Maradona: la muerte de un mito del futbol

La mano de Dios

Por José Rivero Serrano

Dicen que Diego Armando Maradona, nació dos veces a esta vida que recién ha terminado para él, fruto de múltiples excesos alcohólicos, cocainómanos y vitales. También de otros excesos incomprensibles en un millonario como él, apoyando la Revolución cubana e intimando con los hermanos Castro, por más que a Fidel le interesara más el baloncesto que el fútbol canchero.

La primera de las llegadas–la biológica– de Maradona, tuvo lugar en Villa Fiorito, en los arrabales del Gran Buenos Aires, el 30 de octubre de 1960. Y la segunda de las llegadas –la simbólica– tuvo lugar el 22 de julio de 1986 en los mundiales de México, en el partido de cuartos de final frente a Inglaterra, selección a la que superaron 2-1, merced al gol del Pelusa, conseguido con la mano. Merced al relato radiofónico que hiciera de ello, el locutor Víctor Hugo Morales, dando suspense y emoción al remate que supuso una doble revancha. En buena lógica ese gol debería de haberse anulado, pero la justicia poética quiso que se compensara al seleccionado albiceleste y a La mano de Dios– con el que Diego Armando solía platicar y departir, según ha contado en alguna ocasión–, tras el conflicto de las islas Malvinas.

Todo lo demás, todo lo que vino después de ese gol casi fantasmal pero enormemente rentabilizado, es pura leyenda. A la que, por otra parte, son tan dados y proclives los argentinos, construyendo símbolos de circunstancias imprevistas. Capaces de canonizar a gente tan diversa como Carlos Gardel –por más que sea montevideano de nacimiento–, Juan Domingo Perón –que no sólo define una época, sino también una sociología política, tan confusa como su propia biografía–, Eva Duarte –como la otra cara del Peronismo y sacramentada por la muerte temprana y por la ópera rock que le dedicara Broadway–, Ernesto  Guevara –tipología del revolucionario de buena familia e igualmente reverenciado por su  muerte guerrillera y una mitología de icono popular– y ahora, finalmente, Diego Armando Maradona –emblema de una manera de entender el fútbol, tan discutido como bendecido–, por más que sus números conseguidos (goles y títulos) no sean los que refleja su ferviente impacto popular.

Cuenta más su impacto en la cancha, de alguien que viene de los potreros –campos terreros, donde se inician los chicos argentinos de los suburbios–, que su concepto de juego. Donde otros nombres –desde Pelé a Di Stefano, desde Johan Cruyff al mismo Messi– pudieran rivalizar y superar la concepción futbolística del eterno 10 de la selección argentina. Por más que sólo disputara 116 encuentros con la albiceleste y consiguiera 48 goles. Pero esa es otra parte de la historia no contada. ¿Cómo poder llegar a tantos seguidores con los méritos precisos?

Algo parecido puede decirse de su paso por los diferentes clubes deportivos: desde el primerizo Argentinos Juniors hasta el final Newell’s Old boys, dan cuenta de una biografía centrada en los otros tres grandes clubes de su carrera profesional: Boca Juniors, Barcelona, Nápoles. Sin olvidar la postrera llegada al Sevilla en 1992, el año de la Expo-92, como si Maradona fuera un Rey Mago. Al menos así lo viví la noche en que Maradona llegó al aeropuerto de San Pablo y se produjo un colapso en el servicio de taxis. Desconocedor de ese extremo y preguntando por la dificultad de conseguir uno, a las puertas del recinto de la Cartuja, alguien me respondió que todo se debía a la llegada a Sevilla de Maradona.

 Ni Dieguitos ni Mafaldas…

por Oscar Sánchez Vadillo

Precisamente en otro día hablaba con mis compañeros de trabajo -y queridos colegas de otras especialidades docentes- de fútbol, lo cual equivale a decir que yo preguntaba y ellos respondían. No os podéis imaginar hasta qué punto lo ignoro todo de fútbol, soy como la abuela de Cuéntame o como un norteamericano que coleccionase cromos de viejas estrellas del béisbol: ni pajolera idea del fútbol europeo, esos son cosas para hombres de pelo en pecho (un amigo mío tenía uno, justo uno…), diría la primera, o para países en vías de desarrollo, pensaría el segundo (sin saber acaso distinguir entre España o Argentina). Mis compañeros y sin embargo tertulianos de transporte público elogiaban el buen hacer balompédico –ignoro si esto se puede ya decir o no- de Diego Armando Maradona, pero le regateaban ásperamente su condición de Dios. Para ellos, Pelé era tan divino o más que Dieguito, y otros, como Beckenbauer o Cruyff, poseían tantos merecimientos como el argentino, lo que pasa es que -aventuré yo entonces- no habían nacido en la patria de adopción del fútbol. El fútbol es de origen inglés, pero lo juegan los brasileños y lo reverencian los argentinos. No lo reverenciarían tanto, creo yo, de no haber tenido lugar los años ochenta milagrosos de Diego Armando Maradona. Hay que ponerse en situación: Argentina salía de varias dictaduras verdaderamente horripilantes, Thatcher y Reagan llevaban el timón de la política mundial marcando el paso hacia del desastre del desempleo y la desigualdad social, para colmo allá en el Plaaaata acababan de perder una guerra contra Inglaterra (que fue lo único, por cierto, que salvaguardó el puesto de la Dama de Hierro de su calamitosa y arrogante gestión interna), Evita Perón hacía mucho que había muerto, Cortázar lo haría en el 84 y Borges en el 86, y para más inri los argentinos merodeaban ya sin saberlo por la antesala de futuros desastres económicos producidos por una concatenación de gobiernos corruptos tan desafortunada como si de una región de África se tratase. Os juro que yo, en semejantes circunstancias, si llego a nacer allí, antes o después, también besaría por cualquier lugar por donde pisara el Pelusa, y mañana mismo iría a llorar al Panteón de los Inválidos o dondequiera que lo entierren, con una comitiva y un rictus estilo defunción de Napoleón Bonaparte. Al fin y al cabo, de acuerdo en que el fútbol sólo es fútbol, un entretenimiento de masas que hace muy ricos a unos cuantos sacándole la pasta a los pobres, pero al menos cuesta muchas menos vidas que las hazañas sin par del corso inmortal. Igual que Hegel cuando vio en Jena a Napoleón tuvo la epifanía de haber entrevisto al Espíritu montado a caballo rumbo a la gloria de la racionalidad occidental expandiéndose por el ámbito histórico, un argentino es ese subtipo peculiar de ser humano que sigue las noticias sobre cada pequeño incidente de la vida de Maradona como si la mano de Dios, el hígado de Dios, la nariz aspiradora de Dios y las mismísimas botas de clavos de Dios anduviesen a zancadas por el mundo, de Buenos Aires a Barcelona, de Nápoles a Sevilla… 

De modo que lo siento mucho por el país hermano. A mí me caen muy bien los argentinos, aunque en el fondo quieran ser franceses, como Cortázar, o aunque nos roben a las chicas con su chamullar galante, que lo he visto con mis ojos –y por soltar dos estereotipos a bote pronto. Hablando de estereotipos, la Argentina se ha quedado sin dos en pocos meses, eso dos que citaba la canción de Joaquín Sabina: Dieguitos y Mafaldas. Los malos gobiernos, sin embargo, me temo que siguen ahí, mala hierba nunca muere -la concha de la reputísima madre que los remil parió. No dudo lo más mínimo de los méritos de Beckenbauer, Cruyff, Pelé y hasta Pedja Mijatovic, que es mi favorito de analfabeto del fútbol, pero, primero, ninguno de esos bordó el llamado “gol del siglo”, que hasta mis hijos imberbes conocen, segundo, es posible ser politeísta también en el deporte, y, tercero, estoy seguro de que ninguna de sus respectivas tierras les necesito tanto como la desdichada Argentina a Maradona… Que la suya, pues, le sea leve a Diego Armando Maradona, héroe del pueblo como ha habido pocos (y las nubes del Cielo, si lo hay, de blanca y harinosa substancia, y es que sólo hay algo más jodido de sobrellevar en esta vida que no haber sino nunca nada, y es haberlo sido todo, pero ya tan sólo en el recuerdo…)

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5 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Yo sostengo que Maradona amaba tanto la pelota que buscó transformarse en una de ellas… Si uno quiere apoyar la pervivencia de la la humanidad, hay dos vías. La primera es la juvenil, que consiste en refutar el pasado, echarse las manos a la cabeza, preguntarse cómo puede ocurrir todo eso que ocurre. Si te la tomas en serio, termina en bombas, o en llamar tarados a cientos de millones, como hacen algunos. La otra es la madura, pero no por ello mejor. Consiste, por su parte, en entender y aceptar por qué la gente es como es, lo cual no es tan difícil como parece, ya que todos formamos parte de ella. Claro que los ídolos son una construcción del hambre de la masa, pero por eso mismo son profundamente humanos. Cometo la grosería de citarme a mí mim-mo:

    https://hyperbole.es/2015/02/elogio-y-teoria-del-fan/

  2. Maradona, bueno… Maradona malo. A lo mejor la explicación a este dilema es más sencilla… a lo mejor es que intentamos juzgar a varias personas a la vez como si fueran una sola… a lo peor es que ninguno somos uno solo durante toda la vida y somos muchos que sin ser legión… nos vamos solapando… como haciendo tiempo mientras llega la parca.

  3. says: Óscar S.

    Puro Nietzsche, sí, y pura verdad, también…. Sin embargo, no creo que nadie haga tiempo nunca, ni siquiera en los campos de refugiados o en el Sahara Polisario. Esta vida nos tiene muy azacaneados siempre, que es una estupenda palabra que ya no se usa, y de ahí la difractación de la personalidad, que tiene que estar la pobre -la rica, en realidad- a varias cosas a la vez. Los que hacen lo posible por no estar a nada, y matar el tiempo, son los ricos, y terminan fatal, los pobres… (Dieguito incluido).

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