Wilkie Collins, bígamo, opiómano y novelista

“No soy más que un manojo de nervios vestido y arreglado para que parezca que soy un hombre”

                Wilkie Collins

 

Se cuenta (no recuerdo bien donde lo he leído) que Charles Dickens y Wilkie Collins estaban en una ocasión en Francia sentados en la hierba de un promontorio mirando hacia el mar del Canal de la Mancha tras una noche de francachela decimonónica cuando el segundo le dijo al primero:

Desde luego, el puritanismo inglés se nutre ampliamente de la inmoralidad francesa.

-Desde luego –replicó Dickens.

Parece que es cierto: el par de amigos, ambos paradigmas de la novelística victoriana, solían acudir juntos a lupanares y casas de mala nota tanto en su tierra natal como en algún viaje esporádico al país vecino. Tampoco es muy de extrañarse, puesto que las restricciones en materia sexual en general valen sólo para el pueblo llano, y, como cuenta Enric González en Historias de Londres, los primeros clubs londinenses abiertos para caballeros de clase media o alta se fundaron con la intención de poder meter de vez en cuando prostitutas de la calle. No obstante, Dickens tenía una buena cantidad de hijos, y Collins, el bueno de Wilkie, era bígamo. Quiero decir no que tuviera dos mujeres únicamente (con las que consiguió no casarse nunca, o hacerlo con nombre falso a sabiendas de la otra parte), sino que mantenía económicamente a dos familias con sus respectivos hijos, y hacía equilibrios con su horario para que no se conociesen mutuamente. En la película de Ralph Fiennes La mujer invisible, que narra los últimos amores de Dickens, sólo podemos ver a una de esas dos familias; la otra se omite. Pero allí estaban las dos, esperando que la pluma del escritor rindiese lo suficiente como para dar de comer a ambas…

 

victorian

 

Todos los conjuntos de relatos que Dickens y Collins escribieron a cuatro manos merecen ser leídos. Componen bufonadas muy agradables, pasatiempos divertidos mediante los cuales los dos se emancipaban un poco de su papel público para permitirse unas cuantas gamberradas literarias. El gancho era Dickens, claro, pero tampoco Collins era poco conocido en su tiempo. Había dado a la imprenta La dama de blanco y La piedra lunar justo al inicio de su carrera, dos folletines exquisitos que además introducían en el mundo-mundial y de una vez para siempre la novela policiaca extensa, aunque todavía confundida con la sentimental, en el primer caso, y con el exotismo oriental, en el segundo. Yo prefiero, con diferencia, La piedra lunar, porque La dama de blanco aún tiene mucho de drama campestre de haciendas y fortunas en juego en el marco de enigmas familiares truculentos. La piedra…, en cambio, se abre más al mundo -cuyo centro, naturalmente, no dejan de ser las Islas Británicas-, y la pluralidad de puntos de vista narrativos que también caracterizaba a la anterior se muestra más rica y contrastada, como un poliedro multicolor. La dama de blanco es para leer una vez, con gusto, aún siendo un poco lenta[1], pero La piedra lunar es para leer y releer y habitar un poco en ella, dejándonos un trozo de nuestra fantasía morando entre sus ficticias estancias (no en vano, fue la preferida del crítico de críticos del modernismo inglés, el ilustre y muy exigente T.S. Eliot, que la tenía por la obra maestra fundacional del relato detectivesco antes de Conan Doyle, un género muy sólido que parece que nunca pasará de moda).

 

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Después, Wilkie escribió muchas novelas por entregas más. Yo sólo he recorrido, entre las restantes, Las hojas caídas -metáfora muy recurrente en Collins, por cierto-, que me resultó muy interesante al principio y luego se desenvolvía otra vez en un asunto de secretos familiares desvelados (parece que gustaban mucho en la época, y todavía hoy, como si a la gente común le encantase la idea de imaginar que su propia sangre da para más enjundia de lo que ya le es dado conocer, y como si eso les igualase de alguna manera a los descarríos reproductivos de nobles o reyes…) Pero ya digo que hay muchas, muchas más, así como relatos y obras de teatro. Wilkie Collins era el galeote encadenado a su propia proliferación narrativa, de ahí que comenzase desde muy pronto a consumir opio -por eso, y por dolencias insufribles, como le ocurriera a Thomas de Quincey– como alivio de su pobre cabeza estrujada y sobreexplotada. Sus excesos con la droga fueron tales que terminó por sufrir alucinaciones, la más frecuente de las cuales parecía ser un replica de sí mismo en la figura de un fantasma. Quizá simplemente aquel fantasma expresase el anhelo de poseer un doble -o un “clon” como decimos hoy, menos románticamente-, con el que poder repartir tareas intelectuales, obligaciones familiares y la propia ración semanal de opio, excesiva sin duda para una sola persona. Hubieran sido, así, al menos, dos manojos de nervios vestidos y arreglados para parecer hombres… (o cuatro las viviendas familiares, quién sabe…)

 

Charles-Dickens

 

Wilkie Collins era un hombre personalmente poco agraciado, extremadamente bajito pero ancho de pecho y cabezudo, con brazos y piernas chiquitos y raquíticos, lo cual le valió burlas desde la niñez. Sin embargo, logró enamorar a sus mujeres (excluimos ahora a las de pago…), al mismo Dickens y a una legión de lectores que pedían de él lo más difícil y exigente para la profesión de la imaginación: intrigarse, emocionarse mes tras mes, al margen de filigranas literarias más o menos epatantes. No obstante, esas filigranas también estaban allí, en la estructura expositiva de sus fábulas, y creo que todavía hoy, en la era de las mil teleseries y de las grandes sagas interminables de cine, se dejan leer bastante bien.

 

[1] Tiene detalles, no obstante, estupendos, como cuando en las páginas 50 y 51 de la edición en castellano de Mondadori se explaya acerca de la verdadera relación del hombre, y por tanto de la literatura, con el paisaje natural.

 

 

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