A Fernando, por las conversaciones de aquellas noches
Creo que fue F el que me mencionó a Josef Keller, aunque no lo recuerdo muy bien. Aquellas madrugadas de guardia eran muy largas y a veces el tiempo se suspendía entre el cansancio y una extraña exaltación que llevaba a hablar de muchas cosas que luego era fácil olvidar. Nos contábamos historias irreales que sin embargo habíamos contemplado muy de cerca, desde un burladero que siempre sabíamos muy frágil, pero que por el momento teníamos la sensación de que nos mantenía a salvo. Descubríamos libros que habíamos leído alguna vez y que hacían emerger recuerdos que llevaban a una noria en medio de un mar de olivos o a un bar de los portales tristes dónde iban nuestros abuelos que quizá nunca se hubieron conocido. A veces, con una voz lenta, recitaba los poemas que había escrito muchos años después, como si fuera antes, cuando ya decía que había dejado de ser poeta y se dedicaba a cultivar pistachos y aceitunas.
“¿Conoces a Keller?“, creo que me dijo, ya muy tarde, casi al despedirnos una de esas noches de invierno donde llueve a mares y no apetece acostarse. Y entonces mencionó una dirección que apunté por algún lado, mientras me hablaba de “chelos” y música estereofónica de principios de siglo, del destino de los músicos bohemios que murieron de soledad y absenta y sin embargo supieron resucitar tan rápido en la fascinación de otros jóvenes románticos que se atrevían, de nuevo, a seguir ese camino aunque pudiera parecer que ya no tiene salida en este mundo.
Lo había olvidado y de pronto apareció “josefkeller.com” en un papel arrugado, casi desteñido, en el bolsillo trasero de un pantalón. Lo busque en el IPad y apareció su foto. Entonces todavía era suficiente joven para ser optimista, se lo veía seguro de sí mismo quizá cuando acababa de llegar a París y se sentía rodeado de amigos pobres, brillantes y divertidos que se sentían capaces de cambiar el mundo, cuando es probable que lo amaran bellas mujeres subyugadas por su música y por su fuerza.
“Josef Keller (Viena, 27 de Octubre de 1854 – Salzburgo, 24 de Febrero de 1902) fue un compositor, pianista y guitarrista austriaco precursor de la música etereofónica. A pesar de haber influido en el minimalismo e impresionismo francés, sus aportaciones cayeron en el olvido. De formación irregular, denostado por la academia y admirado por otros compositores de su época, llevó una vida frenética, desordenada y turbulenta viajando por toda Europa. Hacia finales de la década de los setenta, se estableció durante unos años en París, donde rápidamente entabló amistad con importantes personalidades de la época como Monet, Sisley o Mallarmé.
Sus últimos años de vida transcurrieron en el olvido, y la mayoría de sus obras se perdieron. Se cree que gran parte de estas fueron destruidas por el propio Keller tras los frecuentes ataques de pánico que padeció durante sus últimos años de vida. Fue encontrado muerto en el invierno de 1902 al cabo de varios días en su habitación, rodeado de numerosas botellas vacías de absenta. Fue enterrado en una fosa común en Salzburgo. El certificado de defunción señala que murió por cirrosis.”
Reconozco que fui primero a sus diarios. Me interesaba saber cómo era al principio, cómo fue evolucionando el latido de sus emociones y de sus sueños. Observé cómo se iba deslizando hacia la melancolía cuando el reconocimiento se le iba escapando, y cada vez Paris era más oscuro a pesar todas sus luces y todos los amigos. Imaginé aquellas madrugadas de absenta y angustia, la música que sin embargo seguía brotando de su instrumento como ajena a todo eso, incluso enriquecida por todo eso incluso con el eco de una alegría que ya sabía que se escapaba para siempre.
“¿Alguien podría explicarme por qué la mayoría de mis amigos pintores franceses son coloristas y les gusta tanto pintar paisajes? Se han empeñado en pintar una luz que no existe”.
” La vida en la ciudad moderna —inmensa ante la mirada del individuo, ajetreada y ruidosa— se presenta confusa y abrumadora porque no sabemos lo que en realidad nos pertenece”.
“La pasada noche fue una de las más frías desde que llegué a París. Los cafés y las pequeñas tiendas de la rue Caulaincourt y de la de Lepic resaltan como si de una postal se tratasen. El sol, sin fuerza, aumenta el blanco de la nieve mientras el cielo se torna gris plomizo y opresor. Hacia la una de la tarde ya no hay casi luz y da la sensación de que el día ha sucumbido ante la noche”.
Recordé entonces la noche en que F me habló de Keller y de que podría contarlo en la revista. Me comentó que, a pesar de todo, había músicos que querían ser músicos y que se alimentaban de otro absenta que los llevaba a componer músicas y a hacer conciertos donde conectaban con el pasado aunque supieran navegar por las nubes del presente e inventar historias que podrían alentar y llenar de alegría o de sosiego la tarde de un sábado de Mayo.