Parecemos niños. Creemos que la realidad se transforma solo porque cambia nuestro estado de ánimo, porque dejamos de lloriquear llenos de mocos cuando la abuelita nos ofrece un caramelo y nos promete que somos los más bonitos del mundo y que no pasa nada. Es verdad la importancia de los estados de ánimo colectivo, siempre lo han sabido los departamentos de propaganda de todas las guerras que en el mundo han sido. También lo han demostrado cientos de experimentos dentro de la psicología social, disciplina en la que deben picotear con placer los nuevos asesores políticos que pueden sacar petróleo de cosas de las que la mayoría sabe tan poco aunque las tengan delante de sus narices.
Lo de Sanchez fue una gran jugada. Sin duda fue audaz, pilló a todos con el paso cambiado, aprovechó fobias compartidas y quizá se asesoró bien por alguien que sabía leer el aire social y la situación política. La moción de censura triunfó y comenzaron a surgir las dudas sobre lo que iba a hacer, porque las ideas que había expresado en los últimos meses eran confusas y contradictorias y nadie confiaba en él. Eso ha sabido neutralizarlo con el golpe de efecto de la imagen pública de los ministros perfectamente pensada, emitida a cuentagotas, para sorprender y conformar a distintas partes del electorado y también para neutralizar algunas de las críticas esperables a su derecha y a su izquierda. Pero esos ministros ¿que medidas políticas concretas van a gestionar?. Porque en la moción de censura no se habló de eso en absoluto e incluso el gobierno ha aceptado gobernar con los presupuestos ya aprobados y que tanto había criticado.
Es asombroso hasta qué punto creemos conocer o valorar a quien no hemos conocido de cerca nunca. A menudo la imagen de los personajes públicos es solo una proyección de nuestros deseos, de nuestras filias y nuestras fobias, una construcción de los medios. Algunos pueden basar esa imagen en hechos profesionales, en una trayectoria conocida, en lo que han escrito (si es que han escrito o alguien los ha leído) o han hecho en el ámbito profesional o político. Pero eso siempre queda diluido frente a “como nos cae”, si lo consideramos “de los nuestros”, de los que valoramos y tenemos respeto. Una construcción de los medios, de lo que pueden emitir en los medios.
Quizá Màxim Huerta no fue la primera opción para el Ministerio de Cultura. Pero quizá también fue elegido porque era un influencer, un personaje para cierta cultura popular que alguien presupuso que podía atraer más votos que un sesudo intelectual o un gestor cultural poco conocido. Además era un comunicador profesional, alguien que conoce los trucos del oficio donde ahora se define todo, que puede debatir o ser lenguaraz y además pertenece a una minoría muy activa que puede sentirse representada en él y defenderlo. Y también un escritor de novelas ligeras, pero no demasiado malas, que tuvo a Ana María Matute de mentora.
Pero de pronto se encontró con una realidad muy antigua, que ya comentaba Russell en “La conquista de la felicidad”, de que a los personajes con poder o con ciertas profesiones se les exige una imagen pública bastante estricta, tienen que saber adaptarse a las expectativas moralistas de la gente y eso en las sociedades modernas, donde priman las redes sociales y donde la cultura del escándalo como mecanismo de control social retorna por la vía de lo “políticamente correcto”, se ha hecho mucho más asfixiante. Ahora el pasado está siempre ahí, puede irse a él para encontrar una frase disonante o una foto comprometida. O puede escarbarse en las zonas de sombra que tienen todas las vidas. Lo que nos lleva una lucha de poder en otro nivel que quizá podemos intuir por la serie “Scandal”. Algunos podrán pagar por limpiarse o serán profesionales del poder a los que no afecten los escándalos e incluso les beneficien. El caso de Trump es evidente.
Así los globos propagandísticos pueden fácilmente pincharse tan rapidamente como se hincharon y los héroes de hoy pueden ser literalmente los villanos del mañana. Al margen del valor real, profesional, de las personas, de la gestión política real que hayan hecho. El riesgo que perseguirá a Sanchez en el juego que ha iniciado. Pero todo esto lo explica mucho mejor Tsevan Rabtan en un artículo que analiza también el asunto del presunto fraude fiscal y que es sumamente interesante de leer (como el articulo de Ángeles González Sinde) que defiende a los artistas y sus finanzas …
(…) “¿Dónde vamos a parar? ¿Vamos también a pedir a los políticos que nos enseñen toda la información sobre su vida privada previa? Por ejemplo, ¿les pediremos que nos enseñen sus pleitos civiles o laborales? ¿Si un ministro pleiteó temerariamente con un hermano sobre la herencia de sus padres solo para joderlo, vamos a pedir que dimita? ¿También vamos a investigar sus relaciones personales? ¿Exigiremos saber si trató bien a sus padres o a sus hijos, o si fue buen vecino? No hablo de conductas con consecuencias penales. ¿Vamos a pedir que nos den un listado de parientes y amigos para entrevistarlos y juzgar? Por poner un ejemplo: hace poco, un amigo me dijo de una ministra del actual Gobierno, a la que conoce por razones personales y profesionales, que es muy capaz, pero que es una trepa y un bicho de cojones, más mala que la quina. ¿La incapacita esto para ser ministra? ¿O quizás la consecuencia es justo la contraria?
Vivimos tiempos excesivos, cargados de un énfasis enfermizo y de la imposición de un cínico puritanismo civil. Las prisas y la mala fe han sido la gasolina. Al final, más que la bondad de las políticas públicas y de las leyes que se aprueban, lo importante es el titular, la imagen o la etiqueta. La simplicidad se impone porque vende, y es instantánea y manejable. El Torquemada de turno pega fuego a cualquier intento de mostrar la complejidad y los matices se convierten en anatema. Todo es igual a todo, y solo se admite un modelo inhumano —por eso más falso que Judas— que consiste en un currículum que nos muestra a robots inmaculados que maravillosamente cumplían desde que nacieron con los requisitos que exige la corrección política actual, aunque se refiera a la conducta de hace décadas. Estos extraños seres que alimentan nuestra parafilia de entomólogos de insectos morales se muestran como si ya estuvieran en la lista de los elegidos por Dios para la salvación. Pero como somos imperfectos, a muchos el juicio les empieza a titubear cuando el pecador es de los nuestros, e inventamos justificaciones estúpidas para intentar ocultar la incoherencia con nuestra conducta previa del día ese en que linchamos a aquel facha o aquel rojo. Todo mejor que admitir que nos hemos pasado.
Esta deriva, además, lo ha infectado todo. Ya no solo exigimos a un cargo público que cumpla estándares éticos a menudo disparatados —salvo que queramos que nos gobiernen tipos que rocen lo psicopático o lo heroico, aunque de hecho sean auténticos inútiles— sino que hemos terminado extendiéndolos al universo mundo. Si eres conocido, un actor, un presentador de televisión, un empresario de éxito, también has de ajustarte al modelo, o pagarás las consecuencias. La masa ha adquirido el derecho a juzgarte, en juicio sumarísimo y casi siempre inane, y la pena es siempre la misma: el destierro. Es lo mismo ser un violador o que una mujer afirme que hace años le miraste las tetas demasiado rato. Como mucho, y ya veremos lo que dura, se te permite pedir perdón. Perdón a un montón de seres anónimos que creen estar libre del escrutinio y que actúan como pequeños nerones, subiendo o bajando el dedo pulgar. Lo creen, pobres diablos, como si esto no pudiera ir a más. Como si esta carrera hacia la total confusión entre la denuncia y la condena tuviera una meta.
Soy perfectamente consciente de que es inútil pretender parar esto. Tampoco es nuevo. Años atrás, en un artículo que se publicó en esta revista, escribí:
El libertinaje era una «riqueza de lujo». Al entrar en los palacios, revolvimos en los arcones, nos pusimos sus pelucas y comimos hasta hartarnos. Al menos así lo hicieron los que se atrevieron. Eso fue la revolución sexual. No podía basarse en la violencia o la dominación porque la arbitrariedad había muerto, pero ¿lo demás? ¡Lo demás era maravilloso! Despojado del lado turbio, parecía una vuelta a un edén desordenado.
Ahora, tras esa comilona, ha vuelto la normalidad. Vivimos en un deseo de pequeño potlatch permanente. Creemos que podemos aspirar a hacer lo que queramos y que no hay nada que no esté a nuestro alcance porque tenemos el catálogo a mano. Que podemos derrochar como aquel marqués de Osuna que tiraba los platos de oro al Neva para asombrar al zar de todas las Rusias. Pero no, la «moralidad» se está recomponiendo bajo las leyes de lo políticamente correcto. No podrás tirar tus platos al Neva, aunque sean de hierro, porque la propiedad está limitada por su utilidad social; no podrás excederte en tu comportamiento sexual, no sea que alguien vea en ello una cosificación del otro, sobre todo si es mujer; no podrás comer demasiadas grasas porque la obesidad será un vicio; no podrás pensar nada que vaya contracorriente, porque serás un apestado; no podrás autodestruirte, en alguna forma que te haga felizmente desgraciado, porque la sociedad tutela tu bienestar.
No se está recomponiendo. El golem está vivo y manda.”
Las ilusiones son al alma lo que la atmósfera a la tierra!