Me recuerdo en “Bugatti”, un sitio de aquellos tiempos de Malasaña, con las paredes pintadas de negro, con poca luz en las mesas bajas, donde alguna gente escribía y desde luego conversaba sin parar. Un sitio donde pegaba más la música de la movida, que acaba de comenzar, o de los grupos ingleses de moda pero donde a menudo podía oirse música de los nuevos flamencos, que de pronto conquistaban el ambiente y ponían un acento de ritmo y de vida que mejoraban el tono de las noches: Paco de Lucía, Manzanita y desde luego Lole y Manuel.
El flamenco tiene siempre algo muy auténtico que late allí al fondo, una amenaza y una esperanza en un delicado equilibrio, un ritmo que trasciende su origen y que es capaz de mezclarse con otros ritmos para crear músicas nuevas que llegan directamente al corazón, que tienen ese duende del que hablaba Federico y que representa la alegría y la tragedia de la vida.
Hoy ha muerto Manuel Molina, un tipo peculiar que tengo la sensación de que ha vivido a su manera hasta el mismo borde de la muerte.