“Se debería estar siempre enamorado; por esta razón uno no debería casarse nunca.”
Óscar Wilde
Thomas Hardy es un novelista y poeta inglés que tiene justa fama de pesimista y cenizo, pero no se puede decir que tal fama haya llegado muy lejos hoy. Pese a que su vida se extendió hasta bien entrado el s. XX (como la de Joseph Conrad, otro que jamás fue la alegría de la huerta…), el tono de sus obras encaja mal con nuestra felicidad/envoltorio actual, esa felicidad adventicia que anega hasta a los pobres niños -que uno diría que ya son felices de por sí, sin ayuda comercial extra- cuando desayunan un paquete de cereales lleno de dibujitos, concursos y exaltaciones de la energía y la salud. No obstante, hay un texto, de entre todos los suyos, que conviene recordar especialmente. Se trata de “Jude el oscuro“, publicado en 1896, y que recibió tantas malas críticas que decidió a Hardy a abandonar la prosa para siempre. Se le calificó, entre otros “halagos”, de “Jude, el obsceno”, porque, en efecto, hay algunas escenas, muy contadas, en que un hombre joven que ama verdaderamente a una mujer atractiva e interesante pretende consumar su amor y así se lo suplica a las puertas de una alcoba. No es que se masque precisamente la tensión, desde nuestro punto de vista actual, pero supongo que entonces resultaría algo perturbador. El caso es que pocas veces él lo consigue, porque ella es un “ser etéreo”, “intelectual”, “platónico” -además, dice el tópico que las mujeres aguantan mejor…-, lo cual nos sitúa en las antípodas de cualquier relato ligeramente erótico posterior. Sin embargo, Jude el oscuro fue casi unánimemente condenada por lectores y crítica especializada, precisamente cuando, al revés, destaca por la pureza de los afectos de sus personajes principales, por la sola y única razón de que ponía en cuestión la ecuación medieval que hace equivaler Amor con Matrimonio –el matrimonio como “remedio de la concupiscencia” y como núcleo económico y afectivo de la familia estable. Y eso que ya por aquellos años, en Inglaterra al menos, existía la posibilidad jurídica del divorcio. Veamos cómo…
La novela despliega dos tramas que acontecen a un mismo personaje, Jude, como sendas imposibilidades que ahogan su vida. Lo expresa muy bien su amada, Sue, con las siguientes palabras:
-Hay como una fuerza por encima de nosotros que nos grita: “¡No podréis”. Primero dijo: “¡No podréis estudiar!”. Luego dijo: “¡No podréis trabajar!”. Ahora dice: “¡No podréis amar!”
En efecto, Jude sufre inicialmente porque no puede trabajar en lo que desea desde niño, que es profesor de humanidades polvorientas y ajadas en la ciudad universitaria de Oxford (a la cual, por cierto, Hardy denomina de otra manera: es el primer autor, antes de Faulkner, que sitúa la acción de sus novelas en una región real a la que rebautiza con un nombre imaginario, el condado de Wessex…) No ha nacido con la posición social necesaria para ello, y este hecho le pesará toda su vida. Se hace, pues, cantero, en un mundo de piedra y libros que al final de su relato Hardy se atreve a calificar de “cuatro siglos de oscuridad, intransigencia y ruina”. Pero él, que ya está casado por pura lascivia con una mujer tosca, chillona y que mira por sus intereses, conoce a Sue, una improbable prima suya, la cual le hace preguntarse cosas como esta:
¿Tendrán acaso la culpa las mujeres -se decía-, o la tendrá este artificial sistema de cosas bajo el que los normales impulsos del sexo se convierten en cepos domésticos y lazos que atrapan y sujetan a quienes aspiran a progresar?
Porque la segunda -o tercera, según la enumeración de Susanna- imposibilidad es la del amor. Jude se apresura a divorciarse de su primera mujer, pero Sue también termina por casarse, aunque con el hombre equivocado. Para ser tan espiritual, Sue pone en alto precio la entrega de su cuerpo incluso en el interior de la santa -y sexualmente legítima- institución matrimonial, lo cual, claro, enerva al hombre y lo coloca en una posición muy incómoda. Hardy hace que ella suplique deshacerse de esa relación tan boba en unos términos casi panfletarios, reivindicativos, que no es la tónica habitual de la novela:
-Pero nosotros nos hemos casado…
-¿Para qué tanta ley y tanta norma -prorrumpió-, si te hacen desdichado a pesar de que sabes que no has cometido ningún pecado?
-Pero tú cometes un pecado al no quererme.
-¡Yo sí te quiero! Pero no había pensado que… que en el matrimonio se requería bastante más que eso… Y cuando un hombre y una mujer hacen vida íntima con los sentimientos que siento yo cometen siempre un adulterio, aunque sea legal. ¡En fin, ya lo he dicho!… ¿Tú me dejas, Richard?
-¡Me apenas profundamente, Susanna, con esta impertinencia!
-¿Porqué no podemos convenir en devolvernos la libertad el uno al otro? Nosotros sellamos un pacto y lo podemos anular; no legalmente, desde luego, pero moralmente sí podemos; sobre todo no teniendo que cargar con nuevas obligaciones como son los hijos. Luego podríamos seguir siendo amigos y vernos sin hacernos sufrir el uno al otro. ¡Ah, Richard, sé buen amigo y ten piedad! Dentro de unos años habremos muerto los dos y a nadie le importará que me hayas liberado del yugo por un tiempo. Yo sé que pensarás que soy excéntrica o demasiado impresionable o absurda. Bueno, ¿pero por qué tengo que sufrir por haber nacido así, si no hago daño a nadie?
De manera que él, un tipo razonable al fin y al cabo, la deja escapar, y Sue se amanceba con Jude, aunque siempre con reticencias respecto a la carne. Me resisto a contar más, por si alguien quiere leerlo; dejémoslo en que Hardy, sin hacer una excepción a su costumbre, dirige la situación hacia la tragedia. En esto razona las cosas un poco a la manera de su colega francés Emile Zolá: cuando el entorno social no es propicio, el individuo queda irremisiblemente condenado, como si el escritor quisiera así acusar al entramado de todo un mundo real de la desventura de un personaje de ficción. El novelista dando una amarga y severa lección a sus contemporáneos por la vía del victimismo fictivo. Hardy no se corta y lanza muy claramente el mensaje en las palabras de Jude, casi al final de su relato, cuando le hace decir…
Tal vez el mundo no esté lo bastante iluminado para comprender una experiencia como la nuestra. ¡Quiénes éramos tú y yo para asumir una empresa de pioneros!
G.K. Chesterton, el polemista y polígrafo católico también inglés, escribió por aquellos años un famoso artículo, La superstición del divorcio. Para él, el divorcio es un contrasentido puesto que el matrimonio es una promesa, un compromiso. Si has realizado esa promesa, si has aceptado ese compromiso, debes pelear hasta el fin por él, o si no haberte casado. Chesterton, como es frecuente en él, plantea la cuestión de modo romántico, casi heroico. La libertad no tiene sentido por sí misma, hay que anudarla a algo superior a ella. Y eso es el matrimonio: un nudo elegido, que te define como persona para los restos. Naturalmente, al decir esto Chesterton ya presupone la presencia social del divorcio, es decir, la libertad posible de la separación, lo que pasa es la niega para optar por aquellos que conviertan su vida en una permanente lucha por enmendar los errores inherentes a la pareja casada. El amor es libre, como decían en los sesenta, por tanto conságralo libremente también. Hardy, en cambio, adoptó años antes una postura más ambigua y sin duda más moderna. No hay porqué sufrir innecesariamente, cuando para una de las partes sería cruel seguir enlazada a la otra. Por eso Jude y Sue prefieren vivir en pecado a los ojos de todos a jugársela por el camino minado del matrimonio. Se han vuelto, ambos, supersticiosos del matrimonio. Ven el sacramento como una imposición externa, no como una consagración interna. Tanto para la mujer como para el hombre, como se expresa en un pasaje que también roza lo panfletario:
-¡Las flores que lleva la novia en la mano tienen un triste parecido con esas guirnaldas con las que adornaban a las terneras que sacrificaban en la antigüedad!
-Sin embargo, Sue, no es peor para la mujer que para el hombre. De eso no se dan cuenta algunas mujeres y protestan contra el hombre, que también es otra víctima, en vez de protestar contra la situación; es igual que cuando, en medio de una muchedumbre, una mujer insulta a un hombre porque la estruja, cuando no hace más que transmitir la presión que ejercen los demás.
-Sí… algunas hacen eso en vez de unirse con el hombre para luchar contra el enemigo común: la opresión de la sociedad.
Hoy oímos mucho eso, o algo parecido a eso: me caso por la Iglesia pero no es por mí, es por la familia. Sin embargo, cuando más tarde te divorcias, lo haces francamente por ti, no por contentar a tus padres… En mi opinión, Chesterton descuido ese aspecto del problema. Quiso convertir la cuestión del matrimonio en parte del destino individual de alguien, de dos personas, sin atender a lo que ello tiene también de presión social, de institución coercitiva. Pero sólo pudo concebirlo así porque ya existía la opción del divorcio, que no sólo es la opción de cambiar de idea, sino también la de cambiar de vida. ¿Habría que aguantar también hasta la muerte en un oficio o una empresa que ya no nos aporta nada? Hay que ser un auténtico valiente para casarse, pensaba Chesterton; más valiente hay que ser para no hacerlo, objetaría Hardy. Ante la experiencia de sus “pioneros”, Jude y Sue, amarga pero luminosa, la solución de Chesterton se antoja puramente voluntarista. Sea como fuere, ahí está la novela protagonizada por gente oscura en un tiempo oscuro que Thomas Hardy escribió para reflexionar sobre el asunto y que no digo que sea imprescindible, pero sí bastante buena (existe también, por cierto, una película protagonizada por Kate Winslet que no está nada mal). Una novela que a él, personalmente, le trajo tantos sinsabores como los que él solía preparar para sus personajes, lo que, para una mente presidida por tan negros nubarrones como la de Hardy no sería más que una -otra…- confirmación…