A mí me parece que una película de Alien sin Sigourney no merece demasiado la pena. Se complementan de maravilla, la criatura y ella, son como el ying y el yang de la ciencia ficción, una fino alabrastro y el otro brillante ébano. Pero debo confesar que tampoco me gustaría una Weaver ya envejecida, no en el papel de Ellen Ripley por lo menos. Sin embargo, Hollywood piensa de otra manera, y, sobre todo, no parece que vaya a dejar por ello de explotar la gallina de los huevos de oro. Aquí, en los dominios del Alien, los huevos son también blancos, pero ocultan una negra y ciega sorpresa con dos bocas dentadas superpuestas. La última cinta, Prometheus fue, en general, una película más bien mala que intentaba fungir de precuela de las andanzas pavorosas de Ripley, pero enseñaba algunas cosas. Enseñaba, por ejemplo, que tal vez los guionistas americanos han sido capaces de concebir en el plano simbólico algo que ya sufren políticamente en sus propias vidas. Hablo de ese miedo al otro, al extraño absoluto (alien, como es sabido, significa ambas cosas en latín), que últimamente representa en los medios de comunicación la amenaza integrista y que ya hacía sus primeros pinitos en tiempos del estreno de El octavo pasajero. Pues ahora, según la trama de Prometheus, se nos dice muy claramente que ese terror lo hemos creado nosotros mismos, que es obra nuestra. Bueno, no nosotros exactamente, sino nuestros antepasados, al igual que fueron los anteriores gobiernos norteamericanos los que instigaron y armaron a los muyahidines, que tras su lucha en Afganistán con los pérfidos rusos se volvieron contra ellos.
Sé que es una analogía algo descabellada y peregrina, pero aún puede serlo todavía más: el bicho, el “xenomorfo” como lo llaman, tiene una cabeza abultada y cónica como si llevase turbante o alguna clase de tocado, y el modo en que se reproduce, todos lo sabemos, es brotando violentamente del cuerpo de un personaje humano, como esos tipos (siempre varones y siempre jóvenes, que son más fáciles de engañar…) que se radicalizan repentinamente en el interior de su propio país de acogida. Hay que recordar que en el segundo film, Aliens: el regreso, Ripley volvía con un pequeño ejército a la lejana -y, ojo, desértica- tierra en cuyas galerías se esconde la dichosa raza malévola y hacía lo posible por dejarlos tiesos en su mismo nido. Era preciso proteger la vida, en la primera, de un inocente gato, y en esta segunda, de una preciosa niña. Pues bien, la nueva película de la saga que se estrena estos días dicen que trata del infierno atroz donde habitan los monstruos, y donde, supongo, habrá que exterminarlos a fondo para que nunca puedan llegar hasta nosotros… Como diría Blaise Pascal si hubiese conocido a Sigmund Freud y a Joseph Goebbles, el subconsciente tiene razones que hasta la propaganda oficial desconoce.
Porque el caso es que como historia de ciencia ficción la saga de Alien resulta poco creíble. ¿Qué comen las criaturas, a qué dedican su tiempo libre, como se puede soportar una corriente de ácido sulfúrico recorriendo el organismo? Etc. Antes de la primera entrega de Alien, el cine americano había rozado es sus historias más duras la crítica social, y las películas se rodaban en la calles. Pongamos, por ejemplo, Chinatown, de Roman Polanski. Después de Alien, el escenario de la acción se desplaza a las zonas residenciales, donde nada demasiado malo puede ocurrir -véase, por contraposición, el bondadoso alien de Spielberg-, y si ocurre, como en Poltergeist, se debe a la magia en general, no a situación alguna de injusticia. En medio, en 1979, surge esta atmósfera claustrofóbica y oscura de puro horror en la cual, como sucede lejos de cualquier entorno humano, en el límite absoluto de la soledad espacial, “nadie podrá oír tus gritos”. Era una película formidable, sin duda, digna de la reputación como director de Ridley Scott y del talento gráfico de H.R. Giger, pero a la que no había por qué estirar tanto como si se tratase de un maldito chicle yanquee que va perdiendo poco a poco e indefectiblemente su sabor. Dado que el monstruo no puede hablar, que es realmente estúpido, da poco juego argumental, aunque se haya querido ver en él un arquetipo jungiano o un criptograma sexual. El Alien, incluso con ese horrible aspecto, sólo es verdaderamente peligroso en un duelo individual sin armas, o en tanto encarnación de una pesadilla personal inaguantable. A no ser que lo descifremos como lo he hecho yo arriba, como una pesadilla colectiva típica de los Estados Unidos consistente en la fobia al otro, al extraño, a ese que te encuentras acechando tras la esquina cuando se te ocurre la imprudencia de abandonar la seguridad de tu casa. Bajo esta clave la saga puede durar eternamente. Pero tendremos que ver esta última, echando mucho de menos otra vez la juventud lechosa mas de dura osamenta de la Weaver, para poder juzgar.
Y de repente miramos las noticias y descubrimos (re-descubrimos) que no tenemos ni puta idea de nada y que Alien es una película infantil. Decenas de miles de ciber-ataques por parte de crackers que se lo deben estar pasando de miedo ponen al mundo en jaque sin que podamos poner cara al enemigo interior. ¿O es amigo? La misma habilidad que nos demuestra lo vulnerables que nos hemos vuelto -es como si hace muy poco tiempo nuestro sistema de alimentación hubiera cambiado, y ahora nos diésemos cuenta de que cualquiera, tipo Joker, puede con facilidad envenenarlo- podría servir para una cosa y para la contraria. Bienvenidos a la nueva era: en la world wide web nadie podrá escuchar tus gritos…
(Chema Alonso como nuestro nuevo Sigur…)