“Un salvavidas contra el vacío”. No encuentro mejor definición de lo que puede suponer la cultura, el conocimiento, para un individuo concreto en cualquier época de la historia. De lo que unos padres pueden trasmitir a sus hijos con un cierto tipo de educación que siempre comenzará en casa, peleando contra el aburrimiento y los caprichos de las modas, contra el hedonismo de corto alcance que es consustancial a los humanos desde la niñez.
Hubo un tiempo o, más correctamente, siempre ha habido ciertas personas en cualquier tiempo (también ahora mismo) que han desafiado las imposiciones del momento educativo y de forma autodidacta han decidido enseñar a sus hijos lo básico: leer y escribir, mirar. Han desdeñado las actividades extraescolares si no eran perseguidas con una pasión concreta y han preferido leer en alto algunos textos, ver juntos algunas películas, empeñarse en que algunas ideas o relatos fuesen correctamente puestas por escrito, jugar a algo realmente divertido, dejar experimentar también el tedio para aprender a emerger de él como quien saca la cabeza del agua y es consciente de la frescura del aire. Quizá aprender griego para leer a Platón pero no chino porque esté de moda; quizá aprender baile o música o hacer deporte para divertirse o por pasión pero nunca porque es lo que hace todo el mundo o como forma de matar el tiempo cuando no se sabe qué hacer con él.
Aprender para gozar de algunos regalos inesperados que van unidos a los caminos que surgen de dentro, que de verdad responden a lo que se quiere o a lo que se necesita. Descubrir desde el principio que la vida va en serio y que las elecciones son significativas en un mundo que nunca será demasiado plácido, que siempre habrá que tolerar y valorar como es, aunque se quiera cambiar, sin impugnar el presente, que siempre será lo único que tengamos.
Leer a Steiner de madrugada, después de pisar la ciudad mojada y vacía, de tratar de dar un poco más de aire a un viejo anegado que todavía quería vivir. Las manos que nos sostienen, los vivos y los muertos, la red que nos sustenta en el vacío. La fascinante erudición que algunos pudieron conseguir en una universidad verdadera y desde la que irradian una serenidad posible que llega como un rayo de luz y conecta tiempos y expectativas…
“(…) Mis padres abandonaron Viena en 1924. Partiendo de unas circunstancias sumamente precarias, de un medio checo-austríaco próximo al gueto, mi padre se convirtió en una eminencia a velocidad meteórica. La Viena antisemita, cuna del nazismo, era en ciertos aspectos una meritocracia liberal. Mi padre había conseguido un puesto importante en el Banco Central Austríaco, con fiacre (coche de punto) incluido. El joven Herr Doktor tenía una brillante carrera por delante. Con inexorable clarividencia, mi padre presintió la inminencia de la catástrofe. El odio a los judíos, doctrinal y sistemático, bullía y acechaba bajo el deslumbrante liberalismo de la cultura vienesa. El mundo de Freud, de Mahler, de Wittgenstein era también el del alcalde Lueger, réplica exacta de Hitler. Los lunáticos orígenes del nazismo y la «solución final» son más austríacos que alemanes.”
“(…) El orgulloso judaísmo de mi padre estaba, como el de Einstein o el de Freud, teñido de agnosticismo mesiánico. Destilaba racionalidad, promesa de ilustración y tolerancia. Le debía tanto a Voltaire como a Spinoza. Las fiestas religiosas, particularmente el Día de la Expiación, se respetaban en mi familia no tanto por motivos teológicos o doctrinarios como por ser citas anuales de identificación con una madre patria en tiempos milenarios.
En virtud de lo que acabaría por convertirse en insostenible paradoja, este judaísmo de esperanza laica buscaba en la filosofía, la literatura, la erudición y la música alemanas sus garantías talismánicas. La metafísica y la crítica cultural alemanas, de Kant a Nietzsche, pasando por Schopenhauer, los clásicos de la poesía y el teatro alemán, los grandes historiadores como Ranke, Mommsen y Gregorovius abarrotaban los anaqueles de la biblioteca de mi padre. La metafísica y la crítica cultural alemanas, de Kant a Nietzsche, pasando por Schopenhauer, los clásicos de la poesía y el teatro alemán, los grandes historiadores como Ranke, Mommsen y Gregorovius abarrotaban los anaqueles de la biblioteca de mi padre. Al igual que las primeras ediciones de las obras de Heine, en cuyo incisivo humor, en cuyo destino escindido y ambiguo, en cuyo virtuosismo exiliado, tanto en alemán como en francés, mi padre veía el espejo profético del judaísmo europeo moderno. Como tantos judíos alemanes, austríacos y centroeuropeos, estaba atrapado por Wagner. Durante su brevísimo paso por el ejército en Viena, el año 1914, montó un caballo llamado Lohengrin; más tarde se casó con una mujer llamada Elsa. Era, sin embargo, el legado completo de la música germanoaustríaca, eran Mozart, Beethoven, Schubert, Hugo Wolf y Mahler quienes poblaban la casa”
(…) “Sólo en las cartas de Gershom Scholem, publicadas póstumamente, he encontrado la misma nota de desesperada lucidez y de alarma. Una y otra vez, incluso antes de 1933, mi padre hizo cuanto pudo por prevenir, alertar, por despertar la necesidad del exilio no sólo entre aquéllos a quienes mi madre y él habían dejado atrás en Praga o en Viena, sino también entre los miembros del establishment político-militar con quienes había entrado en contacto por medio de sus negocios internacionales. Su «pesimismo», sus «pronósticos alarmistas» no suscitaban oficiosamente más que hostilidad o desprecio. La familia y los amigos se negaban a acuerdo razonable con Herr Hitler. Las desavenencias pasarían pronto. La era de los pogromos había concluido. En los círculos diplomáticos y ministeriales mi padre era considerado como una tediosa Casandra con tendencia a sufrir los proverbiales ataques de histeria judía. Mi padre vivió la amarga década de 1930 como un hombre atrapado en una tela de araña, repartiendo golpes a diestro y siniestro, y enfermo del corazón. Sentía, además, una pena íntima y constante.”
“(…) Más tarde llegué a comprender la enorme inversión de esperanza contra esperanza, de atenta inventiva, que mi padre realizó en mi educación. Y ello durante años de tormento público y privado, cuando la amarga necesidad de construir un futuro para nosotros a medida que el nazismo se aproximaba lo destruyó emocional y físicamente. Todavía me asombra la cariñosa astucia de sus mecanismos. Nunca se me permitía leer un nuevo libro hasta que no hubiese escrito y sometido a la valoración de mi padre un informe detallado del libro que acababa de leer. Si no había comprendido determinado pasaje —después de que mi padre hiciese su propia interpretación y aportase sus sugerencias—, tenía que leérselo en voz alta. En ocasiones, la voz puede aclarar un texto. Si seguía sin entenderlo, me obligaba a copiar el pasaje en cuestión, y, con ello, aquel filón acababa normalmente por entregarse.
Aunque yo apenas era consciente de aquel esquema, mis lecturas se repartían de manera equilibrada entre el francés, el inglés y el alemán. Mi formación fue absolutamente trilingüe, y el entorno, siempre políglota. Mi radiante madre empezaba una frase en una lengua y la terminaba en otra. Una vez a la semana, una diminuta escocesa venía a casa para leer a Shakespeare conmigo. Entré en aquel mundo, no sé bien por qué, por medio de Ricardo II. Hábilmente, el primer parlamento que me obligaron a aprender de memoria no fue el de Gaunt, sino la despedida de Mowbray, con su mordiente música de exilio. Un académico refugiado me dio clases de latín y griego. Olía a jabón blando y a tristeza.”
“(…) Éste es el quid de la cuestión. Un lector (o espectador, o auditor) competente, dotado, en el caso de la literatura, de conocimientos histórico-lingüísticos, idealmente sensible a las vidas polisémicas y metamórficas de la lengua, intuitivo e inspirado en su empatía —Coleridge leyendo a Wordsworth, Karl Barth glosando la «Carta a los romanos», Mandelstam respondiendo a Dante—, no llegará sino a «aproximarse». La fuerza vital del poema o de la prosa que se pretende dilucidar, su capacidad de resistencia al tiempo, permanecerá intacta. Ninguna hermenéutica equivale a su objeto. Ninguna nueva exposición, mediante la «disección» analítica, la paráfrasis o la descripción emocional, puede sustituir al original (en lo efímero, en lo funcional, semejante sustitución es imposible).”
“(…) Defino un clásico como aquel alrededor del cual este espacio es perennemente fructífero. Nos interroga. Nos obliga a intentarlo de nuevo. Convierte nuestros encubrimientos, nuestras parcialidades y nuestros desacuerdos, no en un caos «relativista», en un «todo vale», sino en un proceso de ahondamiento. Las interpretaciones válidas, las críticas que merecen ser tomadas en serio, son aquellas que muestran visiblemente sus limitaciones, su derrota. Esta visibilidad, a su vez, contribuye a revelar la inagotabilidad del objeto. La llama de la Zarza era más viva porque su intérprete no podía acercarse demasiado.”
“(…)El precio (volveré a ello más adelante) de esta temprana impronta de lo clásico en mi existencia ha sido considerable. En el terreno de la música, disfruto también con lo más moderno, con lo rabiosamente contemporáneo. Sin embargo, el arte más vanguardista y experimental —los bloques de hielo claveteados, los ladrillos sobre el suelo del museo— me dejan mudo. El papel cardinal de lo efímero, de lo popular, de medios como la fotografía en nuestra cultura, me ha dejado casi siempre indiferente. Disfruto, aunque no lo he interiorizado debidamente, con el cine —acaso la forma de arte mayor del siglo XX. Tales miopías, además, tienen su origen en un malaise más grave. Adoctrinado desde niño y con tanta insistencia en la veneración (la palabra no es exagerada) de lo clásico, he llegado a preguntarme si el momento actual cultural, intelectual, no será acaso un epílogo más o menos confuso. ¿Surgirá de nuevo un Platón, un Mozart, un Shakespeare o un Rembrandt, una Divina Comedia o una Crítica de la razón pura? Lógicamente, la pregunta es absurda. El próximo Miguel Ángel podría nacer mañana mismo; o incluso podría estar ya creando su obra en la calle de al lado. ¿Por qué no podría haber un Proust caribeño, un Beethoven africano? ¿O existe un fundamento suficiente para esta sensación de ocaso? Deseo ocuparme más adelante de este difícil problema.
“(…) Una cosa está clara. Cuando construyó para mí, cuando me obligó a analizar gramaticalmente y a memorizar la afirmación de Aquiles de que los hombres (y las mujeres), por más extraordinariamente dotados que estemos, por más necesarios que seamos, debemos morir (a veces muy jóvenes y de manera absolutamente inútil o injusta); cuando me hizo reparar atentamente en el axioma de Aquiles de que la mañana, la tarde o la noche de nuestra muerte están ya escritas, mi padre pretendía ahorrarme ciertas estupideces.”
(…) “Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal del estudiante con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y de escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino. La consecuencia, como en la polis de Pericles, en la Bolonia medieval o en la Tubinga decimonónica, es un proceso de contaminación implosiva y acumulativa. El conjunto es activado como tal, con independencia de sus partes principales. En virtud de esta contigüidad no forzada, el estudiante, el joven investigador quedará (o debería quedar) infectado. Percibirá el perfume de lo real. Recurro al uso de términos sensoriales porque el impacto puede ser físico. El pensador, el erudito, el matemático o el científico teórico son seres poseídos. Se encuentran prisioneros de una indomable sinrazón.
Habida cuenta del utilitarismo o el hedonismo públicos, ¿qué podría ser más irracional, más contrario al sentido común, que el hecho de consagrar la propia existencia, pongamos por caso, a la conservación y clasificación de bronces arcaicos chinos, la solución del último teorema de Fermat, la sintaxis comparada de las lenguas altaicas (muchas de ellas ya extinguidas) o los más sutiles matices de la lógica modal? La obligatoriedad de sustraerse a la distracción, el trabajo imperioso, la tensión anímica y cerebral derivadas de una constancia y una dedicación extraordinarias, entrañan un acento patológico. El «profesor chiflado» es la caricatura, tan antigua como Tales cayendo en el pozo, de cierta verdad. Hay una especie de cáncer, de autismo, en la negación necesaria de la vida normal, con su desordenada inconsecuencia y su inútil agitación.
En la masa crítica de una comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta. Puede apuntar, con alivio, hacia una forma de vida intermedia, absolutamente mundana. Puede no ser capaz de sacar el máximo provecho de lo que se le enseña o de los debates científico-filosóficos que surgen a su alrededor. Puede sentirse a menudo amenazado por fuerzas mentales, por la celebridad, hermética o universal, de los maestros (por ejemplo, ese aparcamiento en Berkeley para uso exclusivo de los premios Nobel). La excelencia tiraniza de manera casi inconsciente.
No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, «huelen» la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresada, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias “profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío.”
GEORGE STEINER “Errata”
No tiene Steiner entera razón. El “virus de lo absoluto” también es una piedra colgada al cuello con la que ahogarse. En mis tiempos vivimos en mi alma mater eso que él describe, y muchos cayeron por el camino. Se volvieron locos, o simplemente inhabilitados para cualquier otra cosa mundana. Eso que decía Gustavo Bueno de que él vivía sub specie eternitatis sólo vale para unos cuantos, como Steiner, que han logrado vivir exitosamente de ello. Si mirasen hacia atrás en su propia trayectoria recordarían muchas bajas, soldados del conocimiento que o se quedaron en mediocres, o en envidiosos o en postrados. La vida normal, en cambio, no infectada por ese virus, satisface siempre. Un tipo trabaja en un taller mecánico y sabe de sobra que no hace nada que dure más que arreglos puntuales, como su propia existencia mortal. No hay mecánicos trastornados. Y necesitamos a los mecánicos cuerdos más que a la autoridad en sanscrito o al interprete precario de Schubert, que vivirá siempre sabiéndose por debajo de genio. Yo, desde luego, no pienso educar a mis hijos para que contraigan ese virus. Que entiendan, mejor, que esos monumentos existen, pero que están muertos, y ellos vivos. Tiene mucho de clérigo cualquier intelectual, como en el libro aquel de Julien Benda. Y ya no son tiempos para creer en los beneficios para la comunidad de la vida monacal de unos cuantos…
Total, en mi opinión: el que quiera tomar los habitos, que los tome, que no se le oculte la posibilidad de esa vida tan extraña y tan cargada de una peculiar vanidad. Pero que tampoco se juzgue desde ella, desde esa sacerdotal excelencia, las demás excelencias disponibles de la vida viviente. Si acaso, en una gran inversión histórica, que sea la segunda la que valore la primera, a ver qué pasa…
Es decir, me gusta más tu introducción que lo introducido.
Comprendo muy bien tu argumentación y llevas, sin duda, una parte de razón, pero déjame divagar un poco…
Albert Ellis advierte contra los tremendismos, contra las exigencias absolutas, contra los “deberías” extremos que pueden llevar muy fácilmente a la perturbación emocional. Llevan a “globalizar el ego”, cuando no hay matemáticas para calcular el valor de nadie, y es en si misma una pretensión irracional. Llevan a planteamientos de “todo o nada”, a juicios absolutos que sin duda pueden destruir a alguien. Está claro que esa es una manera de tomarse las cosas, como el batería de “Whiplash”. En cualquier actividad, no sólo en la filosofía o el arte, puede haber muertos y heridos. También en el deporte como tan detalladamente cuenta Agassi en su biografía. O en cualquier disciplina que se tome como una cuestión de vida o muerte y que invada por completo la vida entera de alguien sobre todo si aparecen maestros obsesivos con poder para machacar a quien intenta aprender y superarse. El problema es que socialmente, muy a menudo, se justifica todo si se consigue el fin, ganar, como se observa en el deporte, en la gimnasia por ejemplo dónde está claro que no sólo se trata de competir y el precio suele ser muy alto.
Pero eso no hace buena la otra cara de la moneda, un romanticismo de la felicidad fácil, natural, sin esfuerzo (cosa que ha ocurrido) o la creación de una especie de mito del “buen salvaje”, de los buenos currantes manuales que están tan cerca de la felicidad y la vida verdadera y que son mucho más imprescindibles para la sociedad que los profesores de latín o los de física cuántica. También un viejo mito marxista para cargarse a los intelectuales, artistas o científicos que se atrevían a creer que su actividad era importante y osaban criticar a los que interpretaban la ideología verdadera.
Todas las actividades son más o menos necesarias en una sociedad pero te puedo asegurar que hay muchos mecánicos “trastornados” (los veo cada día) que no saben o no pueden disfrutar de la vida, que la ahogan en fútbol o en alcohol o en aburrimiento y que a menudo les faltan recursos para afrontar los problemas que tienen y se dejan arrastrar por sus impulsos que los llevan a embarrancar en conductas bastante autodestructivas. También les ocurre lo mismo a profesores de universidad, ya lo sé, y a los artistas y a los médicos y a todo el mundo, porque el equilibrio psicológico depende de muchos factores que, muchas veces, son transversales a la condición humana y, en el límite, una gran inteligencia muy cultivada puede ser también un gran cuchillo de pensamientos tremendistas con el que hacerse heridas muy profundas.
Pero en un país tan antiintelectual como éste también conviene romper (porque es falso y creo que nos está haciendo mucho daño) con el estereotipo del empollón feo y gafotas, de la chica que es ingeniera y no puede ser interesante ni alegre, del físico despistado que no se come una rosca, de la filósofa que solo puede ser una mediocre amargada y no sabe divertirse, del artista al que no puede interesar la ciencia y es un neurótico atormentado, del escritor arruinado y alcoholico. De los de letras que no saben ganar dinero ni felicidad, de los de ciencias que están chiflados y son insensibles. De los que leen por las noches y no saben clavar ni un clavo y no sirven realmente para nada.
Mientras, todos los que no estudiaron aunque tuvieron su oportunidad, los que no leen nada, porque leer no es más importante que ver un partido de fútbol o “Gran Hermano” (y pensarlo es insoportablemente elitista), se supone que son felices, sensibles, puros, divertidos, y encima no tienen la culpa de nada y reciben la sonrisa de la historia.
Si alguno es futbolista o juega al tenis se le aplaudirá que destaque y sea millonario, no se objetará el que se pase la vida entrenando en el gimnasio o devolviendo pelotas, pero se criticara que alguien que escribe quiera vivir bien de sus libros si no es un genio, que un antropólogo o un músico pretenda la excelencia en su actividad aunque fracase y se amargue a veces o, las más de las veces, asuma sus limitaciones y disfrute la intensidad de la vida ayudado por la música que pueda escuchar o pueda ejecutar para sus amigos.
Ese quizá sea siempre el quid de la cuestión, la actitud con que se afronta el reto de atreverse. Se puede “preferir ser algo” muy en serio y también aceptar que hay estados intermedios a los que también llega el sol. Pero ese sol puede ser también el que cita Steiner, el que queda cuando algunos han conocido la fiebre de la cultura, la de los que persiguen alguna verdad desinteresada, aquello que supone ” un salvavidas para el vacío”. Algo que sin duda tiene algo de fe, que no asegura nada del todo. Pero que también puede dar una suerte de serenidad, perspectivas e intensidad a la vida.
Creo que una vez hubo un sueño. El que la cultura, incluso la alta cultura también pudiera estar al alcance y fuera deseada y disfrutada por los mecánicos, los agricultores, los currantes y los profesionales en general. Aquellos a los que siempre se mantuvo al margen. Que el público culto pudiera ampliarse y nutrir, en sociedades abiertas, una democracia cada vez de más calidad. Donde ciertos tipos no pudieran llegar fácilmente al gobierno porque la gente estuviera vacunada contra sus trucos. Para eso hay que valorarla. Preferirla a otras cosas, pensar que sirve para algo. Valorar también a la gente que se atreve a cultivarla muy en serio y la prefiera a ir los domingos al Bernabéu.
Aunque elegir es renunciar. Y a los que nos gustan los estados intermedios no nos gusta renunciar a a nada. La tensión entre el “amor fati” y el “apetito faustico”, ya sabes…
De acuerdo. Me convences…
Sin embargo, César Vallejo:
Un hombre pasa con un pan al hombro
¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?
Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo.
¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?
Otro ha entrado a mi pecho con un palo en la mano
¿Hablar luego de Sócrates al médico?
Un cojo pasa dando el brazo a un niño
¿Voy, después, a leer a André Bretón?
Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre
¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?
Otro busca en el fango huesos, cáscaras
¿Cómo escribir, después, del infinito?
Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza
¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?
Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente
¿Hablar, después, de cuarta dimensión?
Un banquero falsea su balance
¿Con qué cara llorar en el teatro?
Un paria duerme con el pie a la espalda
¿Hablar, después, a nadie de Picasso?
Alguien va en un entierro sollozando
¿Cómo luego ingresar a la Academia?
Alguien limpia un fusil en su cocina
¿Con qué valor hablar del más allá?
Alguien pasa contando con sus dedos
¿Cómo hablar del no-yo sin dar un grito?
También Wislawa, a bote pronto …
BAJO UN SOLO LUCERO
Pido perdón al azar por llamarlo necesidad.
Pido perdón a la necesidad por si me equivoco.
Que no se enoje la suerte por apropiármela.
Que no me reprochen los muertos la palidez de mis recuerdos.
Pido perdón al tiempo por la multiplicidad del mundo desapercibida
por segundo.
Pido perdón a mi viejo amor por ser el nuevo el primero.
Disculpad, guerras lejanas, las flores que hay en mi casa.
Disculpad, heridas abiertas, que me pinche un dedo.
Pido perdón a quienes claman desde el abismo por mis discos de
minué.
Pido perdón a la gente de las estaciones por mi sueño de madrugada.
Excúsame, esperanza acosada, por reír de vez en cuando.
Excusadme, desiertos, por no acudir corriendo con una cucharada de agua.
Y tú, halcón, el mismo desde hace años y en la misma jaula.
con la mirada fija siempre en el mismo punto.
absuélveme aunque seas un pájaro disecado.
Pido perdón al árbol por las cuatro patas de la mesa.
Pido perdón a las grandes preguntas por las nimias respuestas.
Verdad, no te fijes demasiado en mí.
Seriedad, sé conmigo magnánima.
Resiste, misterio del ser, si deshilacho tu traje.
No me acuses, alma, de tenerte poco.
Pido perdón a todo por no poder estar en todas partes.
Pido perdón a todos por no saber ser cada uno y cada una.
Sé que nada me justificará mientras viva,
porque yo misma soy mi propio obstáculo.
No te ofendas conmigo, lenguaje, por tomar en préstamo palabras
patéticas y esforzarme luego para que parezcan ligeras
Fragmento de “Poema de un día”, A. Machado:
¡Oh, estos pueblos! Reflexiones,
lecturas y acotaciones
pronto dan en lo que son:
bostezos de Salomón.
¿Todo es
soledad de soledades,
vanidad de vanidades,
que dijo el Eclesiastés?
Mi paraguas, mi sombrero,
mi gabán… El aguacero
amaina… Vámonos, pues.