Escuchaba ‘Autumn leaves’ en la versión de Zoot Sims mientras notaba la frescura de la brisa del mar en su cara y leía una larga entrevista a George Steiner, del que hasta hace poco no sabía casi nada. Así de limitada era su cultura pero, a estas alturas, eso ya no le importaba demasiado. Era muy consciente de lo que no sabía, incluso de lo poco que recordaba, de lo que quizá no había aprendido del todo alguna vez.
Levantó la vista y fue muy consciente de lo que disfrutaba leyendo mientras contemplaba a unos niños que jugaban en el borde de la playa, chapoteando entre risas, al lado de otro muy pequeño que trataba de construir un castillo de arena. El cielo se iba diluyendo en el murmullo del agua del final de la tarde y alguna gente recogía las tumbonas y las sombrillas.
Echó de menos no haber aprendido más textos de memoria, para dejarlos crecer dentro de él con el paso de los años y quizá rememorarlos en los tiempos infaustos en los que ya no pudiera leer, ni quizá nadie le leyera. Pero no estuvo de acuerdo con que esta época apenas permitiera las bibliotecas personales donde los libros se dejaran subrayar y anotar. Ni tampoco del todo con la necesidad total del silencio, quizá porque no aspiraba a una excelencia para la que no se veía especialmente dotado.
Miró a una chica azul salir muy despacio del mar, como si fuera una ninfa, y se dispuso a seguir disfrutando del libro que estaba leyendo y de los, por lo menos, seiscientos más, que latían siempre dispuestos a despertarse, en el interior del Ipad que tenía en sus manos. Una prótesis maravillosa que también contenía toda la música o las imágenes que pudieran apetecerle. Y decidió que dentro de un rato brindaría con un vino blanco del Penedés, levemente afrutado, por la amabilidad de los tiempos modernos que permitían tantos estados intermedios, y también por los buenos sabios, que saben tanto pero, por fortuna, no saben gozarlo todo.
“(…) Escribir quiere decir estar muy cerca de nosotros mismos. Quiere decir formar parte de cierta forma avanzada de civilización, esencialmente europea, eslava y anglosajona, con capítulos importantes, qué duda cabe, en China y Japón; pero en el mundo entero la oralidad ha sido siempre la forma natural de la enseñanza de la religión y de las narraciones de la memoria. Se habla, se cuenta: la mayor biblioteca es la memoria. En términos históricos la escritura es reciente; la escritura literaria remonta a Gilgamesh —el gran poema épico de la Babilonia antigua—y llega más o menos hasta la actualidad. No está nada claro que con la electrónica moderna, con las técnicas de la información, con los archivos electrónicos cuyas memorias superan un millón de veces las memorias literarias humanas o las gramáticas y los léxicos, no está nada claro que sigamos leyendo(…)”.
“(…) Lo que no tiene fin, como sucede con la gran música o la pintura, es que en cada momento de la vida de cada persona la obra cambia en su interior. De ahí mi pasión, mi obsesión —hasta el punto de incordiar a la gente—por aprender de memoria. Si sabes algo de memoria, nadie te lo puede quitar. Se queda dentro y crece y se transforma. Un gran texto que uno se sabe de memoria desde el instituto cambia con uno mismo, cambia con la edad, con las circunstancias, se comprende de otro modo (…)”.
“(…) Con todo, ser una persona culta es una condición frágil. Una condición que tuvo sus mejores momentos, sus momentos más fecundos, en el Renacimiento, la Ilustración y el siglo XIX. La biblioteca privada —pensemos en un Montaigne, un Erasmo o un Montesquieu—se ha vuelto un lujo raro. El apartamento moderno no está hecho para grandes bibliotecas. Es una excepción. Hoy en día, en Inglaterra, las pequeñas librerías cierran una tras otra, se ha convertido en una pesadilla. En Italia, país que adoro, entre Milán y Bari, en el sur, no hay más que quioscos; ni una sola librería seria. Se lee muy poco en España o en el Portugal rural. Donde reinó el catolicismo, la lectura nunca fue bienvenida.
La lectura, que es una forma —me atrevo a decir—de la alta burguesía, el ideal de la lectura, la educación en la lectura, se desarrollaron rápidamente y conocieron periodos extraordinarios. En el siglo XIX, por ejemplo, ciertos clásicos (Victor Hugo, Dickens) eran best-sellers. En Rusia, leer quería decir sobrevivir humana y políticamente; la relación entre la censura y la gran literatura es compleja y creativa en los países despóticos o políticamente atrasados.
En la actualidad, según me dicen, «los jóvenes ya no leen», o leen digests, o cómics. Nuestros exámenes, hasta en la universidad, se basan cada vez más en selecciones de textos, en antologías, en premios Digest. La expresión misma de reader’s digest, que ha invadido el mundo entero, es algo horrible. Le espera un «premio Digestión». Alguien mastica el alimento y lo digiere. Somos demasiado educados para explicar por qué lado sale. Lo expreso vulgarmente. Bueno.
La lectura requiere ciertas condiciones bastante especiales. La gente no suele darse cuenta. Para empezar, presupone mucho silencio. El silencio se ha convertido en lo más caro y lujoso del mundo. En nuestras ciudades (que en la actualidad funcionan veinticuatro horas al día: Nueva York, Chicago o Londres viven tanto de día como de noche), el silencio cuesta más que el oro. No critico a los Estados Unidos; mis hijos viven allí, y mis nietos. Es el futuro del hombre, ni más ni menos. No critico. Son más honestos que nosotros en sus estadísticas. ¿Qué dicen sus cifras recientes? El 85 por ciento de los adolescentes no puede leer sin oír música al mismo tiempo, generando lo que los psicólogos llaman el «flicker effect», el efecto de centelleos de luz: la televisión está presente, encendida, en el rabillo del ojo, mientras fingen que leen. Nadie puede leer un texto serio en esas condiciones. Solo en silencio, en el silencio más absoluto posible, puede leerse una página de Pascal, de Baudelaire, de Proust o de quien sea.
Segunda condición: un espacio privado. En casa, un cuarto, incluso pequeño, donde uno pueda estar con un libro, donde podamos entablar ese diálogo diálogo sin la presencia de otros en el mismo cuarto. Se trata de una idea que no siempre se comprende. La maravilla de la música es que se puede compartir con muchos. Se puede escuchar en grupo, se puede escuchar con la gente que queremos, se puede escuchar con los amigos. La música es el lenguaje de la participación, no la lectura. Es verdad que se puede leer en voz alta, y deberíamos hacerlo mucho más a menudo. ¡Es un escándalo, el ocaso de la lectura en voz alta a los niños, e incluso entre adultos! Con frecuencia los grandes textos del siglo XIX están hechos para leer en voz alta, podría demostrárselo: hay páginas enteras de Balzac, de Hugo, de George Sand, cuya cadencia, cuyo ritmo estructural, son un desarrollo oral que debemos escuchar y captar. He tenido la gran suerte de que mi padre me leyera en voz alta antes de que comprendiera (ese es el secreto), antes de que lo captara todo.
Así pues, silencio, espacio privado. Y en tercer lugar, una idea terriblemente elitista (pero me gusta la palabra «élite»; es la palabra que quiere decir que unas cosas son mejores que otras. No quiere decir más que eso): tener libros. Las grandes bibliotecas públicas han sido la base de la educación y de la cultura del siglo XIX y de muchos genios del siglo XX. Pero tener una colección de libros propios, que te pertenecen, que no se tienen en préstamo, es crucial. ¿Por qué? Porque es esencial leer lápiz en mano (…)”.
“(…) Y lo repito: casi es posible definir al judío como aquel que siempre lee lápiz en mano porque está convencido de ser capaz de escribir un libro mejor que el libro que está leyendo. Es una de las grandes arrogancias culturales de mi pequeño y trágico pueblo.
Hay que tomar notas, hay que subrayar, hay que luchar contra el texto, escribiendo al margen: «¡ Qué estupideces! ¡Vaya ideas!». No hay nada tan fascinante como las notas marginales de los grandes escritores. Es un diálogo vivo. Erasmo dijo: «El que no tiene libros destrozados es que no los ha leído». Es in extremis pero encierra una gran verdad (…)”.
Steiner uno de los últimos sabios apacibles. Sabios iracundos no despiertan interés. El problema es que desaparecerán y no tendrán recambio fácil. Pese a ello, los seguiremos leyendo.
Yo no uso lápiz, si o directamente bolígrafo. Se ve mejor, y, total, es ridículo tener miedo de lo indeleble, cuando el nuestro es un ejemplar privado, generalmente barato y perecedero, y en el cual nadie se va a interesar tras la muerte del lector, precisamente por alguna de las razones que aduce Steiner. Le propongo, por cierto que antes de morir haga con su bibioteca una gran pira en algún rincón apartado del campo, y baile en torno a ella… (o, si él ya no puede, su secretari@)