La muerte de Enrique Lynch y Friedrich Nietzsche como fetiche

El editor y pensador argentino Enrique Lynch (nada que ver con el cineasta norteamericano en que estáis pensando, ese del onirismo supremamente rentable) ha muerto a los 72 años, y eso me hace pensar en las paradojas de la filosofía académica. Lynch fue completamente académico en su trayectoria profesional, aparte de esos magníficos escarceos suyos en el mundo editorial, pero lo fue también, en mi opinión, en la materia concreta de su reflexión. Comenzó estudiando a Nietzsche en su etapa de doctorando, y de él extrajo una lección sumamente académica, la cual reza que la filosofía es más arte que ciencia, más género literario que empresa de conocimiento, y que como producción estética se expresa mejor en un estilo poético -al modo de la música y la literatura, que también Lynch investigó- que en uno estrictamente demostrativo. Aquí tiene lugar una paradoja que afecta a la filosofía institucional desde hace casi sesenta años, esa extraña costumbre de recurrir al antiacadémico, trotamundos, freelance y terrorista de la filosofía Nietzsche a fin de revitalizar un mundo académico serio y grave que sin él seguramente yacería ya exánime desde hace un siglo. Tampoco es tan extraño, es lo mismo que sucede con el punk, que vino a dinamitar el marco de la música popular para terminar por ser engullido, clasificado y celebrado por él…  

Lo que ocurre es que la paradoja de la academia, en filosofía, todavía encierra otra más profunda tocante a la actitud pensante del propio Nietzsche. Porque si bien es cierto que él fue un terrorista y un megalómano que el tiempo ha consagrado como un clásico absoluto e incuestionable, también lo es que Nietzsche tiene poco uso, con todos sus gritos y susurros -por decirlo con Bergman, que fue lo opuesto absoluto a Zaratustra, que fue un “predicador de la muerte”…-, fuera del ámbito culto y letrado. Es decir, que Nietzsche no era ningún punki de la filosofía, aunque a él le hubiera gustado verse así. Pero tampoco era un docto Jakob Buckhardt, aunque creyese haberle superado. En realidad, y en mi opinión, con Nietzsche en la mano puede irse mucho más allá de la mera literatura o de la estética, contra lo que entendía Lynch, pero, a la vez, eso que se puede ver con él, o gracias a él -y que cada vez es más, realmente-, nadie lo puede ver claramente desde un observatorio exterior a los estudios formales de filosofía. Yo no creo lo más mínimo que la filosofía constituya un género artístico, sin valor teórico o carácter de praxis alguno, pero tampoco creo que ese conocimiento que la filosofía fehacientemente aporta pueda escapar fácilmente de un orden exclusivamente culturalista, al alcance únicamente de los grandes lectores. Enrique Lynch suscribiría el segundo punto, pero no, desde luego, el primero; el propio Nietzsche, me parece, hubiese suscrito los dos –Franz Overbeck, uno de sus pocos pero fieles amigos, cuenta una anécdota inapreciable al respecto: en una ocasión, llevó a Nietzsche a un prostíbulo, y al filósofo le entró tal bloqueo por timidez que sólo fue capaz de esconderse tras el piano y tocar sin parar toda la noche; ecce philosophus, ecce homo…  

Por ese motivo, sucede algo insólito, y es que Nietzsche se convirtió en el gran fetiche de la filosofía del s. XX, muy por delante de Marx o Freud, pero justamente en tanto que aprendió a vivir en los intersticios entre la academia y la anti-academia, los estudios rigurosos y las vanguardias artísticas, la erudición y el scherzo intelectual. Y sucede porque las humanidades aún habitan en un desolador complejo de inferioridad respecto de las llamadas ciencias experimentales -pero que alguien me diga, por favor, cuáles experimentos hizo Albert Einstein para formular la teoría de la relatividad especial y general. La obra de Nietzsche ha dado de comer a decenas de miles de gafapastas como él mismo necesitados -también como el mismo- de arrebatos románticos (“deseo de ser piel roja”, decía aquel), y la vez ha puesto a grandes vocaciones artísticas a aprender griego jónico, y no para componer ditirambos, sino para conjugar el verbo εἰμί de Parménides -hay, sin duda, que ser muy genial para conseguir eso, aún en el sentido más sucio y artero de “genial”. Me da la impresión de que Enrique Lynch, fallecido hoy, en tanto nietzscheano hispánico de toda la vida, fue un poco las dos cosas, algo que sin duda le honra y habla mucho de su capacidad. (En cuanto a la muerte, esto pensaba el maestro de la muerte, un estoico guasón en el fondo…: 

Aurora, 211. A los que sueñan con la inmortalidad. ¿Deseáis, entonces, conservar eternamente esa bonita conciencia que tenéis de vosotros mismos? ¿No os da vergüenza? ¿Os olvidáis de todas las demás cosas que, a su vez, tendrían que soportaros durante toda una eternidad, como os han estado soportando hasta hoy, con una resignación mayor aún que la cristiana? ¿O es que creéis que el veros les produce un sentimiento de bienestar eterno? Bastaría que hubiera un solo hombre que fuese inmortal para provocar en todo lo que le rodease tal repugnancia, que generaría una verdadera epidemia de suicidios. Y vosotros, pobres habitantes de la tierra, con esas pequeñas concepciones vuestras que abarcan unos miles de minutos en el tiempo, ¿pretendéis ser una carga eterna para la existencia eterna? ¿Puede haber algo más impertinente? Pero seamos tolerantes con un ser de setenta años. No ha podido ejercitar la imaginación representándose lo que sería su aburrimiento eterno. ¡Le ha faltado tiempo!)

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