Leer Narratosaurius Rex: La Hegemonía de la Novela, I
“¿Quién lee para llegar hasta el final, por deseable que éste sea? ¿Acaso no hay ocupaciones que practicamos porque son buenas en sí mismas, y placeres que son absolutos? ¿Y no está éste entre ellos? A veces he soñado que cuando llegue el Día del Juicio y los grandes conquistadores y abogados y estadistas vayan a recibir sus recompensas (sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero), el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: Mira, esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Han amado la lectura. ”
Virginia Woolf. El lector corriente II,
El siglo XX se inaugura -siempre que consideremos el año 1900 como principio de siglo, lo cual es discutible- con la muerte de Nietzsche y de Oscar Wilde para el pensamiento y la literatura respectivamente; mientras, en ciencia, Max Planck enunciaba su teoría de los quanta de energía, y poco después, en 1903, despegaba el primer vuelo en aeroplano, pilotado por los hermanos Wright. La literatura, también en plena ebullición, veía nacer obras como Lord Jim de Conrad, La interpretación de los sueños de Freud (ambas también de 1900), El perro de los Baskerville de Conan Doyle (1902) o Hombre y Superhombre de Bernard Shaw, un año más tarde.
Después del término de la Gran Guerra (que tantas vidas y corduras de escritores segó[i] -excepción hecha de la del portugués Fernando Pessoa, que, en vez de perder la cabeza, en 1914 multiplica la asombrosa potencia de la que tuvo en docenas de autores apócrifos o heterónimos), por tanto en 1919, Marcel Proust tenía 48 años y por fin había recibido el premio “Goncourt”[ii] para la segunda parte (A la sombra de las muchachas en flor) de su inmenso ciclo de memorias En busca del tiempo perdido, ambientado en torno a la década de 1880. En esa misma fecha, el nombrado “sir” Arthur Conan Doyle tenía 60 años, Joseph Conrad, 62, Sigmund Freud, 63, Rudyard Kipling, 54, D. H. Lawrence (que había publicado El Arco Iris en el 15) tan solo 34, T.E. Lawrence (de Arabia), 31, el alemán Thomas Mann, 45, los irlandeses W.B. Yeats, y James Joyce, (que había publicado el Retrato de un artista adolescente tres años antes), 54 y 37 respectivamente. En el periodo de entreguerras, y por señalar algunos hitos fundamentales, recordamos que, en el terreno teatral, Seis personajes en busca de autor de Luigi Pirandello se estrena en 1921; que en la novela -que es lo que en este momento nos ocupa- Franz Kafka destruye la lógica de la novela psicológica en El proceso de 1925, y H.G. Wells pasa del naturalismo suburbano de la Historia de Mr. Polly de 1910 a la narrativa de ciencia ficción[iii]; y en el orbe poético, en 1922 algunos amigos de T.S. Eliot fundan el Bel Esprit para que el vate inglés pueda dedicarse a tiempo completo a la literatura, y, en efecto, este es el año en el que salen a la luz pública Tierra Baldía y el -tan célebre y saludado como poco leído- Ulysses de Joyce (que recrea a través del mito griego una sola y esdrújula jornada, el 16 de Julio de 1904 en Dublin). Pero si en Joyce es la conciencia subjetiva la que cobra el indiscutible protagonismo, en Manhttan Transfer de John Dospassos de 1925, lo será la ciudad, protagonista y objeto de análisis, en un estallido de lenguaje, anuncios, ruidos y un frenético movimiento de los personajes. La narrativa cinematográfica se hacía ya inminente… (De hecho, Billy Wilder consideró más tarde tratar este tema, el de la ciudad gershwiniana, por así decirlo, en un filme que nunca se rodó).
Más eso no es ni puede ser todo: en 1930, la situación de las letras en la URSS se hace ya tan insoportable que el poeta y dramaturgo vanguardista Vladimir Maiakosky termina suicidándose; dos años después, Stalin prescribe el realismo soviético y cierra la nación a las influencia extranjeras (tiempo después, Boris Pasternak se ve forzado a publicar Doctor Zhivago en 1957 en Italia y Vladimir Nabokov Lolita en EEUU en 1955; de igual modo, El maestro y margarita de Mijaíl Bulgákov se publica póstumamente en 1966, y Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn espera hasta 1978). En ese mismo momento, el austríaco Robert Musil diagnostica los tiempos de la Viena imperial en El hombre sin atributos (ocho años antes, La conciencia de Zeno de Italo Svevo predice la primera bomba atómica[iv]). La marcha Radetzky de Joseph Roth es de 1933, Suave es la noche (la mejor en la opinión de su autor) de F. Scott Fitzgerald y Trópico de Cáncer de Henry Miller, ambas de 1934. En 1935 Aimé Cesaire forja para la literatura el menos conocido concepto de “negritud” [v] y un año después estalla la guerra civil española: no es más que el preludio de una terrible contienda de alcance global.
Con la guerra de España como fondo se han escrito grandes novelas como La forja de un rebelde de Arturo Barea, la trilogía intitulada El laberinto mágico, de Max Aub, Madrid: de corte a cheka, del simpatizante franquista actualmente reivindicado por la crítica estética Agustín de Foxá y, fuera de nuestras fronteras, obras como La esperanza deu Homenaje a Cataluña, de George Orwell. La tremenda sacudida de la Segunda Guerra mundial, por su parte, produce obras memorables como La piel de Curzio Malaparte, Tempestades de acero de Ernst Jünger o Adiós a las armas de Ernst Hemingway, entre una inmensa multitud de ellas…
Llegada la paz, mientras en los victoriosos EEUU William Faulkner insistía con el género novelístico de gran formato (Mientras agonizo), en el viejo continente -herido por las guerras- Albert Camus ahondaba en el nivel más íntimo de una conciencia desgajada de los actos con El extranjero, y en España se iniciaba el resurgir del teatro con la Historia de una escalera de Antonio Buero Vallejo, y de la narrativa con Alfanhui de Rafael Sánchez Ferlosio. (Por cierto que con Faulkner dan comienzo las sagas narrativas que se ambientan en ciudades imaginarias aunque precisas, como el condado de Yoknapatawpha del sureño en el año 29, la Santa María de Juan Carlos Onetti del 50, el Macondo de Gabriel García Marquez del 67, “Región” de Juan Benet en el 68, o, actualmente, el llamado “Reino de Redonda” de su seguidor Javier Marías).
En 1948, J. D. Salinger preparaba el camino para el estilo minimalista, repleto de elipsis y sugerencias veladas, enriquecedoras de las posibilidades expresivas del relato, que tan buenos y curiosos frutos ha dado más tarde en la narrativa norteamericana. Un lustro después, en 1953 (30 años después, por tanto, de que André Bretón firmara el primero de los manifiestos surrealistas), el estreno parisino de Esperando a Godot de pone en marcha el llamado Teatro del Absurdo. La poética del absurdo (iniciada virtualmente para el mundo moderno por Alfred Jarry en Ubu Rey de 1896) crea en cada obra sus propios modelos inexorables de lógica interna, a veces francamente patética, otras veces angustiosa, en contadas ocasiones cómica, e incluso a menudo macabra, humillante y hasta violenta -como sucede en la obra de Jean Genet El Balcón, de 1957. No podía durar mucho en nuestra opinión: el absurdo esta forzosamente abocado por su propia estructura al suicidio literario, puesto que al tratar de aniquilar el sentido de la arquitectura tradicional del drama o la novela, proponiendo a cambio tan solo la luz fría de la inanidad, acaba antes consigo mismo que con aquello que detesta -es como tratar de quitarle la razón a alguien enfrentándole un obstinado y reprobador silencio. No en vano el propio Jarry ya lo venía venir…
En la vencida Alemania, todavía bajo los efectos de la conmoción fascista se forma el Grupo 47, cuyos miembros son autores de la talla de Günter Eich, Peter Huchel y Heinrich Böll (que es el más conocido y leído de todos ellos en Europa, incluida la vieja URSS); se conoce un cierto deshielo cultural en la URSS tras la desaparición de Stalin en 1953 (después de 1956, como dijo alguien, el enfado -de los intelectuales occidentales- no duró más que un verano), y en Japón se publican las caudalosas novelas de Yukio Mishima, un obsesivo nostálgico de régimen imperial.
A partir de la década de los sesenta, en los años dorados de un capitalismo occidental encapsulado por los temores de la guerra fría, se experimenta un proceso que ha sido denominado alguna vez “disneyificación” de la cultura, y que en el campo de las artes en general tiñe de fantasía edulcorada y de una marcada puerilidad tanto la televisión[vi] como el cine, y no digamos las viejas bellas artes (que aun no se han recuperado del golpe). En lo que toca a la literatura, en 1966, con los norteamericanos en Vietnam, el nacimiento del “black power” y el surgimiento del pop-art, Truman Capote escribe A sangre fría, dando inicio a un nuevo tipo de literatura como testimonio fiel de los hechos, de camino entre el periodismo y la ficción realista, que hallará una continuación en autores posteriores de la talla de Norman Mailer o Tom Wolfe. En parecida línea de realismo sucio resurge también en EEUU la novela negra, que ya había irrumpido en su vertiente más dura antes de la guerra de la pluma de Dashiell Hammett (hay un crecimiento en la profundización psicológica a la par que una disminución en la crítica social entre Hammet, el brillante pionero, Raymond Chandler, el ingenioso seguidor, y George Simenon, el más humano de todos ellos; hoy mismo se escribe y se vende policiaco exótico como rosquillas[vii]). También en los sesenta se desarrolla y profundiza definitivamente la ciencia ficción como literatura (Isaac Asimov, que había sobresalido en éxito de ventas en los ´50 continua en la cresta de la ola, seguido de cerca por Frank Herbert, que hará lo propio en los ´60, un escritor mormón, Orson Scott Card, en los ´70 y William Gibson, inventando el subgénero llamado cyber-punk, en los ´80; después se habla de post-cyberpunk y existen también aportaciones españolas de calidad)[viii].
La novela es la epopeya de un mundo sin dioses, escribió György Luckács, sin reparar en que con el paso del tiempo la novela se haya convertido tal vez en la epopeya de un mundo sin epopeyas, y por tanto de un mundo en el que nada parece necesario, nada se impone con los caracteres de la fortuna o la desdicha irremisibles, y, en consecuencia, donde la novela ningún papel decisivo tiene finalmente que jugar -salvo, quizás, el de inscribir la crónica de su propia extinción. Las vanguardias de principios del siglo XX trataron de cambiar esto, trazando nuevos fines y ensayando nuevos caminos para la empresa literaria, pero de aquellas encarnizadas luchas contra el vacío (como escribió Mario Benedetti, de todos aquellos -ismos tan sólo nos queda el ab-ismo), tan solo nos queda la pura mecánica, formulada de manera definitiva por en la máxima Make it new, es decir, “Hazlo nuevo” (lo que sea, pero que sea “nuevo”).
De todo ello parece derivarse que tal vez sea un problema menos de la lógica interna de la creación literaria misma que de la naturaleza del mundo en que vivimos. Es, posiblemente, un mundo por describir y no un bloqueo de la capacidad descriptiva misma lo que echamos de menos hoy y lo que se hurta a la creación novelística, pues la novela no es, al fin y al cabo, más que expresión de un mundo, siempre y cuando haya un mundo que precise de ser expresado y no tan solo una realidad sin contornos ni anclajes claros y al mismo tiempo cerrada, perfectamente estructurada por dispositivos de poder y medios de comunicación de masas y en la cual no hay ya fines dados que satisfacer en el transcurrir de la existencia particular o colectiva, sino que se combinan a la vez, como dice el sociólogo Nicklas Luhmann, una elevada arbitrariedad con un incremento nunca visto de la especificación, especificación a la vez vital, social y profesional.
La novela era una manifestación de esa burguesía liberal que conoció su “extraña muerte” en 1914, y el hecho de que haya sobrevivido valiéndose de una cierta reconversión industrial no garantiza nada seguro para el futuro. En una situación como esta, la literatura en general atraviesa una crisis que, ciertamente, puede ser considerada como un peligro, pero no menos también como una oportunidad ¿Quién sabe qué inéditas visiones, qué desconocidos panoramas pueden conquistarse para la ficción en el porvenir de una práctica secular como lo es la literatura precisamente en su momento de mayor incertidumbre, y por tanto también cuando en mayor necesidad se halla de abrirse a horizontes enteramente nuevos y distintos?
De ser así, entonces habitamos una coyuntura muy interesante para la historia de las letras, que es tanto una historia y una acción de la escritura literaria como una historia y una acción del destinatario final de la misma, que es la conciencia lectora de cada uno o de la sociedad receptora de la obra escrita. Sería difícil de concebir la confección de un libro que repudiase a la totalidad de sus posibles lectores, aunque algunos movimientos románticos hayan hecho creer algo parecido a sus partidarios a fin de generar un conveniente halo de misterio y esoterismo en torno a sus producciones. Realmente, solo en el marco de su recepción existe la obra, pues la naturaleza misma del arte es el diálogo, y un diálogo al que estamos todos llamados por igual a participar para la mejora moral y también lúdica y estética de nuestro mundo. Jules Michelet escribió:
“El triunfo universal de la prosa sobre la poesía, que, después de todo, sólo anuncia un progreso hacia la madurez, hacia la edad viril del género humano, se ha interpretado como signo de muerte (…) La prosa es la forma última del pensamiento, lo que está más alejado de la ensoñación vaga e inactiva, lo que está más cerca de la acción. El paso de la poesía a la prosa es un progreso hacia la igualdad de las luces; es una nivelación intelectual.”
Fundamentalmente, leer presupone la creencia metafísica de fondo de que -como solía afirmar Leibniz-, el universo de lo posible es enormemente más amplio y diverso que el universo de lo real. Hacer lo posible real sin que lo posible deje de ser posible en la imaginación del hombre, someter a crítica al mundo sin por ello perder el sentido del juego y de la belleza, eso es lo que ofrece la literatura del tipo que sea, pues sin duda es y ha sido siempre una forma mayor del pensamiento. Si se mira bien, toda gran novela ha pivotado sobre un precario equilibrio entre la comicidad y la solemnidad, y quizá sea más la primera que la segunda la que la salve mañana. Ese equilibrio sigue suspendido en nuestra propia existencia como seres sociales, pues, como escribía Virginia Woolf en el revolucionario Un cuarto propio: la novela, es decir, el trabajo imaginativo, no se desprende como un guijarro, como puede suceder con la ciencia; la novela es como una telaraña ligada muy sutilmente, pero al fin ligada a la vida por los cuatro costados.
Pero lo importante, en cualquier caso, en este momento, es constatar aquí que desde el Oroonoko o el esclavo real de Aphra Behn[ix], en 1688, hasta La subasta del lote 46 de , en 1966, por tomar dos ejemplos, la novela ha sido la voz del cambio -cuando no la portavoz de la marginalidad-, el instrumento de la denuncia, y el taller humanístico y humanitario (ficticio, si se quiere, pero ficción no se opone necesariamente a realidad) de la inteligencia mundial. Puede ser el fin del principio, y no el principio del fin[x]. En nuestras manos esta que, valiéndonos de ella, estemos en condiciones de responder a la urgencia de Antonio Gramsci, el cual se preguntaba en algún lugar de sus profusos escritos: ¿Vencerán finalmente los mosqueteros o el taylorismo?.
[i] Murieron o se volvieron locos también pintores, músicos, escultores (el poeta futurista Guillaume Apollinaire, por ejemplo, había muerto dos días antes de la firma de la paz)… Otros salvaron milagrosamente el pellejo, como el praguense Jaroslav Hasek, desertor y con el tiempo bolchevique, que escribió entre 1920 y 23 las famosas Aventuras del bravo soldado Svejk. George Bernard Shaw publicó en 1914 un manifiesto exhortando a los soldados de todos los ejércitos del mundo a que disparasen a sus oficiales y se marchasen después a casa. De la literatura concerniente al conflicto, destacaremos aquí tan sólo El final del desfile de Ford Madox Ford (como Hasek, reconocido bígamo), recientemente publicada por Lúmen, Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque, y Adiós a todo eso -pero esta no es una novela, desgraciadamente- del polígrafo Robert Graves. También existe una formidable película de Gilles Mackinnon titulada Regeneración –d 1997- que trata el trauma de guerra de los grandes poetas hospitalizados en psiquiátricos de esta generación.
[ii] Marcel Proust era rico, independiente y snob. Era antisemita y vanidoso. Era hipocondríaco y padecía asma. Dormía hasta las cuatro de la tarde y pasaba la noche entera despierto, escribiendo. Desde el punto de vista literario era un hombre absolutamente carente de escrúpulos que estaba dispuesto a usar tanto la persecución como el dinero a fin de inspirar artículos encomiásticos sobre sus obras, dice en Mi tío Oswald, omitiendo que también, desde ese mismo punto de vista literario, era un consumado maestro.
[iii] Aunque, en realidad, el primer relato de ciencia-ficción moderno (puesto que excursiones extraterrestres y otras fantasías de parecido estilo se han escrito desde la antigüedad: mirar Viajes a la luna en ERL ediciones, presentado por García Gual) es El último hombre de Mary Shelley, de 1826: puro romanticismo, pues.
[iv] Ya antes Julio Verne en Cinco semanas en Globo escribía: Además -dijo Kennedy-, una época en la que la industria utilizará todo en provecho suyo tiene que resultar particularmente molesta. A fuerza de inventar maquinas los hombres serán devorados por ellas. Siempre me he imaginado que el último día del mundo será aquel en que una inmensa caldera, calentada a tres mil atmósferas, haga saltar nuestro planeta.
[v] Lo damos tal como aparece en wikipedia: “Césaire acuñó este término en el número 3 de la revista L’étudiant noir (El estudiante negro). Con el concepto se pretende reivindicar la identidad negra y su cultura, en primer lugar frente a la cultura francesa dominante y opresora, y que era además el instrumento de la administración colonial francesa (Discurso sobre el colonialismo, Cuaderno de un retorno al país natal). El concepto es retomado más adelante por Léopold Sédar Senghor, que profundiza, oponiendo la razón helénica a la emoción negra. Por otro lado, la negritud es un movimiento de exaltación de los valores culturales de los pueblos negros. Es la base ideológica que va impulsar el movimiento independentista en África. Este movimiento transmitirá una visión un tanto idílica y una versión glorificada de los valores africanos. El nacimiento de este concepto, y el de la revista Présence Africaine (en 1947) de modo simultáneo en Dakar y París tendrá un efecto explosivo. Reúne a jóvenes intelectuales negros de todas partes del mundo, y consigue que a él se unan intelectuales franceses como Jean Paul Sartre, quien definirá la negritud como la negación de la negación del hombre negro. Uno de los aspectos más provocadores del término es que utiliza para forjar el concepto la palabra nègre, que es la forma despectiva de denominar a los negros, en lugar de la estándar noir, mucho más correcta y adecuada en el terreno político. Según Senghor, la negritud es el conjunto de valores culturales de África negra. Para Césaire, esta palabra designa en primer lugar el rechazo. Rechazo ante la asimilación cultural; rechazo de una determinada imagen del negro tranquilo, incapaz de construir una civilización. Lo cultural está por encima de lo político. A continuación, algunos escritores negros o criollos criticaron el concepto, al considerar que era demasiado simplificador: El tigre no declara su tigritud. Salta sobre su presa y la devora (Wole Soyinka). El propio Césaire se apartó del término, al considerarlo casi racista. De cualquier modo se trató de un concepto que se elaboró en un momento en el que las élites intelectuales indígenas de raza negra, tanto antillanas como africanas se encontraban en la metrópoli, y tenían unos puntos en común bastante difusos (color de piel, idioma colonizador) y sobre los que no resultaba sencillo establecer vínculos. De hecho, algunos autores opinan que se trató más de relaciones de amistad personal las que forjaron unas identidades comunes que no existían en la realidad. Se considera en general a René Maran, autor de Batouala, precursor de la negritud”. A ello añadimos que, por analogía o por contagio, se conocen también como escritores de la “negritud” a aquellos norteamericanos menos radicales que después de la segunda guerra mundial escribieron sobre el mundo afromericano en EEUU, a veces en la forma de novela policiaca. Chester Himes, por ejemplo, que así lo hizo, en 1953, siguiendo el ejemplo de otros escritores americanos viajeros, como Ernest Hemingway, comenzó a pasar largas temporadas en Francia, hasta que en 1956, cansado del racismo de su país de origen, se instaló permanentemente en París, en donde coincide con los también escritores afroamericanos Richard Wright y James Baldwin.
[vi] Hobsbawn afirma en La era del capital que todo gran novelista decimonónico podría ser adaptado a una serialización dramática en televisión, y también puede decirse, a la inversa, que toda buena serie dramática de TV le debe todas sus claves y códigos narrativos a las novelas del XIX, por no hablar de la gran pantalla.
[vii] No obstante, el policiaco más político y original ha sido y será español: se trata de la excelente saga de Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán, imprescindible para conocer nuestra historia reciente.
[viii] Este fenómeno merece un comentario más largo.. El prestigioso escritor Kingsley Amis, nombrado sir en 1995, en su ensayo El universo de la ciencia-ficción (New maps of hell. A survey of science fiction, en castellano en Editorial Ciencia Nueva) ponía en una fecha tan temprana como 1960 ambos géneros en relación: En uno y otro la idea o intriga se impone a la caracterización del personaje, y tanto la moderna ciencia ficción como la novela policiaca, excepto alguna perteneciente al género llamado de “suspense”, proponen esta intriga al lector como un enigma a resolver. No es una pura coincidencia -como iba a serlo- que desde Poe a Fredric Brown, pasando por Conan Doyle, el escritor de un género esté siempre relacionado en algún modo con el otro (pg. 29). Asimismo, recuerda que en lo que se refiere a la aparición de los escritores serios, no se me ocurre más que constatar que si en 1930, para escribir ciencia ficción hacía falta ser un chalado, incapaz de cualquier otra cosa, en 1940, por el contrario, uno podía considerarse un joven normal que estrenaba una carrera, en el sentido de que se pertenecía a una generación nacida cuando la ciencia ficción no existía (pg. 43). Y, más adelante, se atreve a aludir a “un papel suplementario de la ciencia ficción en cuanto género literario: el papel de forum, cuando no de podium, en el que pueden confrontarse las diferentes opiniones acerca de lo que sucedería, caso de sobrevenir el hundimiento de nuestro sistema social. El autor que quisiese dar su opinión al respecto no podría recurrir a otro género que no fuese la ciencia ficción; poco adelantaría trasladándose a la época de la Peste Negra o a algún pueblo maldito del Oriente Medio. Este género de preocupaciones, repito, no es índice de ninguna cualidad moral o literaria superior, pero no me parece que ambas cosas sean independientes (pg. 127). En efecto, la llamada “ciencia ficción” (un nombre ahora obsoleto, y más válido para el subgénero de superhéroes, paradigmáticamente para Los cuatro fantásticos, puesto que acentúa el poder taumatúrgico, mágico, de la ciencia), o literatura de anticipación, vive en la constante ambición de sobrepasar el ámbito de la “experiencia posible”, que describe la filosofía, para soñar las experiencias-aún-por-hacer, de tal manera que define al hombre y al universo por lo que será, y no por lo que es o lo que fue. Tal vez por eso es un género exclusivamente occidental, nacido de la ideología del progreso indefinido pero que rápidamente ha girado hacia la crítica de éste –postulando un progreso en negativo, donde en muchos casos la tecnología deriva en opresión y miseria. Cuando esta literatura es capaz, no de prolongar el presente vaticinando su previsible porvenir, sino de imaginar un futuro enteramente distinto del mundo tal y como lo conocemos, entonces realiza una tarea no pequeña para el arte: contrastar nuestros prejuicios con los de un mundo totalmente otro del que habitamos, de modo que comprobemos, como en una suerte de experimento mental, qué constantes de la existencia conocida resisten la prueba y cuáles no, si es que permanece alguna. De ahí que también Amis afirme que pese a todo lo que se ha dicho sobre el asunto, el papel de la ciencia ficción como fuerza educativa está todavía gravemente subestimado (pg. 93). Sería este un papel intempestivo en el lenguaje de Nieztsche, en el sentido de lo que está “fuera de” el tiempo presente como a lo que esta “más allá de” e incluso “contra” el tiempo presente, siendo este “tiempo presente” precisamente el único sobre el que la crítica intempestiva debe y puede aplicarse, es decir: la “inactualidad” -que es otra de las traducciones, menos afortunada quizás, del vocablo usado por Nietzsche-, no aboga por ninguna utopía pasada o futura, sino que representa un punto de vista diferente y tranversal sobre este mismo presente.
[ix] Aunque hemos empezado con una, apenas hemos hablado aquí de la relevancia de las mujeres para la novela. Gertrude Stein dijo que las diferencias entre las escritoras del siglo XIX y las del XX residían en que las primeras sólo sabían hablar de sí mismas, mientras que las segundas habían aprendido definitivamente a hablar sobre otras cosas. Por su parte, Monica Monteys escribe que la onda expansiva que las teorías freudianas han producido en la literatura moderna ha dado como resultado historias comprimidas y extraviadas en las que ya sólo pueden reflejarse seres suspendidos y agotados, personajes que no sólo crecen y se forman en el ámbito del pensamiento literario de su tiempo, sino que se desarrollan, sobre todo, en el terreno de lo prohibido y lo secreto. Han tenido que transgredir para poder reconocerse, por fin, en ese espacio que antes les estaba negado. Son criaturas errabundas, sesgadas, cuyos fragmentos palpitan en los otros y se contraen en las conciencias ajenas, seres resquebrajados que, como la señora Dalloway, Lolita o Molly Bloom, deambulan por realidades escindidas en busca de un sentido que justifique sus vidas. A diferencia de las heroínas del siglo XIX, las del XX han instalado el saber en su interioridad y han aprendido a descifrarlo, lo que significa que éste ha dejado de ser sólo causa de sufrimiento para convertirse en un medio para intervenir. En la modernidad, ya no hay personajes literarios capaces de vivir grandes pasiones, sino una oscilante superficie en donde confluyen percepciones, estados de ánimo y representaciones psíquicas. Sin duda, es ésta una de las principales aportaciones de la novela moderna a la literatura de nuestro tiempo (Heroínas de ficción, VVAA, pg. 231). Y, en el mismo volumen colectivo, añade algo significativo para nosotros los lectores contemporáneos, que nada nos obliga a detenernos en la función puramente receptiva: Isaac Dinesen dijo en una ocasión que cualquier pena puede soportarse si se mete en una historia o si se cuenta una historia acerca de ella. Ellen Olenska -de La edad de la inocencia de Edith Warthon- soportó su pena porque fue capaz de contarse su propia historia sólo a sí misma.
[x] Apenas hemos hablado del gigantesco fenómeno de la literatura de la descolonización, que estalló tras la segunda guerra mundial en todo el globo no sin abundantes galardones que atestiguan hasta hoy su mérito tanto como la conveniencia política de otorgarlos. O de la novela gráfica, que en los ´80 ha querido desplazar en EEUU el álbum europeo en el mundillo –fandom– del comic, con no pequeños logros. Queden para otra ocasión…
Imagino a alguien joven o mayor o de mediana edad leyendo estos artículos en alguna playa o en cualquier barrio un poco vacío o en un pueblo de cualquier tamaño, justo al final del verano. Gente solitaria quizá que, de pronto, emplea el tiempo en seguir el rastro de cada autor en cada hipervinculo, en morder un poco los textos quizá para devorar alguno entero o quizá para seguir saboreando muchos más.
Todo desde una tableta que puede llevarse a cualquier sitio y donde todo está al alcance de un dedo.
Una línea de puntos posible que, al final, quizá dibuje algo distinto en la mirada de cada lector o lo conecte de otra forma con lo que no conocía y sin embargo tenía que ver con él.
Dos articulos estupendos Oscar.
Ese lector, sin duda, eres tú; a ver si hay más… Gracias.