Cuando la ciencia entró de lleno en el tema de la mente a través de la psicología o de las neurociencias, se metió de lleno en problemáticas que llevaban tratándose por la filosofía desde hace más de veinticinco siglos. Los científicos se encontraron con el problema de la mente y, con él, llegaron al problema de la consciencia. Desconociendo la historia de la filosofía se lanzaron, muchas veces de modo muy ingenuo, a hacer filosofía, por lo que es común encontrar en libros de divulgación (único lugar donde a los hombres de ciencia les está permitido especular) capítulos llenos de confusiones y errores conceptuales, propios de autores, muchas veces muy brillantes, pero no demasiado duchos en lo que hablan. He leído en muchas ocasiones razonamientos muy laxos e imprecisos, en los que se usa el término consciencia con diversos significados (como sentience, representación, estado mental, etc.) sin establecer diferenciación alguna, lo cual conlleva a la postre, confusiones y embrollos muy graves. Así mismo he visto usar el concepto de autoconsciencia de modo harto equívoco, unas veces asemejándola a la autorepresentación y otras a “mismidad”, “subjetividad”, “intimidad”, etc. sin tener demasiado claro de qué se está hablando.
Si queremos enfrentarnos de modo científico al problema de la mente, la filosofía tiene una importancia capital. Antes de realizar un experimento tenemos que tener muy claro qué buscamos y cómo hemos de buscarlo, y para eso hay que tener una precisión conceptual de cirujano y unos claros preceptos epistemológicos. Vamos a hacer aquí un ejercicio de clarificación e higiene conceptual para, al menos, saber donde estamos. Definamos los términos clave:
Representación: cuando pensamos en un objeto del mundo que, en estos momentos, no está presente delante de nosotros, imaginamos una “imagen mental” en donde volvemos a presentar en nuestra mente el objeto recordado, re-presentamos el objeto. Hay muchas formas de hacerlo. La más típica es la “imagen visual”: yo vuelvo a “ver” en mi mente el objeto recordado. Pero también puede ser funcional: yo traigo a mi mente alguna información del objeto con la que hago algo. Tiene que quedar claro que representación no implica necesariamente consciencia. Mi ordenador hace muchísimas cosas con información que recoge del exterior y tiene almacenada en su memoria, sin que sea, para nada, consciente de lo que hace con ella.
Autorepresentación: cuando tenemos información de un objeto del mundo, siendo ese objeto algo que consideramos parte de nosotros mismos (habitualmente una parte de nuestro organismo como agente teleológico). Nunca puede confundirse, como a menudo se hace, autorepresentación con autoconsciencia. Mi ordenador tiene un indicador del estado de su batería. Cuando la batería está baja indica que hay que enchufar el cargador. Eso es una forma de autorepresentación que, de ningún modo, implica autoconsciencia. Mi ordenador, creo que todos estaremos de acuerdo, no tiene ningún tipo de autoconsciencia.
Consciencia: en inglés existe la palabra perfecta: sentience, es decir, la capacidad de sentir sensaciones, emociones, etc. Cuando me duelen las muelas soy consciente de ese dolor, siento ese dolor. Este es el gran enigma de la mente: ¿cómo y por qué la mente tiene estados conscientes? Y esto es, precisamente, lo que los ordenadores no tienen, a pesar de que tengan capacidad de representación y autorepresentación.
Autoconsciencia: más difícil todavía. Se la puede traducir por “mismidad” (y oponerse a “alteridad” u “otredad”). Significa ser consciente de que yo soy el sujeto de mis sensaciones, percepciones, sentimientos o pensamientos. Cuando me duelen las muelas, me duelen a mí y no a cualquier otro. La autoconsciencia es lo más difícil de explicar, principalmente porque saber que yo soy el sujeto de mis estados mentales no es claramente una sensación (tal y como sería el dolor de muelas o el olor de una flor) ni tampoco hace falta una inferencia lógica para deducirlo (no tengo que razonar para saber que las muelas me duelen a mí y no a otro). Es algo muy extraño, más bien fruto de una extraña intuición. Del mismo modo, tal y como criticaban los empiristas, no tengo ninguna percepción de ese sujeto, de ese “Yo” que tiene tal consciencia de sí mismo. Yo solo percibo colores, formas, sonidos… pero nunca a ese “Yo” que percibe. ¿Es una ilusión?
Autoconsciencia biográfica o narrativa: soy consciente de que tengo una historia, de que yo he sido el mismo desde que nací hasta el día de hoy y, en cuanto a tal, me relato a mí mismo mis andanzas biográficas. Téngase en cuenta que esto podría entenderse meramente como “autorepresentación histórica”: mi navegador de Internet tiene un historial en donde se indica todos los lugares de la red que visitó. Ese historial es una especie de “autobiografía” del navegador que no implica ni consciencia ni autoconsciencia. En este sentido, la autoconsciencia biográfica no parece tan enigmática como la autoconsciencia.
Cuando vemos por Internet vídeos de bebés o de primates reconociéndose ante un espejo, muchos se lanzan a decir que ya poseen autoconsciencia. Se precipitan: bébes o primates pueden tener capacidad de autorepresentación: saben que ese que hay delante del espejo es su propio organismo, pero de aquí, ¿puede deducirse que son autoconscientes tal y como hemos definido la autoconsciencia? No: podríamos diseñar una máquina que se reconociera ante un espejo pero que no fuera ni consciente ni autoconsciente de nada.
Lo dicho, la prueba de Gallup no es, para nada, concluyente:
http://elpais.com/elpais/2017/02/13/ciencia/1486985744_400157.html