The Kids Are Alright

Atroz sociedad en la que has nacido,

lunáticos de una era real ya desaparecida.

Calcula pues el tiempo por lo que eres y haces,

no por las épocas de la guerra que ellos riegan.

Escucha como braman, pero no hagas caso.

Nada los cambiará, no dejes que a ti te cambien.

A Lucía, al nacer

Robert Graves

Tengo tres hijos pequeños, pero ya humanizados, quiero decir alfabetizados. Sus edades son 8, 8 y 6, porque los dos primeros son mellizos niño y niña, y el último, niño en el desempate. Ya lo sé: hoy en día nadie desempataría aposta, fue un accidente muy bienvenido, aunque nos desencuaderne un poco las cosas ahora. Porque de no estar él, el conjunto del Universo habría perdido mucho, es verdad, pero ya tendríamos a los dos mayores casi educados y en justa proporción al número de sus progenitores. Hace un momento, el pequeño se ha paseado desnudo por delante de mi ventana abierta de par en par con la pichula tiesa, por ejemplo, y eso que vivo en un bajo. No se piense que ha sido negligencia mía, que ya acumulo demasiadas, es que él ha sido más rápido que la luz, y por su velocidad y afición en quedarse en cueros merecería el apodo de “neutrino”, que que yo sepa no van vestidos. No obstante, el otro día su hermana, que tampoco es manca, llamó por teléfono a su abuela, a la que quiere con locura, fingiendo que hablaba con un Telepizza. Y su hermano mellizo, digamos que el mayor, me quiere tanto como a menudo me vacila, con mucha mayor pericia que mis alumnos adolescentes, a los que, modestia aparte, puedo de sobra. Son locuritas, travesuras interminables hasta que llega un día desolador e imperceptible en que se terminan, pero que entre tanto cautivan a sus padres y abuelos y hacen que sus respectivas babas caigan profusamente como procedentes de manguera de bombero en verano.

 

Santiago Alba Rico dice en un libro suyo que a los niños se les tiene para cuidarles. Discrepo: se les tiene para achucharles, lo que pasa es que luego también hay que cuidarles, entre muchas otras cosas para que sigan siendo eternamente achuchables. Los padres del s. XXI, en las zonas afortunadas del mundo, estamos llevando a cabo un experimento. Se trata nada menos que de engendrar hijos con el sólo fin de quererlos. Parece que no, pero resulta algo insólito en la historia. Bill Bryson se empeña en demostrar en su estupendo libro En casa que también hace dos siglos se quería a los niños, pero eso no significa que se les pariese con ese fin. Hoy, en cambio, ni siquiera aspiramos demasiado a que se parezcan a nosotros, ni en cuerpo ni en alma. Mientras que no sean unos cabrones egoístas y aprovechados, lo que salgan nos parece bien y no la trae flojucha. Se habla mucho de la felicidad, pero la felicidad es el nombre no de un estado improbable del ser humano adulto, sino de aquello que el ser humano adulto busca afanosamente para sus hijos y seguramente tampoco conseguirá totalmente. Ya nadie, más que los idiotas, queremos que sean célebres, astronautas o filántropos, nos conformamos con que sean felices, que ya es mucho pedir. Santiago Alba añade que a los hijos hay que politizarlos desde muy temprano; discrepo ligeramente también en esto: si acaso, habrá que “eticizarlos”, si se pudiera decir así. La política ya vendrá después, como un andamiaje para la ética si es que hay previamente ética sobre la que edificar, pero supongo que eso es también lo que quiso decir Santi. Al fin y al cabo, lo que la política discute es el Bien, el Bien es, después de todo, y junto con la Verdad, el tema más comentado y peleado del mundo y el que más polémicas suscita. Hay malvados en la Tierra, sin duda, pero hasta ellos se ven obligados a apelar al Bien, que es un poco puta, con perdón de las putas, puesto que se deja toquetear por cualquiera a cambio de dinero, o al menos toquetear con las palabras. Esa es una de las cosas amargas que hay que enseñar a los niños desde pequeños, no vaya a ser que piensen que los malos de la vida real son como los de las películas…

 

Ven muchas películas, los niños, ahora. Los míos van superando sus etapas de absorción ficticia adecuadamente, y aunque aún creen en los Reyes Magos -o eso dicen…-, ya son capaces de asimilar una película de mayores algo cruda. Las de niños famosas suelen ser muy buenas, excepto aquellas que se pasan de enrolladas. Al revés, que no está entre las mejores, les vuela la cabeza. Creen ver en ella una entrevisión de adolescencia canalla y madura. Luego son aficionados a dos series-japo bastante crudas también, que so capa de entretenimiento te retratan familias tristes y descompuestas, o sea, reales. Nada que ver con el tono sentimental y didáctico de las japonesadas de cuando éramos nosotros niños, que hoy les darían grima. En general, no creo que haya nada malo en tanto pantallazo temprano. Ni les quita la alegría ni les roba demasiado tiempo de otras cosas. Las pantallas pueden ser educativas, siempre que ellas no se erijan en maestros. El maestro es otro, su padre o quien sea, que debe triangular entre el niño, la pantalla y sí mismo, como Don Juan en las novelas de Castaneda. Las pantallas son su primera droga, en realidad, pero como les van a durar toda la vida, más les vale disciplinándose a dosificándolas. Yo procuro ver todo lo que puedo las mismas cosas que ellos incluso si se trata de una porquería barata de Youtube, por enterarme un poco mientras todavía estoy a tiempo de lo que les entra por las retinas. Existe todo un mundo irreal ahí en la red al que los padres no estamos acostumbrados y que les moldea el carácter, nos guste o no. El futuro es de la irrealidad, por suerte o por desgracia, y el que siga instalado en la realidad va jodido y como habitando un campo de refugiados sumamente real pero desdichado de una punta de barro a la otra punta de chapa. No obstante, lo que mis niños querrían sería viajar. Puesto que las pantallas muestras tantos sitios distintos en el mundo, por qué no verlos de cerca. También en esto me parece que debemos ser comprensivos, ya que viajar van a hartarse a viajar cuando sean mayores, de grado o por fuerza. Llegará un día en que su madre y yo los tengamos repartidos por los cuatro puntos cardinales, viva la familia globalizada y el skype gratuito.

 

Mis niños ya no tan niños, es verdad, pero todavía son cariñosos. Me cuentan que los hijos o hijas únicas juegan solos sin hacer el menor ruido durante horas, pero que después tienen su rato, cortito, de humor tiránico. Puedo atestiguar que los hijos-camada, como los míos, no. Hacen mucho ruido todo el tiempo pero su ansia de protagonismo individual es muy reducida, los pobres. Esparta estaría orgullosa de ellos, pero en Esparta ni yo ni su madre podríamos verlos nunca. Eso tan espartano que dicen muchos padres de que los niños, después de todo, no son de nadie, que son del mundo, es mierda frita. El mundo que se espere. Las redes sociales que se esperen, las marcas comerciales que se esperen, la trampa laboral que se espere, las dietas y el lifting que se esperen… Por el momento, mandamos sus padres, que somos unos anticuados –aquí, es Santi Alba el que discreparía de mí. Escribí una vez que la paternidad es un amor que es trabajo y un trabajo que es amor, habría que poner un cartel en la puerta de casa, si tienes la suerte de tener casa, que rezase “Work (and love) in progress”. No hace falta ser bilingüe para entenderlo, al igual que con el título de estas líneas. El bilingüismo de los autóctonos para quien se lo pague, para quien su ambición o su miedo le obliguen finalmente a pagárselo. En mi familia ya somos bilingües, porque habla su madre y habla también su padre, y no siempre dicen lo mismo. Si sumamos abuelos y amigos de ellos entonces todo ser humano es connaturalmente políglota. Que luego aprendan a chanar las mismas cosas, el mismo sentido común y la misma lluvia, en inglés o en suajili es una oportunidad y como un lujo que ya alcanzarán de adultos. Mientras son niños, en cambio, de nada nos sirve que pidan la hora en inglés si no saben preguntar insensateces en castellano…

 

Y los niños preguntan muchas insensateces. Lo que más les gusta, me parece, es conocer el límite de algo, para comprobar que es una cifra tan alta de lo que sea que en realidad es ilimitado. Son unos ingenuos de los techos y de las fronteras, se piensan que no hay ninguno y ninguna vedada. Por ejemplo, creen que los padres lo pueden todo, con tal de que lo pidan “por favor”. El domingo las tiendas están cerradas, pero vamos a la tienda, por favor, por favor… Coño, tienen razón, alguna estará abierta, pero al padre no le apetece lo más mínimo el plan. Los niños del hemisferio occidental son consumistas de nacimiento, hay que frenarles el ímpetu ante cada escaparate. No hay cosa más repugnante que esa gente que vive de la incapacidad de negarle todo que un padre no puede dejar de tener frente a su hijo, y que saca rentabilidad contante y sonante del chantaje emocional. Yo les colgaría de los pulgares de una farola muy alta en la plaza del pueblo, y no entiendo como los derechos elementales del niño no amparan también la no-explotación económica indirecta de los deseos del infante. A los que directamente explotan el trabajo infantil habría que colgarles de las pelotas del palo mayor por decreto y con las tripas fuera, pero los que manipulan el deseo de un niño dirigiéndolo hacia chismes coloridos e inútiles no deberían pasar tampoco sin castigo. Les enseñan, además, que aquello que más has anhelado está vacío, que es un fraude y un timo, lo cual es una lección pésima y sombría para empezar la vida. Que los comerciantes del sector se metan todo el mundillo de la juguetería, las chuches, las colecciones de cromos y de muñecos por el culo y pienso que la civilización podrá recomenzar desde mejores bases…

 

Los niños, además, son contra-eficaces. No es sólo que sean por lo general inútiles, es que entorpecen también la utilidad ajena. Es un encanto infantil, pero exasperante. No tienen prisa, así que todo lo hacen lentamente, y pensando en otra cosa que a saber cuál es. Luego, cuando se tienen que dormir, les afloran esas dudas e inquisiciones, y entonces todo el poco sueño que puedan haber juntado haciendo el mono se les disipa en preguntar. Cuando camino por la calle con los míos, mas me vale recrearme en el paisaje, porque se me meten entre las piernas o me agarran de la manga impidiéndome avanzar. Son más capaces de distraerse en mitad de una actividad urgente que un monje zen entrenado. Dicen que quieren aprender cosas, y las aprenden, pero sólo si molan o las sabe hacer otro mayor. Las niñas, en esto, son más aplicadas, si se me disculpa el sexismo. Están a lo que están, y aprenden los asuntos prácticos más rápido, mientras que los niños pueden perder horas en riñas absurdas o en la admiración de héroes de plástico. Ya de niño me ocurría a mí que cuando por fin acertaba a divertirme con los amigos era la hora de volverse a casa. Decía, con razón, Robert Louis Stevenson que no es verdad que los niños tengan más imaginación que los adultos, que lo que hacen más bien es imitar lo que los adultos han imaginado por ellos. Con mucha más ilusión, claro, pero con mucho menos mérito también. Y es que, en general, a los padres nos parece que la diversión está sobrevalorada entre los niños. Se la meten por los ojos en la hedionda publicidad, y parece que no hay nada mejor que divertirse, pero es una ruina como programa existencial. Si no te diviertes todo el rato, hijo, es que estás empezando a crecer, es que vas por buen camino. La diversión es el ideal de los vendedores de humo, y se debe entretener uno a uno mismo haciendo algo que no dependa en absoluto de los demás.

 

Los niños, también, están poseídos de una inmensa curiosidad sexual, pero no a la manera en que lo tematizó el provocador de Freud. Les pica la curiosidad, no los genitales. Han visto tantas veces en las pantallas que enamorarse es lo mejor que hay, y que encima es inevitable, que se mueren de ganas por probarlo. Cuando sean adolescentes ya les picarán de verdad los genitales e ingresarán en el gran juego del amor; aunque para entonces ya casi les habremos perdido. El sexo es la divisoria, es la gruesa línea roja que separa al niño del adulto… y al padre del niño. A causa del sexo, aprenden que la vida es cuestión de actitud, y se vuelven temporalmente tontos adoptando una actitud copiada. Parece mentira, pero un niño es mucho más listo que un adolescente, precisamente porque no tiene el sexo atravesándole como una daga al rojo la cabeza. No digamos ya si además se trata de un niño-bonsai, de un niño de esos que cultivan adrede para trabajar en el cine o en la televisión desde muy pronto. A esos les nutren, les podan y les pulverizan con almidón para que no crezcan, y cuando por fin lo hacen sus hormonas les vuelven majaras y peligrosos. Mucho dinero tras una infancia de estrella es un crimen contra la infantilidad. Mis hijos son los más guapos del mundo, por supuesto (todo padre piensa eso, y todos tienen razón), pero si me insinuasen que podrían servir para la televisión o para el cine exigiría como condición que antes me aceptasen a mí para el papel de ese pelagatos de James Bond. El dinero caído del cielo es muy práctico si tienes varios hijos que llevar a la universidad y encajar en el maldito bilingüismo de la Aguirre y del Capital en general, pero para práctico, práctico, como decía en sus monólogos Carles Capdevilla, mucho más práctico habría sido claramente ni siquiera haberlos tenido…

 

A los niños de uno, en fin, hay que escucharles, como a todo el mundo. Ellos están bien, pero si les das cancha. No son estúpidos, y desde el principio entienden qué es justo y qué no. Un sentido de la justicia más retorcido y casuístico del que poseen los niños no lo pillarían, porque en realidad nadie lo pilla, porque es una mentira cochina. Nuestros hijos han venido a un mundo en el que siguen mangoneando los injustos y mezquinos a una escala inusitada, pero no creo que todo haya cambiado para seguir igual. A ellos en particular, a los que antes hemos llamados “malvados” del globo, nada les cambiará, como versificó Graves, pero no permitiremos que debido a eso a nosotros nos cambien. Los hijos son nuestra promesa, no sé si la promesa de la Humanidad, que es algo exagerado, pero sí la promesa individual de cada cual, o de cada pareja reproductora o adoptadora más o menos bien formada. Confiamos en que van a ser buenos y honestos, alegres y abiertos, pero sobre todo en que van a estar bien. Son la hostia de simpáticos, sus padres y sus abuelos se desvivirán por ellos, tienen médicos mejor pagados que los de Save the Children -voy, por cierto, a apuntarme mañana, un poco a ciegas y por pura y dura compasión-, terminarán hasta por ser bilingües contra viento y marea… ¿Qué puede salir mal? –última frase de Del revés de Pixar, esa película que, como digo, les vuela la cabeza.

No soy especialmente religioso, pero que Dios nos coja confesados…

 

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3 Comentarios

  1. says: Juan Manuel Serrano

    De acuerdo en casi todo lo que el texto expone. Tan sólo que no me voy a embarcar en las nuevas tecnologías con ellos. Me quedé en el siglo XIX.

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