcel Duchamp dixit
“Il n’y a pas de solution parce qu’il n’y a pas de problème”
La única justificación que puede tener un lunes
Ni el lunes se hizo para el hombre ni el hombre para el lunes…
Firmado: El hombre que era Jueves.
“…como si se plantease dividir cualquier número entre cero. Respuesta indeterminada.”
– Solo cero sobre cero o infinito sobre cero son respuestas indeterminadas.. Cualquier otro numero sobre cero es igual a infinito.
Mas allá de eso, muy interesante!.
“Solo cero sobre cero o infinito sobre cero son respuestas indeterminadas.. Cualquier otro numero sobre cero es igual a infinito” Cualquier otro número sobre cero no es infinito, simplemente no existe, ya que no existe ningún número (incluso el infinito) que multiplicado por cero de otro número diferente de cero.
Solo comento mientras miro el paisaje…
Gracias por la aportación, Lucas. Es que Sísifo solo había estudiado los números naturales. Voy a ver si podemos corregirlo. Por lo demás, me alegro de que te guste.
Casualmente, me lo razonó un amigo matemático hace unas semanas. Si partes un pastel en dos, salen más trozos que si lo partes en cuatro; 1/2 es 0,5, y 1/4 es 0,25. Cuanto más cerca de 0, por tanto, las partes que salen del pastel son mayores, y, en el límite, infinitas. No obstante, también a esto se le hubiese podido llamar indeterminación, porque “infinito” no parece nada demasiado concreto…
Menos trozos, quise decir.
No pensé que una metáfora daría para tanto. La división entre cero es un problema clásico de matemáticas, que si se enfoca como una operación entre números enteros da resultado indeterminado. Planteada como un problema de límites, la división entre cero tiende a infinito.
Cuando Lucas objetó que la indeterminación corresponde únicamente a infinito partido por cero, me pareció una observación muy oportuna, desde el punto de vista literario. La metáfora funciona mucho mejor si planteamos dividir infinito (la inmensidad espaciotemporal del universo) entre cero (la insignificancia de la vida humana). Indeterminación total. Corrección aceptada , y con mucho agradecimiento.
Correlativamente, Sísifo, que después de tantos años de pedrusco tenía un poco olvidadas las matemáticas, especularía que si existiera una vida espiritual, y esta pudiera tender a infinito, la relación entre el universo y la persona tendería a uno: la Unidad.
Pero una rápida búsqueda en internet dice que las cosas no son tan sencillas, pues la división de infinito entre infinito, según varíen las circunstancias, también puede considerarse como indeterminada.
También la indeterminación tiene su hermosura; no saber predeterminadamente cómo van a terminar las cosas ofrece algo de sorpresa. Sísifo, que es un poco más bruto y se vuelve majareta buscando el símbolo de infinito sobre el teclado, se plantea que un día de estos tendría que ponerse a empujar el infinito tumbado para alzarlo y convertirlo en un hermoso 8, mucho más comprensible conceptualmente, y que representa — menuda sorpresa — la piedra en equilibrio sobre el ápice de la montaña. ¡Ay, que se nos tumba otra vez!