Para producir un libro poderoso, hay que elegir un tema poderoso.
Herman Melville, “Moby Dick“, capítulo CIV
¿Y si “Moby Dick” no simboliza nada, no alegoriza un pizca, no significa más que lo que nos da en su propia exposición, y que no es en absoluto poco? Más o menos esto viene a decirnos Somerset Maugham en su libro “Diez grandes novelas y sus autores“, pero sin profundizarlo mucho más. Voy a intentar explicar la idea un poco mejor, tal como a mí se me ocurre. Cuando un niño juega al Mario Bros en su videoconsola, nadie se pregunta si las plataformas a las que tiene que saltar significan un ascenso espiritual, o cuando dispara bolas de fuego a esos feísimos y coloridos monstruos con los que se topa, tampoco viene mucho a cuento indagar si nos hallamos en una especie de lucha épica del Bien contra el Mal o gigantomaquias maniqueas parecidas. No quiero insinuar que “Moby Dick” sea en absoluto un pasatiempo infantil análogo a un videojuego: al contrario, la lectura que se ha hecho a menudo -también reiteradamente en el cine- de “Moby Dick” como mera fábula marítima juvenil me parece bastante trivializadora y pueril de lo que es, en su parte final, un tragedión a la altura de Sófocles o Shakespeare.
Sólo pretendo destacar que exigimos a Herman Melville algo que no buscamos en otras actividades culturales más o menos elevadas o más o menos sutiles. Porque, por comparar con otro lugar más acreditado culturalmente, pensemos no en el tonto videojuego Mario Bros, sino en los viejos y siempre vivos mitos griegos. ¿Tiene que significar algo necesariamente la Quimera, o basta con que se trate del enemigo preternatural de Belerofonte, un obstáculo bestial más al que el héroe se tiene que enfrentar para llegar a ser precisamente un “héroe” acreditado? Naturalmente, siempre es posible que los helenistas actuales, o los artistas de todo tipo del pasado, quieran hacer de ello el símbolo de alguna cosa que les interese a ellos especialmente, pero no creo que un niño griego antiguo tuviese afán ninguno de llegar tan lejos. Para el infante griego, no menos para el adulto griego que se lo cuenta o lo pinta en una vasija, el hecho de que Belerofonte deba matar forzosamente a la Quimera es un argumento lo suficientemente válido por sí mismo como para justificar la transmisión del relato de padres a hijos. “-¡Qué bárbaro, así que Belerofonte derrotó a la Quimera subido a lomos de Pegaso!, ¿Y qué vino después?“, “-Pues después combatió a las amazonas; te lo voy a contar….”
Si “Moby Dick“ tiene esa dimensión mítica que, en efecto, tiene, al margen del contenido concreto de la novela (que es una auténtica amalgama de prosa científica, ironía lírica, referencias cultas, peripecia aventurera, monólogos vehementes y hasta teatro), la tiene en este sentido, que es, seguramente, el más primitivo de todos. Melville nos dice que se trata de la venganza del amargado Ahab frente al fiero cachalote que le arrebató una pierna, y no veo por qué no vamos a creerle a pies juntillas. Ese Macguffin -que está tomado, además, de auténticas anécdotas náuticas de la época- sirve para que Melville despliegue toda una plétora de reflexiones y estilos que no constituyen algo así como el relleno banal del relato, sino que espesan su consistencia última, y con los que el lector disfruta sublimemente.
El hecho de que pidamos algo más misterioso a “Moby Dick” tiene que ver más bien con algo que tuvo lugar después y fuera de ella, como señalaba antes: comoquiera que fue reivindicada tras un largo olvido por Dreisser, Faulkner, Dos Passos y otros en tanto iniciadora de una tradición americana de belleza y dureza narrativa, parecía obligada a ofrecer un tipo de profundidad simbólica que es la que ellos querían conferir entonces a sus respectivas obras. Se trató, pues, de lo que Louis Althusser llamaba una historia de “futuro anterior”, es decir, que el futuro proyectó en el pasado unas intenciones que eran las suyas propias. Pero hay que decir que, desgraciadamente, el propio Melville también puso de su parte para abonar esta interpretación: haber escrito, además del desenlace sobrecargado de pathos infernal de “Moby Dick”, cosas como “Bartleby, el escribiente“, “Pierre o las ambigüedades“, o “Billy Budd, marinero“, parece inducir al crítico la sensación de que está buscando un cierto espíritu existencialista avant la lettre…
O sea, está claro, y resulta difícil negarlo, que el propio Melville siempre quiso jugar a que en “Moby Dick”, sobre todo, quería decir algo más de lo que estaba escrito, y por eso hizo esas otras novelas que han quebrado las cabezas de los filosofantes de la Literatura durante tanto tiempo. Incluso en la propia “Moby Dick” hay un pasaje donde se dice claramente que todo en este mundo significa algo distinto de lo aparente, y luego termina la frase con cierto tono de broma[1]. Pero si realmente es así, yo no veo que lo consiguiera, sencillamente. O es algo tan particular de un cierto aspecto religioso americano, del estilo de su coetáneo y amigo Nathaniel Hawthorne, que se me escapa enteramente. Sea como fuere, no creo que justificase la lectura de ese extraño tocho que es “Moby Dick” hoy. Si la diferencia entre el pretexto argumental de Mario Bros y el de Melville es sólo de grado -aunque sea un grado muy, muy superior, teniendo en medio de esa escala el mito de Belerofonte, por ejemplo-, o más bien cualitativa no voy meterme ahora a teorizarlo, porque no sabría, pero, sin pensarlo mucho, me inclino poderosamente hacia lo primero.
Pero es que de verdad creo que “Moby Dick” no se merece ese trato. Es un libro lo suficientemente formidable de por sí como para no necesitar de planteamientos filosóficos tan marcados. Su escritura es enérgica, chispeante y, para mí, amenísima. La altura de perspectiva desde la que lo juzga todo, sin perjuicio de un uso constante del humor, avalan de sobra su lectura hoy y siempre. Es una gran novela, no un mal templo. Sería absurdo y fatigoso pensar que lo más valioso queda escondido, a la espera del adivino o augur o exégeta que lo descifre. Cuando Melville la terminó, con sólo 31 años, dijo aquello de que acababa de terminar un libro malvado, pero que a pesar de ello se sentía inocente como un cordero. Tal vez se refería únicamente a que la terrible ballena blanca se salía finalmente con la suya, y vencía a los hombres que habían estado cazando a sus congéneres durante siglos. “Moby Dick” es, desde luego, también un canto al hecho prodigioso de la existencia de las ballenas, que Melville sitúa casi por encima de las locuras los hombres en pasajes como el siguiente, donde Ismael cuenta sus románticas impresiones acerca de la manada de cetáceos que el Pequod tiene rodeados para tratar de matar a los más posibles -capítulo 87:
(…) Así vio Starbuck[2] largos rollos del cordón umbilical de Madame Leviatán, que parecían sujetar todavía al joven cachorro a su mamá. No es raro que, en las rápidas vicisitudes de la persecución, ese cable natural, con su extremo maternal suelto, se enrede con el del cáñamo, de tal modo que el cachorro quede preso. Algunos de los más sutiles secretos de los mares parecían revelársenos en ese estanque encantado. Vimos en la profundidad juveniles amores leviatánicos.
Y así, aunque rodeados por círculos y círculos de consternaciones y horrores, esos inescrutables animales se entregaban en el centro, con libertad y sin miedo, a todos los entretenimientos pacíficos: sí, se gozaban serenamente en abrazos y deleites. Pero precisamente así, en el ciclónico Atlántico de mi ser, yo también me complazco en mi centro de muda calma, y mientras giran a mi alrededor pesados planetas de dolor inextinguible, allá en lo hondo y tierra adentro, sigo bañándome en eterna suavidad de gozo.
De hecho, si algún mensaje hubiese que extraer, de todos modos, y por pura cabezonería, de la voluminosa lectura de “Moby Dick”, yo me decantaría por este: un alegato (pre-ecologista o no) en favor de lo que lo que el disparatado y cruel hombre puede aprender de un magnífico y enigmático animal como es la ballena, algo, creo, sin apenas resonancias teológicas o trascendentes destacables. Melville bien podía sentirse malvado y a la vez inocente por ello, puesto que su ballena blanca consigue vengar como representante de su especie marina en el capitán Ahab lo que Ahab quería vengar egocéntrica, resentidamente en ella. En cualquier caso, “Moby Dick” es caza mayor literaria, de esto caben pocas dudas, y por eso hay que leerla y volverla a releer…
[1] Se trata del capítulo 99, donde dice, traducido por el infatigable José María Valverde: Y en todas las cosas se alberga algún significado cierto, o de otro modo, todas las cosas valen muy poco, y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío, a no ser como se hace con los cerros de junto a Boston, para venderse por carretadas para rellenar alguna marisma en la Vía Láctea. [2] Por cierto que este personaje de Starbuck es el que da, curiosamente y como parece, nombre a la famosa cadena de establecimientos de café que nació en Seattle.
Ante la enormidad de esa inmensa y poderosa aleta que amenaza con aplastar las diminutas, lectoras e indefensas cabecitas flotantes… ahí se ve uno al enfrentarse a Moby Dick. Tal vez por eso nos cueste tanto reconocer otros valores, otras facetas, otras historias, otras estancias… y se nos escape el mundo entero y verdadero que Melville alquila por horas. ¿Cómo pueden ser un loco capitán y un cachalote protagonistas de nada, mientras ese olor a vino, madera y mar llena una habitación en la que alguien abre un libro?
De nada no, de todo, pero de todo lo que está manifiesto…
¿Y que hay más manifiesto que el aire que respiras? Bueno… sí… la luz… pero esa no cuenta.
Manifiesto en el texto, quería decir. En este mío, por cierto, hay un momento en que digo que “el lector disfruta sublimemente”. Suena pedante, pero algo de eso hay. El reto para Melville fue coger un tema bajo y crudo, la vida en un ballenero donde se trabaja de firme y no muy limpiamente, y convertirlo en una obra de arte excelsa, conforme al criterio de lo sublime romántico de su siglo. Lo consigue, me parece, pero no hay nada más allá, o sea, que eso sublime en un efecto, no una llamada a ulteriores interpretaciones de la acción narrativa…
Lo que el esforzado Melville pretendiera o no ya nada importa… cuando se pone el punto y final se baja el telón… ahí es donde mueren todas las novelas… y ahí es donde nacen todas la posibles interpretaciones… y comienza a respirar la auténtica obra literaria… la que nadie sospecha mientras la escribe.
Sí, eso decía Eco, por ejemplo, pero añadía que “los límites de la interpretación son los límites del texto”…
Y como los límites del texto están en los límites de las palabras… y el significado de las palabras no conoce límites… y cada uno de nosotros aporta (o puede aportar) un nuevo sentido a cada palabra… no hay límites… o no debería haberlos.
Pero es que en tal caso de anarquía total igual da haber leído o estar leyendo Moby Dick que un Tratado de Hidrografía que el Boletín Oficial del Estado… Si no se considera el texto original sagrado de alguna manera, y no se busca restaurar su sentido íntimo, para inventar sentidos totalmente arbitrarios cualquier conjunto de palabras nos sirve. Por eso, históricamente, lo que se ha hecho para tergiversar los libros intocables (que emanaban de una autoridad indiscutible) ha sido no interpretarlos locamente, sino realizar interpolaciones. Hace una copia donde metes una frase o dos de más estratégicamente situadas y fraude al canto -eso hice yo, por cierto, muy mínimamente, en mi lectura de oposición…
(Aquel personaje bizantino de Juan Perucho que cuando leía llevaba un cuervo en el hombro que graznaba cuando llegaba la siguiente interpolación…)
Muy honestas y loables tus intenciones de respetar las intenciones de los autores como se respetan sus lápidas blanqueadas… pero amigo… cuando el funeral acaba y las flores de las coronas se marchitan… sopla el viento… y llegan los niños al cementerio… y brincan y saltan entre los mármoles, y se orinan en las cruces, y les pintan bigotes a esas fotos de chapa de latón… y la vida, con su emoción sin respeto y su empuje sin freno convierte el campo santo en un parque de atracciones. Alguien, dentro de no mucho, hará con los Cuatro Fantásticos una biblia de la neohipsteridad… y de los textos de Ferlosio un cuento pornoinfantil… y será bueno que así sea… y no por los libros en sí mismos… sino porque será señal de que la policía del pensamiento aún no ha inaugurado sus oficinas en el Congreso.
No es la policía del pensamiento la que se encarga de estas cosas, esos son, al contrario, los responsables de las interpolaciones… Para fijar los textos tenemos a los humildes filólogos, que no hacen daño a nadie sencillamente porque tampoco importan demasiado a nadie. Es del todo compatible conservar el texto original (no me refiero a su materialidad, claro) con niños que les pintan bigotes a sus reproducciones, y no creo que haya que esperar a que eso ocurra: ya ocurre, y lo llamamos posmodernidad. Que sea saludable o no es materia de discusión; a mí, por el momento, no me molesta. Pero por la misma razón, al igual que hemos de aceptar la diferencia que supondrá el futuro, no veo por qué no seguir explorando las diferencias que latían en el pasado, unas no son mejores que otras y, como digo, si se trata de libros viejos no hace daño a nadie…
Creo que olvidas algo importante… sin la versión irrespetuosa, sin la copia chapucera, sin el plagio más arrastrado… no hay vida… nada prospera… todo se seca… y muere. Nosotros mismo somos el resultado de la deformación, de la mutación de un ser tarado que gracias a una despreciable malformación se abrió paso entre el fango de la orilla.
No hables por los demás, yo no tengo constancia de esos especímenes en mi familia… En cuanto a la versión irrespetuosa y todo eso, que encuentras tan “destrucción creadora” a lo Schumpeter, supongo que estarás pensando en, por ejemplo, Picasso recreando Las Meninas de Velázquez, y no casos más feos, como Pío Moa, César Vidal y Jiménez Losantos revisando la historia de España…
Incluso Pío Moa, sin saberlo, esta escribiendo la verdadera historia de España… pero al revés. Imagina al gran poeta y miserable humano de Virgilio… susurrando al oído del dictador Augusto una oferta irrechazable, según la cuál, el tirano dispondría de una épica que adornara su oscura imagen… y el artista de un mecenas que le proporcionara una vida cómoda y segura. ¿Bastardea Virgilio su arte al utilizarlo de manera tan despreciable? Por supuesto que sí… pero a la vez nos cuenta mucho más de lo que nos contaría siendo honesto… aún sin saberlo.
Lutero, Chesterton, Unamuno… Tu gusto por la paradojas es propio de espíritus religiosos, quizá Melville también lo fuera.
Paradojas y contradicciones… aparte de plomo… ¿de qué si no está hecha la vida?
Tal vez peque de simplista, pero a mi me pareció intuir la primera la vez que vi la pelicula hace ya muchos años, como una especie de alegoría de la lucha del hombre contra si mismo,contra el monstruo que todos llevamos dentro, la bestia que puede aparecer cuando en determinadas circunstancias se rompen todos los frenos eticos, morales y nos dejamos arrastrar por lo mas destructivo que hay en nosotros.
Está muy bien, me gusta…
Lo preocupante de este posible mensaje, es que sale vencedora la bestia.
“Romanticismo oscuro”, denominan a este periodo y a estos autores los críticos…
El señor Oscar S. es un personaje literario al que podríamos denominar Don Contreras.
Que va, soy precariamente real, y de Madrid, no de esa localidad de la que usted me habla…