Al por todos querido y merecidamente honrado poeta Antonio Machado siempre le intrigó grandemente el misterio de la persona como tal, como les ocurría a dos de sus maestros filosóficos reconocidos: Miguel de Unamuno y Henri Bergson. Quién más quién menos conoce como poco -aunque sea únicamente cantada por el inmenso Serrat– alguna celebre letrilla suya sobre la condición y el discurrir del destino individual, pero las páginas tal vez más curiosas y brillantes sobre este tan lírico como profundo asunto machadiano están en su colección de prosas aforísticas atribuidas al profesor apócrifo Juan de Mairena. Allí, en efecto, Machado propone un ejercicio a los irreales alumnos (y ensaya para ellos algunos ejemplos…) que por sí solo constituiría toda una tarea de la máxima dificultad para el filósofo aficionado: se trataría básicamente de intentar concebir primero en la imaginación y luego poner detalladamente por escrito las andanzas de un tal Sr. Nadie, supuesto que en efecto sería nadie -o “no sería nadie”, como lo expresamos pleonásticamente en castellano-, y, sin embargo, no por ello sería nada, puesto que el estudiante debe hacerle participe de ciertas situaciones en las que, como tal nadie, estuviese no obstante de alguna manera integrado dinámicamente.
Jugando este juego de Machado, enseguida se ve que desde el momento en que probemos un “el Sr. Nadie aspiraba el perfume de un ramo de flores”, o un “…y entonces el Sr. Nadie saludó mientras paseaba” (o si se quiere más moderno, “cuando chatea el Sr. Nadie lo hace bajo pseudónimo”), ya lo tenemos súbitamente delante, independientemente de que carezca todavía de todo: edad, raza, sexo o condición. El Sr. Nadie, por tanto, no existe, de acuerdo, pero no porque sea una ficción o un contrasentido, sino porque pensar en él es lo mismo que convertirle en alguien, un “alguien” tan indefinido y borroso como, sin embargo, irremisiblemente vivo, dramático y finito en nuestra cabeza.
De manera que, extrayendo la conclusión que el propio Machado no quiso dar en ese momento, ningún hombre es capaz, de suyo, de manejar siquiera en abstracto la especulación de que su prójimo está compuesto de una miríada de Don Nadie(s), lo cual deja en muy mal lugar, ciertamente, a los que así pretenden hacerlo sea tácita o expresamente, puesto que mienten conscientemente o bien se mienten a sí mismos interesadamente –los adverbios pueden perfectamente intercambiar su puesto sin menoscabo del sentido de la frase. Valiosa lección de metafísica poética, en mi opinión, que tampoco debe llevarnos a creer que somos mucho más que una poquita cosa…