Confieso que he pecado: la envidia

“Peca, pero no tengas vicios”

Agustín de Hipona (354-430).  Reflexiones

 

Nada más democrático que los pecados capitales: el que no practique alguno, es que algo le pasa. La carencia de pecados es como el silencio, sumamente elocuente. Pero, si hay alguna pasión realmente igualitaria es la envidia, de acuerdo con uno de los máximos expertos, Francesco Alberoni y con muchos filósofos clásicos españoles que la consideran un vicio típicamente hispánico, casi un barómetro nacional de la injusticia antimeritocrática, que tiende a encumbrar a los incompetentes e ignorar a los valiosos. Sin embargo, de acuerdo con Reyes Mate, la envidia es un vicio privado que puede producir repercusiones públicas.

 

Fotografía André Kertész

Así pues, la envidia siempre parte de algo malo: el sentimiento de carencia. En nuestra sociedad opulenta solemos envidiar los atributos simbólicos de estatus social: casa, coche, joyas, vestidos… es decir esos símbolos que son ilusiones del yo, con los que muchos pretenden apuntalar las debilidades del yo, reparar las grietas de la propia inseguridad, aumentar el prestigio social del cual carecen por la carencia de cualidades propias. Así pues, podemos decir que la percepción de carencia de dichos atributos externos, artificiales, es mayor cuanto más carente y débil de atributos internos, verdaderos, sea la persona.

 

Fotografía André Kertész

Pero hay muchos tipos de envidia, que podríamos reducir, didácticamente, a dos, una que se suele denominar “envidia sana” y otra que podríamos decir malsana, que, a decir de Quevedo, “…esta flaca porque muerde y no come”. La primera consiste en desear tener atributos que otros tienen, su belleza, su inteligencia, su Ferrari… Yo confieso que la tengo, ya me gustaría ser tan guapo, inteligente, alegre como… no sé, pongamos George Clooney. Quien ostenta esas cualidades es porque tiene buena nacencia, buena crianza, se ha esforzado, ha tenido suerte… es decir todas cosas buenas, mejores que las mías y por eso desearía tenerlas. Es un pecado que podríamos decir, venial.

Pero la verdadera envidia, la malsana no es así, es taimada, resentida, cainita y mortal, pues persigue arrasar al envidiado y, de paso, aniquila al envidioso.

 

Fotografía André Kertész

El envidioso insano tienes varias peculiaridades que caracterizan su modo de ser y comportarse. En primer lugar no percibe sus propias carencias, y, en consonancia, también tiene dificultades para reconocer los atributos carentes en los demás, como simples seres humanos de suyo imperfectos. Asimismo cree ostentar cualidades que en realidad no tiene, y, en consonancia, tiene problemas para reconocer los atributos buenos de los demás, por eso dicen: “pues fulanito no es tan guapo…”, o “no es tan listo”, o “su coche no es tan bueno…”. Además tiene dificultades para aceptar que esos atributos (belleza, sabiduría, riqueza…) sean realmente buenos, y dicen cosas como “pues la riqueza no da la felicidad…”, etc. Y finalmente, los envidiosos de pura raza no quieren tener esos atributos, lo que realmente quieren es que el otro no los tenga. Son personas pasivo-agresivas, que ni comen ni dejan comer, que no hacen nada por mejorar pero si por fastidiar al prójimo. Esos envidiosos son enfermos de espíritu que, como decía Tomás de Aquino, padecen dos de las cuatros formas de tristeza que él describió, la némesis, o tristeza vengativa derivada de creer que el otro no merece lo que tiene, y la envidia, que es no aceptar que el otro es o está mejor o posee más que uno mismo. Estos envidiosos tristes son una pena, malos para los demás y para ellos mismos, y lo peor es no tienen solución, ya que ni quiera se molestan en reflexionar sobre su modo de ser y comportarse, o de hacer algo tan sencillo como reflexionar sobre lo mucho que sufren y lo poco que dañan por padecer esa manía viciosa que es la envidia.

 

Fotografía: Mauro Galligani
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