Aunque esté mal decirlo, he llegado a pensar que todos los alemanes, no sólo los artistas que vivimos en Tacheles, somos okupas. Siempre he creído que los libros de historia mienten, que las cosas no son como nos las han contado. Y con esto no me refiero al hecho de que Israel intervenga en nuestro sistema educativo supervisando la enseñanza del Holocausto. No, me refiero a Bonaparte. Napoleón no pudo ser francés: el corso era tan alemán como Bismarck, como Merkel. Sólo así se explica que por nuestras venas corra con tanta fuerza la pulsión del conquistador. Viene de antiguo. Por desgracia, las ínfulas invasoras de nuestros antepasados nos salieron caras. Como es sabido, los aliados partieron el país por la mitad. Los alemanes perdimos el derecho a vivir en nuestra tierra. En ese sentido, somos okupas en nuestras propias casas, tan okupas como los sirios, pongamos por caso.

Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que no me sorprendiera lo más mínimo lo que me encontré al volver a la casa que mis padres tienen en Schöneberg. Uno vuelve con sus padres como los alcohólicos a la botella. Al principio finge que no es una recaída, que controla, pero en el fondo sabe que todo acabará en tragedia. El caso es que mi padre, a quien hacía años no veía, llevaba tiempo diciendo que algo iba mal en la casa. La última vez que hablamos por teléfono dijo que había pasado algo. Parecía aturdido, titubeaba. Y por fin: Tenías razón, Rudi. La casa se hunde. Eso me heló la sangre, claro. Mi padre habría preferido la horca a darme la razón en algo. Se ponía malo cada vez que me oía con la misma cantinela. Que si los alemanes somos funámbulos. Que si no tenemos un suelo bajo los pies. Que caminamos sobre el vacío… Hasta que un día: Te puedes ir todo lo lejos que quieras, hijo, pero, aquí están tus raíces. No hace falta que vuelvas. Aquella última frase abrió un Mar Rojo entre nosotros. La dijo sin rencor, sólo cansado. Sin sospechar que ninguno de los dos sería capaz de hacer de Moisés en años. Ignorando que estaba trazando una línea divisoria, como la línea Óder-Neisse que aparece en los mapas que avergonzaron a nuestros abuelos. Como la línea Mason-Dixon. Hay padres peores, eso es indudable. Algunos incluso abandonaron a sus hijos en el Gólgota. Yo, en cambio, no recuerdo mi casa como un calvario. Al contrario. Así que, cuando me abrió la puerta, le di un abrazo. El hombre estaba pálido, completamente desencajado. Sin mediar palabra, me llevó al salón y señaló la alfombra. Debajo, indicó (la retórica, para qué nos vamos a engañar, nunca ha sido lo suyo). A lo mejor lleva mucho tiempo ahí y no me he dado cuenta hasta ahora, que ya no bebo. Dijo esto último para el cuello de su camisa. Como avergonzado. Al ver que permanecía inmóvil, levantó la alfombra con sumo cuidado, como si fuese cristal de Bohemia, o una granada de mano, dejando al descubierto aquella nada, ese abismo, que se había abierto en medio del salón.

Pese a que la magnitud de la negrura era considerable, no creí que la existencia de la casa, la existencia fáctica, que diría Heidegger, pudiera estar comprometida. Mi padre, en cambio, estaba muy asustado. Hasta el punto de que había solicitado un peritaje. Mira, lee el informe del perito: “… las múltiples grietas que han ido apareciendo en la casa (especialmente, las de 45º en fachada y tabiques interiores, y las que tienen forma de escalera en uno de los muros de carga) tienen que ver con el suelo sobre el que se asienta la casa. El terreno sobre el que se sustenta la misma es un suelo arcilloso compuesto por limos y yesos. Debido a la humedad, el yeso ha perdido la consistencia, las arcillas se han expandido, con lo cual el terreno ha colapsado”. Es por el nivel freático, dijo el perito, según mi padre. Sí, no pongas esa cara. Aquel documento tenía pinta de ser científico (no en vano, llevaba la firma de un técnico), pero a mí me sonaba a ciencia ficción: El nivel de las aguas subterráneas sube y el terreno deviene expansivo, colapsable. Había oído que el universo se expande, que el afán expansivo de los alemanes no conocía límites, pero ¿el suelo? Parecía una broma. ¿Es por el Spree?, pregunté. Quién sabe. Podrían ser afluentes de ríos más lejanos. Del Danubio. El Vístula. El Dniéster. Tal vez del Volga. Todo el mundo sabe lo que arrastran estos ríos. Pero eso no es lo peor, Rudi… Lo más preocupante es que el perito cree que la casa está levantada sobre un tipo de tierra distinto al de los vecinos, aunque esto último no lo escribió en su informe, ¿quién se atrevería a firmar algo así?

En ese punto, pensé: ya está, está pasando. Siempre he sabido que llegaría el día en que su afición por la bebida le acabaría pasando factura. Desde luego, su razonamiento no parecía discurrir por los raíles de la realidad. Seguramente, su cabeza se había ido deslizando cada vez un poco más hacia el margen, pensamiento a pensamiento, hasta que un buen día se encontró razonando desde el otro lado. Una pena, ya que decía llevar más de seis meses en el dique seco. Ven, Rudi, asómate a la ventana. Mira, desde aquí se ve perfectamente a los Graf. ¿Por qué demonios su casa no se hunde? ¿Es que su suelo no es colapsable?, ¿su trozo de Alemania no se expande? Desde luego, aquel borracho sobrio estaba en lo cierto. La casa de los Graf era completamente distinta. Era la típica casa alemana, como de pan de jengibre. Parecía recién salida de uno de esos pueblos Potemkin. Y al jardín no le faltaba un detalle. Había aspersores, fuentes estilo Versalles, coloridos arriates, niños jugando con pistolas de agua, incluso esos gnomos que se habían puesto de moda. ¿El agua que salía de los aspersores era turbia como la del Vístula a su paso por Varsovia? No parecía. Tenía pinta de estar limpia y cristalina como el agua de Lourdes. Lo único que desentonaba en aquella postal era el césped, inequívocamente artificial.

Pero no fue aquel verde postizo lo que me perforó el pecho con la delicadeza de un piolet. La leve punzada de dolor que sentí tampoco se debía a lo amarillento de los visillos, acumulado con paciencia y tesón desde que madre dejó de lavarlos. Fue precisamente su recuerdo el que entonces sentí clavado en mi alma como un picahielos. Ese gesto de mirar a los vecinos era típico de ella. Se pasaba el día en la ventana, tomando nota con los ojos de todo lo que veía, como si fuera informadora de la Stasi, sólo que, en teoría, la Guerra Fría había acabado y hacía años que vivíamos en Berlín Occidental. Bien pensado, yo diría que ése era su único vicio, un mal hábito que arrastraba desde aquella época. Cuando la pillaba espiando a los vecinos, se sonrojaba como una niña. Sentí un escalofrío al rozar la cortina de cretona tras la que solía esconderse. Su mundo se había hecho cada día un poco más pequeño, hasta el punto de que apenas se despegaba de la ventana. Al final no hizo ruido.  Como se suele decir, se fue apagando. Vestía tonos cada vez más claros y sus vestidos acabaron siendo prácticamente indistinguibles del estampado de aquellas cortinas. Era como esos insectos que se camuflan tan bien, se mimetizan con el ambiente que los rodea de un modo tan perfecto, que logran pasar completamente desapercibidos. Sentí que, de alguna manera, se había quedado a vivir ahí, en ese manto en que solía envolverse. Por pura coherencia. Y esa forma de existencia, si bien mínima y rudimentaria, era mejor que nada.

De niño pensaba que el tiempo se había detenido en aquella casa. Que el empapelado de la pared del salón era como un papel atrapamoscas, sólo que las moscas que se habían quedado pegadas éramos nosotros. Tal vez debido a la humedad, volví a tener ese sentimiento pegajoso. Esa tristeza viscosa. Padre estaba preocupado por el boquete del salón, pero en el fondo sabíamos que la piedra angular de aquella casa, el auténtico pilar, era madre. Estoy convencido de que la casa comenzó a hundirse cuando ella murió. Yo me fui poco después. Entonces ya notaba que el suelo estaba perdiendo pie. Los de Alemania Occidental dan por sentado que las paredes no tienen oídos, solía decir madre. Y aunque nunca vi micrófonos en los tabiques o en el techo, estaba convencido de que si pegaba la oreja al papel, podría oír con claridad todas las conversaciones que aquellas paredes habían registrado, todos los sonidos que seguían ahí, atrapados en aquel papel estampado como las cortinas. Como mi madre. No tenía más que apoyar el oído en la pared y podría escucharlo:  las marchas militares, El ocaso de los dioses, Las valquirias… Tal vez incluso podría escuchar su voz… Como un niño, cogí un vaso de la cocina y lo puse en la pared para escuchar lo que se oía al otro lado. El vaso es un instrumento de espionaje doméstico. También es lo que se utiliza para jugar con la Ouija. Tenía que funcionar…

Lo he visto antes, Rudi, dijo padre sacándome de mi ensimismamiento. El socavón. Pensé que lo había sacado de las historias que me contaba tu abuelo. Concretamente, del barranco de Babi Yar o la Guarida del Lobo. Pero no. Lo vi en la Lusacia, en la mina que acabó tragándoselo … Por lo que te habían contado,  el abuelo se había dejado la columna en una mina de lignito. Apenas vi a mis padres, te contó tu padre un día cuando todavía eras pequeño. Se mataron a trabajar, los pobres. Cuando seas mayor oirás muchas cosas, pero recuerda esto: tus abuelos también fueron ofrendas. Lo suyo también fue un holocausto. A mí entonces todo eso me sonaba a chino; sin embargo, años después sentí la necesidad de traducir esa frase. Por alguna razón, todo el mundo repetía esa palabra tan rara: Holocausto. La oí miles, millones de veces más después de aquel día, aunque nunca emparentada con la vida de mis padres y abuelos. Admito que no esperaba toparme con lo que decía el diccionario. La palabra aludía, por supuesto, a esos montones de cuerpos quemados que todos hemos visto, pero, para mi sorpresa, también remitía al amor: “Acto de abnegación total que se lleva a cabo por amor”: Holocausto: Sacrificio, expiación: Ofrendas.

Mi padre evitaba hablar de la guerra, y eso que jamás guardó camisas pardas ni brazaletes rojos en su armario. Recuerdo que de niño me gustaba librar cruentas batallas con migas de pan. Jugaba a Verdún, al Somme. Lo que le había oído al abuelo… Hasta que llegaba mi padre y los tanques de miga se convertían automáticamente en Stukas de la Luftwaffe al salir volando de un manotazo. Padre decía que la guerra era la industria que había sostenido la economía europea durante siglos. Y para alimentarla estaba la mina del abuelo y las de carbón o acero que proliferaron como setas por la cuenca del Ruhr. De ahí se sacaron las lápidas para los héroes de un bando, primero, y del contrario, después. Los alemanes, y luego los austriacos, los polacos, los checos, y también los rusos (los putos rusos, se le escapaba de vez en cuando a mi padre) fueron sólo mano de obra barata. Ha habido muchos cambios de patrón en esta industria. Al principio el capataz era alemán; después, americano o ruso. El pueblo sólo es la mano de obra necesaria para que la insaciable maquinaria siga en marcha. Las ofrendas.

Tu madre tenía razón, Rudi. La culpa es de gente como los Graf. Siempre nos miraron mal. Todavía me acuerdo del día en que nos mudamos a esta casa. Tu madre pasó a saludarlos, como gesto de buena vecindad. ¿Y qué hicieron ellos?, ¿cómo nos dieron la bienvenida? Pues no abriéndola. Seguramente, la confundieron con una Testigo de Jehová. O con una vendedora de Avon. Fue hace mucho tiempo, pero creo que no se equivocaba lo más mínimo. Ella decía que de acero nada. Que el famoso telón no era más que una cortina de humo. Los verdaderos muros, decía, son invisibles. Y no separan el Este del Oeste… Bueno, ya sé que en la RDA hemos mamado lo de la lucha de clases, pero te diré una cosa: tu madre y yo vivimos más en la RDA cuando nos instalamos en Berlín tras la caída del Muro que cuando estábamos en el Este. La verdad es que fuimos muy felices allí. ¿No veías a tu madre siempre cosiendo? La Veritas era lo único que conservaba de la fábrica. Yo creo que se pasaba el día dando puntadas por pura nostalgia. Ostalgie. Pero aquí, ¿quién le dio trabajo? Nadie. No tuvo otra que quedarse cosiendo y pelando patatas. Aquí, en esta cocina, de forma prácticamente inapreciable, se fue convirtiendo en su madre.

En mi recuerdo (por lo demás, vago), me resulta muy difícil distinguir la piel de sus manos de las mondas de las patatas que pelaba. Allí, en esa cocina, pensaba en mi madre y me venía a la cabeza la imagen de esas mujeres escaldadas, con la piel a tiras, que sobrevivieron a Hiroshima o Chernóbil. Recuerdo que siempre andaba con la cabeza gacha. Antes creía que se pasaba el día rezando en silencio. Implorando (a Dios o al Partido no sabría decir). Pero, por lo que decía padre, parece que en realidad su cuello esperaba el golpe de gracia. Antes de venir a Berlín tu madre era feliz, aseguró. Todavía recuerdo cuando en 1959 salió a la calle gritando: FUERA EL LIPSI, VIVA ELVIS… ¡Cómo nos reímos! Aunque no lo creas, siempre se estaba riendo. Hasta que vino aquí y dejó de hacerlo. ¿Sabes por qué? Por gente como los Graf…

Pero ¿tú te escuchas? Ahora va a resultar que toda la culpa es de los vecinos. ¿Y tú qué coño estuviste haciendo mientras ella se moría? Si tanta razón tenía madre, ¿cómo es que no le hacías el menor caso? ¿Por qué estabas todo el santo día fuera de casa, bebiendo? Podría decirte que para mí también fue duro, Rudi. Decían que éramos sus hermanos, pero en la práctica nadie quería dar trabajo a un Ossi. Ojalá me pasara eso ahora… A mis años, no me queda otra que trabajar. Con la mísera pensión no me alcanza para comer. Los principios fueron difíciles, ya lo creo. Y el veneno ruso era el combustible que me daba fuerzas para seguir buscando trabajo. Podría decirte que yo, que en la RDA apenas había probado el alcohol, empecé a beber por eso. También podría contarte que en la RDA llevábamos décadas aislados, como los del gueto de Varsovia, y al salir tuvimos que encarar hechos que no habíamos imaginado ni en nuestras peores pesadillas. Pero tampoco sería toda la verdad… Lo cierto es que en esa época empecé a ver de reojo la cavidad que se abría paso en el salón. El vodka, sencillamente, me ayudaba a no verlo. Tu madre, en cambio, no pudo permitirse el lujo de apartar la mirada, salvo en aquellos momentos en que se concedía una tregua y se dedicaba a mirar por la ventana.

Lo que no entiendo es qué pintan los Graf en esta historia, dije. ¿No te preguntas si ellos tienen también un socavón en el salón? No sé, padre, desde aquí, por mucho que mire, es imposible saberlo. ¡Exacto! Por eso mismo, un día me armé de valor y llamé a su puerta. Fueron muy amables, eso no puedo negarlo. Les conté que un día, haciendo limpieza, levanté la alfombra para sacudirla y, bueno, lo que ya sabes. ¿Por casualidad no sabrán a qué obedece su presencia? Sí, me salió así, Rudi, de una forma tan grandilocuente. No me preguntes por qué. A qué obedece su presencia… Creo que les sorprendió más esa manera de hablar en un paleto que el boquete, la cosa-en-sí. Los Graf se miraron, sopesando tal vez si debían hablar o si de lo que no se puede hablar es mejor callar. Tras unos segundos de silencio, el señor Graf dijo que seguramente tendría que ver con las reparaciones. Me explicó que los propietarios de todas las casas alemanas teníamos que hacer frente a una deuda de casi un siglo de antigüedad, una deuda que se remontaba a la época de nuestros abuelos. Sus padres, aseguró, habían pagado religiosamente. El montante de la deuda, y los intereses de los empréstitos, era tal que terminaron de pagar en octubre de 2010. El problema es que, tras la guerra, las personas que estaban empadronadas en la RDA optaron por no pagar. Es probable que lo que me cuenta tenga que ver con esa deuda no saldada, insinuó. Como no quería discutir, opté por no decir que los ciudadanos de la RDA pagaron con su carbón, con sus fábricas, con su mano de obra. Las ofrendas. Tengo una duda… ¿Lo de los empréstitos? Disculpe, señor Richter, trabajo en banca y a veces me olvido de que la persona que tengo enfrente… Qué va, no es eso. Lo que quería preguntarle es si ustedes tienen también un socavón en su casa. Bajo la alfombra. No me aguantaba más, Rudi, tenía que salir de dudas… Bueno, señor Richter, no creo que eso sea… Espera, Günter, no hay necesidad de ser descortés con nuestro vecino. Tienes razón, Magda. Disculpe, este tema de la deuda me pone un poco tenso, reconoció el señor Graf. El caso es que hace poco los bancos griegos nos reclamaron una deuda que ascendía a casi 300.000 millones. Me figuro que lo habrá visto en las noticias. Fue entonces cuando empecé a notar que el suelo perdía su firmeza, tenía la impresión de estar pisando arenas movedizas. ¿Y qué hizo? Me ayudaría mucho saber… Pues me puse las lentillas que me pongo para ir a trabajar y, después de unos días concentrado, logré no verlo. Pensé, ahora son los griegos. ¿Quiénes serán los siguientes?, ¿los turcos? ¿Hasta cuándo tendremos que estar pagando? Pienso que ocurre en todas las casas, no sólo en las europeas. Las mansiones de Hollywood, por no hablar de las dachas, también tienen sótano. Y armarios. Piénselo. Las guerras son siempre una operación inmobiliaria a gran escala. Primero hay demoliciones; luego reconstrucciones. Aceptamos a los turcos. Ahora vienen los sirios. ¿A reconstruirnos?, ¿a demolernos? ¿Hasta cuándo? Tenemos que defender nuestras casas… Nuestro espacio vital. ¡El Espacio Schengen! Se acostumbrará a su presencia, señor Richter. Cuando menos se lo espere, dejará de verlo. Ya veo, lo que usted viene a decir es que es mejor mirar hacia otro lado, no ahondar mucho en la negrura. ¿Y las aguas subterráneas, qué?, ¿qué pasa si el nivel freático sigue subiendo? He leído que han encontrado niveles insólitos de ansiolíticos y antiinflamatorios en el agua… Como si quisieran anestesiar al Spree con medicamentos, como si así fuera a dejar de doler… No hay que olvidar que Bayer es afluente de IG Farben. De la cruz gamada a la cruz verde no hay más que un paso… Ya está bien, intervino Magda, ¿hasta cuándo vamos a tener que hablar del nazismo? ¿Cree que sólo pasa aquí, en Alemania? Crezca de una vez, señor Richter: ¡Hay un socavón en todas las casas!

Aunque sonaba loco, a mí lo que dijo la señora Graf no me pareció tan raro. Igual que en los sótanos de algunas casas hay un aleph, también puede haber un anti-aleph que contenga sólo nada. Quién sabe. Sea como sea, antes de mi vuelta a Tacheles, padre dijo: Aquí tienes las escrituras de la casa. Prefiero que las tengas tú. Me hizo entrega del documento de forma solemne, como cuando Dios entregó las Sagradas Escrituras a Moisés, sólo que, aparentemente, aquellos papeles no contenían ningún mandamiento. Hablaban de los bienes raíces. Desde entonces me he preguntado si, a pesar de mi vocación de nómada, no sería yo también uno de esos bienes irremediablemente vinculados al suelo. Por lo que decía aquel documento, no se pueden mover sin llevarse parte de la tierra consigo… sin causar un daño irreversible al terreno. He vuelto varias veces a casa desde entonces, no fuera a ser que mi ausencia estuviera alimentando ese agujero.

Relato publicado originalmente en Quimera, Revista de Literatura en el número 392-393 (Julio-Agosto 2016).

Etiquetado en
, ,
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *