La ruta del tabaco, Erskine Caldwell 

Día del libro 2022

Todo me male sal 

(Pintada hallada en Madrid centro) 

Tropecé con mi ejemplar de La ruta del tabaco en el suelo de la calle, tirado y mugriento, con el lomo vendado de papel celo, las hojas amarillentas y crujientes horadadas por agujeros alargados como de gusano errático y la portada desgastada por el uso y descolorida por el sol. O sea, un códice añejo (de la editorial Huracán, que ni siquiera da su año de edición…) admirablemente adecuado a su contenido textual, la historia de una familia del Sur de EEUU en plena Gran Depresión de cuyos desgraciados miembros ninguno tiene ocupación, ni sabe leer ni escribir, ni, lo que es peor, tiene nada que llevarse a la boca durante semanas. Cuando lo encontré, no sabía quién era su autor, tampoco si tenía algún valor y menos todavía de qué demonios podía tratar, pero me gustó el título -que el traductor de Huracán traslada por El camino del tabaco-, el aspecto astroso pero noble del objeto, y su propia condición de library-less ofreciéndose como regalo al primer transeúnte despistado. Solo ahora, después de leerlo, es cuando descubro que ha sido reeditado, que es un clásico de las letras estadounidenses y que incluso Francisco Umbral, Pacumbral, lo mencionó en una columna suya de El Mundo (aquellos dorados tiempos pre-Internet en los que en Filosofía gastábamos un euro entre todos sólo por leer la columna de Umbral…) que sale entre las primeras opciones de Google sobre el libro. Umbral lo califica de “violento y ameno”, y efectivamente lo es, pero también sencillo de leer y algo increíble de creer. De hecho, cuando apareció en EEUU, según parece, produjo un cierto escándalo precisamente porque nadie se lo podía creer: los ciudadanos del país damnificado por el Crack no podían admitir que hubiese gente que viviese así de miserablemente en su propia tierra. Hasta que, siete años después, apareció Las uvas de la ira, de John Steinbeck, que venía a confirmarlo y a abundar en la misma devastadora y casi antipatriótica idea… 

Pero fue tanto el éxito que tuvo Las uvas de la ira que nada menos que John Ford rodó el año siguiente la película correspondiente, y se cuenta que en la URSS a punto estuvieron de permitir su exhibición para edificación de las masas proletarias, pero en el último momento se percataron de que la familia protagonista tenía un vehículo de su propiedad que supondría un auténtico lujo asiático para los rusos y la retiraron temerosos de que el alegato anticapitalista les saliese por la culata. Solo un año más tarde, en 1941, Ford rodó La ruta del tabaco, aprovechando el tirón, y entonces la gente ya se la creía más, amén de que el guión se hacía más llevadero que la novela por su atmósfera general de corte humorístico, que es cierto que está parcialmente en el relato pero enfocada desde un mayor patetismo. La gente, en general, igual que los niños -y no digo esto en menoscabo de unos ni de otros-, entiende los productos del arte como sucesos naturales, de manera que si una ficción propone un mundo distinto al habitual para ellos, lo aceptan como aceptan la remota existencia física de Marte, pero si otra ficción cualquiera toma como referente el mundo histórico, entonces interpretarán que debería retratar fielmente la vida real, y su crítica se dirigirá entonces a cribar lo que de verosímil o de inverosímil tiene el dicho retrato. No se dan cuenta, quiero decir, de lo que el libro tiene de artefacto que se autorregula por sus propias leyes narrativas, y piensan que hay novelas del mismo modo que hay árboles, viento y canciones populares, pidiendo para ellas que sean tan orgánicas, tan tangibles, tan reales como los árboles, el viento y las canciones populares. Caldwell, sin embargo, aunque en su juventud trabajó en oficios realmente duros, exageró, creo yo, mucho la nota en La ruta del tabaco, haciendo de la familia Lester una excepción en la regla de aquellas numerosas familias que en esos años tuvieron que abandonar el campo para incorporarse a las fábricas. El patriarca, y casi protagonista de la novela, el viejo Jeeter Lester, lo razona del siguiente modo, si a eso se le puede llamar razonar… 

Erskine Caldwell, 1938

—¡Pero, por Dios bendito! Yo y los míos nos estamos muriendo de hambre, ahí, en el camino del tabaco. No tenemos nada que comer y no tenemos nada para vender que valga dinero para comprar harina y carne. Ustedes, los tenderos, no nos quieren dar más crédito desde que se fue el Capitán John. ¿Y qué vamos a hacer? Yo no sé lo que nos va a pasar a mí y a mi gente si los ricos no dejan de chuparnos la sangre. Tienen todo el dinero guardado en los bancos, y no quieren prestarlo a menos que uno se corte los brazos y los deje como garantía. 

 —Lo mejor que puedes hacer, Jeeter —le habían dicho—, es irte con tu familia a Augusta, o al otro lado del río, al valle del Horsecreek, en Carolina del Sur, donde están todas las hilanderías, y ponerte a trabajar en una de ellas. Eso es lo único que te queda por hacer ahora, y no hay otra cosa.  

—¡No! ¡Por Dios y por Jesucristo que no! ¡Eso es algo que no voy a hacer! El Señor hizo la tierra y me puso a mí sobre ella para cultivarla. Es lo que he hecho, y mi padre antes que yo, durante los últimos cincuenta años, y eso es a lo que estaba dispuesto. Esas condenadas hilanderías son para que trabajen en ellas las mujeres. Ésos no son sitios para un hombre; allí se pasan el tiempo con ruedecitas e hilos todo el día. Les digo que es un trabajo maldito para un hombre, toda su vida arrollando hilos en carretes.  

¡No! Fuimos puestos aquí en la tierra, donde crece el algodón, y mi trabajo es hacerlo crecer. No quisiera tener nada que ver con las hilanderías ni aunque pudiese ganar en ellas hasta quince dólares a la semana. Me quedaré en el campo hasta que me llegue el turno de morir. 

Jeeter fundamenta su autoridad sobre el estómago siempre hambriento de su familia en una suerte de discurso teológico permanente, como se ve, pero yo creo que el propio Caldwell justifica en parte su actitud, y no solo hace de él, como he leído en alguna parte, un personaje malintencionado, ruin y sin corazón. Así, Jeeter convierte su apego a la tierra en una cuestión de tradición y amor propio camuflada por las apelaciones a la Voluntad de Dios, pero motivos de desconfianza y resentimiento hacia los ricos dueños de las hilanderías no le faltan, como le hace sentir Caldwell en muchos pasajes de la novela:   

Jeeter había jurado que nunca más tendría nada que ver con la gente rica de Augusta. Le habían perseguido a diario, tratando de enseñarle a cultivar el algodón, y al final habían venido y se lo habían llevado todo, dejándole con una deuda de tres dólares. Él había hecho todo el trabajo, había puesto la mula y la tierra, y, sin embargo, la compañía de préstamos se había llevado todo el dinero obtenido del algodón y le había hecho perder tres dólares. Después de aquello, decía a todo el mundo que Dios no tenía nada que ver con negocios como ése, lo mismo que les había dicho a los representantes de la compañía.  

—Ustedes, los ricos de Augusta, a los pobres nos desangran hasta vernos muertos; ustedes no trabajan nunca, pero se llevan todo el dinero que hacemos nosotros, los agricultores. Aquí estoy yo, trabajando todo el año, Dude arando, y Ada y Ellie May ayudando a cortar el algodón en verano y a recogerlo en invierno, ¿y qué saco de eso? Nada más que una deuda de tres dólares. Les digo que no es justo. Dios no está de su lado, ni tolerará por mucho tiempo que se engañe así a la gente. Tampoco le gustan tanto los ricos como ustedes creen; Dios quiere a los pobres.  

Los cobradores de la compañía dejaron hablar a Jeeter y, cuando terminó, se rieron de él, subieron a su automóvil y se marcharon a Augusta. 

Estas palabras constituyen lo más parecido que hay en La ruta del tabaco al fragmento más célebre de Las uvas de la ira, que, como he señalado, es posterior, y que dice lo siguiente, por si alguien no lo conociera: 

Y entonces el inquilino se irguió airado. El abuelo tomó la tierra y tuvo que matar a los indios y expulsarlos de allí. Y el padre nació allí y hubo que quitar malezas y matar culebras. Luego vino un año malo y tuvo que solicitar un pequeño préstamo.                                                                        
-Y nosotros nacimos aquí. Esos que están a la puerta -¡nuestros hijos! nacieron aquí. Y el padre tuvo que pedir un préstamo. Entonces el Banco poseyó la tierra, pero nosotros seguimos aquí, y logramos una pequeña parte de lo que habíamos cultivado.       
-Sabemos eso…, todo eso. No somos nosotros, es el Banco. Un Banco no es como un hombre. Ni un propietario de cincuenta mil acres tampoco es como un hombre. Es el monstruo.           
-Cierto -gritaba el inquilino-, pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la surcamos con nuestros arados. Hemos nacido en ella, nos han matado en ella, hemos muerto en ella. Aunque no sea nuestra, sigue siendo buena. Esos es lo que la hace nuestra…, el haber nacido en ella, trabajado en ella, muerto en ella. Eso es lo que hace la posesión, no un papel con números.       
-Lo lamentamos, no es culpa nuestra. Es el monstruo. El Banco no es como un hombre.          
-Sí, pero el Banco consta sólo de hombres.           
– No; se equivoca en ello… Está en un error. El Banco es algo más que un grupo de hombres. Sucede que todos los hombres de un Banco odian lo que hace el Banco, y sin embargo, el Banco lo hace. Le digo a usted que el Banco es mucho más que un grupo de hombres. Es el monstruo. Los hombres lo hicieron, pero no pueden someterlo.  
Los inquilinos gritaron. El abuelo mató a los indios, el padre mató las culebras, en bien de la tierra. “Quizá nosotros podamos matar a los Bancos… Son peores que los indios y las culebras. Quizá tengamos que luchar para conservar nuestra tierra, como lo hicieron el padre y el abuelo.” 

Entonces los hombres del propietario se encolerizaron.    
– Tendrán que irse.  
– Pero es nuestra – gritaron los inquilinos-. Nosotros….   
– No, el Banco, el monstruo la posee. Tendrán que irse.   
 

(Las uvas de la ira, editorial Planeta, 1966, página 44) 

No obstante, la familia Lester en su conjunto se gana a pulso día a día su insoportable situación, y aquí Caldwell no nos deja claro -o por lo menos no me deja claro a mí- si está pensando en que existe una responsabilidad en cada individuo por el destino que terminamos por afrontar nos guste o no o si todo es, en el fondo, culpa de la ignorancia en que viven sumidos sus desventurados personajes, lo cual representaría adoptar una exposición más socialista de su fábula por parte del autor. Una mínima consulta de la biografía de Erskine Caldwell indica que formó parte, como tantos otros escritores de la época, de movimientos comunistas en EEUU, pero ya digo que en la novela no queda del todo claro, se mantiene en la ambigüedad, lo cual da lugar a los fragmentos más humorísticos al tiempo que patéticos de la historia, porque a los Lester, en efecto, “todo les male sal”, y dilapidan vergonzosamente las pocas ocasiones que les ofrece la suerte para mejorar su posición o sencillamente para ser más considerados para consigo mismos. Son un poco como los monstruos de sí mismos, y no tienen remedio ni parece que lo quieran tener; es el caso de todo el episodio triste-cómico (el lector llega a pasarlo realmente mal por ellos…) consagrado a las vicisitudes del coche nuevo:  

Ciertamente, Dude era un buen conductor; cada vez que se encontraba con otro coche, se desviaba justo en el momento de llegar a él, y sólo en dos o tres ocasiones estuvo a punto de chocar de frente con otros vehículos. Estaba tan ocupado en tocar la bocina que olvidaba ir por su carril hasta el último momento, pero la mayor parte de los automóviles que encontraban les dejaban sitio de sobra al oírles. 

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