Pese a la singladura de las estrellas aludidas; de esas Stardust caedizas que fijan tanto una nebulosa como un encantamiento o un embeleso, incluso un simple ‘polvo de estrellas’; y de ese Blackstar postrero y final, dotado de alas raras mortuorias, resulta evidente que David Bowie, pese a todo y a su pesar, no ha sido nunca una estrella.
Y no es un juego de palabras: de Bowie con las estrellas. O, tal vez, no haya sido una Estrella en la manera convencional de entender ese calificativo estelar de la onda del glamour y del ‘show-bussines’, o Bowie haya rehuido esa categoría convencional de entender la fama y cierto éxito popular. Incluso en 2013, en su álbum ‘Next day‘, todavía forcejeaba con las estrellas alejadas, al introducir ‘The stars (Are Out Tonight)’. O ahora en el momento de su muerte, con una enfermedad silenciada y nada espectacularizada.
Y eso que él mismo y su amor primero y temprano por lo bizarro y por lo excesivo y ostentoso, le llevó a explorar todas las posibilidades y límites de la representación de la fama en el universo del estrellato de Pop-rock, en el primer tramo de su carrera en solitario. Donde llegó a asumir personalidades tan poliédricas como ambiguas, tan brillantes como heterodoxas, como fueron Ziggy Stardust, el Duque Blanco o Aladdine Sane. En 1972, dice Diego Manrique sobre su carácter anticipador: “demostró [ya] una habilidad que le acompañaría durante 15 años: sabía materializar tendencias emergentes, que presentaba embellecidas e intelectualizadas“. Saber leer las estrellas, como las rayas de la mano, de un mundo tan cambiante como movedizo.
Ese carácter de la pluralidad de representaciones y de conjunciones, de mutaciones y de figuraciones es, por otra parte una de las notas más visibles en Bowie, ahora que podemos hablar de una obra clausurada y de una vida cerrada tras cerca de sesenta años de actividad plural: musical, cinematográfica, teatral y pictórica. Que todo eso ha sido y ha tenido Bowie. Un hombre complejo, completo y camaleónico.
Capaz de saltar de la formación teatral con Lindsay Kemp, que educó el gesto y el mimo y lo preparó para las tablas y los focos; a colaboraciones diversas con John Lennon, con Brian Eno, con Iggy Pop, con Simon y Garfunkel, con Queen y hasta con el veterano Bing Crosby. Por no citar sus implicaciones cinematográficas junto a Nicolas Roeg, Nagisha Oshima, Martin Scorsese o Floria Sigismondi, que componen otro registro importante, al contar con más películas (26) que discos terminados (25).
Y es que David Bowie, desde sus incursiones juveniles de grupos de rock británicos, post-beatles y post-rollings, ha transitado por múltiples parcelas sonoras, desde el Mod, a un After-Punk matizado o un Funk rosa, para recorrer el Glam-Rock, el Hard-Rock, el Blue Eyed Soul, el Jungle y hasta pinceladas del Music Hall. Trazando un recorrido, como decía en sus propias palabras en 1999, “del Rock subversivo al Pop como información“.
En suma, todo lo musicable posible, ha salido de su cabeza y de sus manos, en un formidable ejercicio de experimentación, que sólo tiene el antecedente próximo anterior de The Beatles y en parte de The Rollings Stones. Aunque la diversidad de intereses y la complejidad del mercado musical, permitiera cierto agotamiento de vías hacia 1999 o cierta repetición de esquemas, una vez inspeccionadas tantas vias y caminos. Por lo que se señala ya, por críticos musicales, que en esas fechas de final de siglo, Bowie “hablaba con más entusiasmo del arte contemporáneo que de la música“. O, incluso. le interesaba más el mundo del cine. Y es que Bowie sigue pesando tanto en sus canciones como en sus figuraciones e imágenes.
Donde aún hoy, una revisión del trabajo de Nicolas Roeg ‘El hombre que cayó a la tierra (1976), permite intuir anticipaciones pactadas entre ambos, que señalan direcciones venideras que trazarían luego David Linch entre otros, cuyo ‘El hombre elefante’ representaría Bowie en Broadway.
Esa película primeriza, que pude ver tempranamente en Londres en la primavera de 1976, abre para mí la primera vía de los recuerdos bowinianos; que cuenta luego con el episodio sobresaliente de sus años berlineses y su significativa Trilogía de finales de los setenta. Un Berlín dividido aún, donde recuperarse de los excesos americanos, y contemplar cierta rudeza de la vida, lejos de la sofisticación rutilante y del ‘glamour rosa’. Un Berlín, que ya no será el de la ‘Guerra fría’, sino el del ‘Hundimiento del muro’, como muestra de ‘que los tiempos están cambiando‘. Un Berlín que aparecería, como en un espejo recuperado del pasado, en el extraordinario video de Tony Oursler para ‘Where are we now?‘ . Y en donde la muerte pespunteada y presentida, acompaña a alguna ruinas de Postdamer Platz. Como un anticipo de la muerte que nos sobrevolaría en ‘Blackstar‘, lejo ya del ‘Stardust‘ primaveral.