“Todo cambió, cambió completamente: /Ha nacido una belleza terrible”.
William Butler Yeats: Easter, 1916.
El viajero que llegue a Dublin en este año de solemnes conmemoraciones debe visitar la Oficina de Correos de la calle O´Donnell, un impresionante edificio con pórtico greco-romano sostenido por seis columnas jónicas. Pero sobre todo deberá prestar atención en el hall a una escultura de Cuchulain, héroe de la mitología celta y epítome de la Irlanda heroica que inspiró la Rebelion de Pascua, hace exactamente 100 años. Irlanda era entonces parte de Inglaterra y sumaba siglos de colonización, hambre y resistencia. La lucha por una Irlanda irlandesa había sembrado la isla esmeralda de sangre joven, rebeliones fallidas y rebeldes con Causa (en mayúsculas) dispuestos a morir por la independencia. Aquel Lunes, 24 de Abril de 1916, pasaría a la posteridad como el día de la Insurrección de Pascua y marcaría la senda definitiva hacia el Estatuto de Autonomía, que llegaría en 1922 con el alto precio de seccionar la isla en dos mitades. El levantamiento pronto se erigió en uno de los grandes mitos de esa Irlanda idílica inmortalizada en cientos de baladas, porque contaba con todos los elementos para ello: un puñado de aspirantes a héroes, un sueño colectivo y una firme y probada voluntad de inmolación.
Muchos irlandeses recitarían sin esfuerzo la letra de las baladas que recogen el episodio y reconocerían los versos de Yeats que hablan de la belleza terrible de entonces. Porque terrible fue la belleza de aquel momento cuando Patrick Pearse leyó en la entrada de la Oficina de Correos de la calle Sackville (hoy O’Connell) un hermosísimo texto que proclamaba la República de Irlanda. Horas antes, el propio Pearse y James Connolly, al frente de varios centenares de hombres escasamente armados, habían ocupado el edificio, emblema desde entonces de una insurrección que, si bien no logró sus fines políticos, enardeció los ideales independentistas y marcó un hito en la historia de la isla. La rebelión duró seis días y se extendió por otros puntos de la ciudad, dejando numerosos muertos antes de que los insurgentes se rindieran el 1 de Mayo. Luego vendrían las ejecuciones de catorce de los líderes más destacados, que entraron al mismo tiempo en la leyenda y en la historia .
Cabe preguntarse dónde termina la historia y dónde comienza la leyenda, cuándo y cómo se traspasa la delgada línea roja entre el hecho y el mito, la realidad y la fantasía. La historia habla de una rebelión fallida, como tantas otras en vida de la isla, pero la leyenda convirtió en héroes a aquel grupo de soñadores que habían empuñado la pluma antes que las armas : varios de ellos eran profesores y/o escritores, como el propio Patrick Pearse, Thomas MacDonagh o Joseph Plunkett, que dejaron tras de sí innumerables escritos en forma de diarios, cartas, poemas, obras dramáticas y artículos periodísticos. Y todos compartían rebeldía e ideales, además de un ardiente nacionalismo que borró sus diferencias de cuna y les unió en la inmolación como destino común. Sin embargo, esta concepción mística y mesiánica del patriotismo insurrecto no se limita a este Lunes de Pascua : el sacrificio de sangre formaba parte de una larga tradición gaélica que, entre otras estrategias de resistencia, promovía la huelga de hambre. Una de ellas la protagonizó el dramaturgo y alcalde de Cork, Terence Mac Swiney, que murió en 1920 tras 74 días sin comer, y en 1981 murieron 10 jóvenes en Irlanda del Norte, entre ellos el legendario Bobby Sands.
Quizá la leyenda se ha aliado con la historia para legarnos ese atractivo retrato de grupo de 1916 al que Irlanda rinde hoy los máximos honores : Patrick Pearse, fundador de una escuela en gaélico presidida por el lema “valor en nuestras manos, verdad en nuestras lenguas y pureza en nuestros corazones”; la condesa Constance Markievicz, figura emblemática de los ideales republicanos a pesar de su origen aristocrático y protestante y cuya pena de muerte fue conmutada por su condición de mujer; Michel Collins, activo sindicalista que murió traicionado por los suyos y a quien Neil Jordan ha dedicado una película del mismo nombre…. Tantos nombres y tantos rostros que hoy pueblan el imaginario colectivo irlandés con un episodio de terrible belleza y belleza terrible, que tanto monta el orden de vocablos en el oxímoron de los versos de Yeats.
Pero no deberíamos olvidar que en 1916 había otros irlandeses que también pasaron a la posteridad, además de los rebeldes de Pascua. James Joyce, que tenía entonces 34 años, había publicado en las mismas fechas Retrato del Artista Adolescente, una autobiografía descarnada en la que se reconocerían muchas generaciones de irlandeses y lectores de todo el mundo. El Retrato sería además un prodigioso intento de exorcizar los grandes demonios del nacionalismo irlandés-lengua, patria y religión- a la vez que los demonios carnales, espirituales y artísticos del joven Stephen Dedalus. Joyce había abandonado Irlanda (“la vieja cerda que devora a sus crías”, en sus propias palabras) años antes y paseaba por Europa el lema del “non serviam” en su calidad de eterno exiliado. Sin duda otra forma de resistencia, esta vez incruenta pero no menos terrible para quien tuvo que vivir Irlanda en la distancia, y sobre todo en la escritura, hasta su muerte. Porque toda la obra de Joyce es una obsesiva cartografía emocional del Dublin que él conoció y que definió como una ciudad paralizada donde el tedio destruía los sueños, la vida gris suplantaba al heroísmo y el arte se revelaba como la única posibilidad de rebelión y redención.
El viajero que llega a Dublín no puede ignorar que doblando una esquina de la calle O´Donnell, a pocos metros de la Oficina de Correos, puede hacerse una foto al lado de una estatua de Joyce con sombrero y bastón como si fuera un simple y anónimo vecino de Dublin, algo que él nunca quiso ser .Y quizá entonces este viajero comprenda que la belleza terrible de los versos de Yeats no se refiere solamente al acto heroico de morir por la patria sino también a la (heroica) vida gris de los ciudadanos corrientes “que acumulan peniques y oraciones”, como dice Yeats en otra parte del poema.100 años después sabemos que todos ellos eran la misma Irlanda, incluso los que la abandonaron como Joyce, cuando Patrick Pearse pronunció aquellas palabras terriblemente bellas, presagio de sangre, libertad y república :“Hombres y mujeres de Irlanda, en el nombre de Dios y de las generaciones que murieron por la antigua tradición de una nación, Irlanda, a través de nosotros, convoca a sus hijos bajo su bandera y lucha por su libertad.”.
Lo más sorprendente del Manifiesto del lunes de Pascua de 1916, es que abra su cita apelando al nombre de Dios. Como prueba de una influencia notable y pesada de la Iglesia católica. Visible, por cierto, en la enorme cantidad de iglesias y templos que se desparraman por Dublín. Hoy 100 años después y desde las conmemoraciones de la Rebelión de 1916, sigue suendo visible el peso combinado de nacionalismo y catolicismo..
No, señor. Sólo si imaginas que los revolucionarios fueran bolcheviques, la invocación de Dios hubiera sorprendido. Eran idealistas. La Irlanda de hoy ni es tan nacionalista ni tan católica.