Barry Lyndon, el cine universal

Si a uno le preguntaran qué obra arquitectónica es la que mejor puede explicar por sí misma el concepto de arquitectura, englobar lo que es, hasta dónde alcanza, lo que significa, representa y supone; la respuesta más probable sería el Panteón de Agripa. Creo que casi todos estarían de acuerdo. Del mismo modo, si formuláramos la misma pregunta sobre música la novena sinfonía de Beethoven sería la candidata más firme. Pues bien, cuando hablamos de cine la respuesta debería ser Barry Lyndon.

 

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Estrenada a finales de 1975, un año que había visto nacer cosas tan descomunales como Alguien voló sobre el nido del cuco, Cría Cuervos, Dersu Uzala, Saló, Tarde de perros o Tiburón; Barry Lyndon vino a cerrar el círculo sin desmerecerlas, pero superando a todas ellas juntas. En el momento en que se cumplen cuarenta años de aquel entonces, la enésima reivindicación de esta película y la instancia a que quien no la haya visto lo haga ya, es tan necesaria como lo ha sido siempre.

 

 

Mucho se ha escrito ya sobre el desafío técnico que supuso rodar sin más iluminación que la de la luz solar y las velas, y de lo inmejorable del resultado, tan próximo a la estética pictórica del momento plasmado. También se ha detallado prolijamente el proceso de reciclaje de documentación en principio destinada a un megalómano proyecto sobre Napoleón Bonaparte, que compartía época pero no personajes con la historia que finalmente se desarrolló cuando este fue abortado. Como estos asuntos nos los sabemos y están fuera de toda discusión, es en otros en los que me gustaría incidir, en particular, en la transparente concepción humanista del film.

 

 

La acusación más frecuente contra Stanley Kubrick, ya que en lo visual es imposible hacerle ninguna, es que resulta frío y distante para con sus personajes. Que los utiliza como medios y no como fines en sí mismos. Aunque no lo comparto, puedo entender que haya quienes lo piensen, quienes en general prefieren un cine más apegado al corazón que a la cabeza y no reciben de Kubrick el feedback necesario. Sin embargo, ver Barry Lyndon es razón suficiente para desmontarlo. Nunca he visto arrojar una mirada tan sutil, tan precisa, y sobre todo, tan dignificadora sobre unos personajes. Y menos hacerlo sin cocinar los sentimientos del espectador, sino mediante herramientas exclusivamente cinematográficas: tiempo, espacio, sonido, palabra, mirada.

 

 

La novela de base para esta cinta, escrita por William Makepeace Thackeray en 1844, es fundamentalmente descriptiva, a pesar de que no elude cierto espíritu de sorna sobre su propio argumento. Kubrick, respetando y potenciando este espíritu entre la solemnidad aparente, condensa las descripciones en la escenografía, coloca lo narrativo en segundo plano y pone el foco en la observación. Barry Lyndon no es ni más ni menos que una profunda y respetuosa observación sobre el hecho de vivir.

 

 

A este respecto, hemos de celebrar que la recreación en torno a la figura de Napoleón Bonaparte se viese finalmente sustituida por la de gente corriente, con independencia de su clase social. Y que al frente del reparto se colocara a Ryan O’Neal, que con todas sus limitaciones podía representar mejor que nadie el papel de hombre inevitablemente normal que es Redmond Barry. La historia de este tipo, aunque pródiga en devenires y desgracias, no es el núcleo central de la película, y esto se encarga de dejarlo claro el narrador, que siempre adelanta los acontecimientos. Lo verdaderamente relevante es Redmond Barry en tanto que persona. Él y su circunstancia. Lo mismo podemos decir de los que le rodean, puesto que quienes aparecen en pantalla pasan a formar parte un todo que los enaltece. Pero este enaltecimiento no consiste en juzgarlos según virtudes y méritos, tampoco en desdibujar las sombras, sino en remarcar su dignidad aun a pesar de sus acciones, mezcla de voluntad y miedos, certezas, convenciones y convicciones, dudas, aspiraciones y un largo etcétera. Lo que viene a ser la vida, en toda su grandeza y patetismo. Es por esto que la película traspasa su contexto y órbita en una dimensión universal.

 

 

El milagro se consigue gracias a que todo contribuye a su consecución. Kubrick combina la perfección formal y estética con un tempo constante. Barry Lyndon transcurre sin prisa pero sin pausa, como un reloj que nunca se retrasa ni se acelera, pero no se detiene. Como el tiempo mismo. Además, rehuye cualquier énfasis en la situación, de forma que ninguna escena es preponderante sobre otra. Incluso cuando emplea música, no es como potenciador dramático sino para sublimar lo que se muestra. Del mismo modo, el texto complementa la imagen sin sobreponerse a ella. La soberbia dirección de actores y el exquisito subordinarse al rigor histórico hacen el resto.

 

 

Cuando todo se pone simultáneamente en marcha, es decir, cuando se ve la película, se experimenta a la vez un éxtasis continuo producto de su propia belleza,  y una suma de instantes particulares cuyo calado llega mucho más allá de la imagen: el pañuelo saliendo del pecho de la prima de Redmond, la imperturbabilidad del salteador de caminos, ése fantástico “bésame, porque no volveremos a vernos” de su superior a Redmond tras la contienda, los ojos del Chevalier cuando reconoce al protagonista como su compatriota, las suspicacias en las mesas de juego, la muerte de Lord Lyndon, el cortejo silencioso al compás de la elegancia schubertiana, el humo sobre el rostro de Lady Lyndon, la nobleza de Barry cuando encara su destino disparando al suelo en el duelo contra Lord Bulligdon. Todos los momentos tienen en el don de la pertinencia. Y todos ellos nos desnudan con la autenticidad que confiere el hacerlo sin condescendencias ni juicios morales, sin regocijarse en la tragedia pero tampoco reduciéndola al absurdo. Celebrando que, a pesar de todo, vivimos.

Barry Lyndon es la película por la que merece la pena amar el cine.

 

 

 

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1 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    De acuerdo en todo (aunque no comentas lo que más me intriga: por qué Kubrick se puso a rodar una película histórica de pícaros), pero lo que recuerdo, además, es cierta sensación final de desengaño, no de Barry, sino de la vida en general, que, sería, en todo caso, parte del encanto que describes.

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