La pasión según Emily Brontë

Emily Brönte.
Emily Brönte.

El 30 de Julio de 1818, hace ahora doscientos años, nació Emily Brontë, la autora que alcanzó la inmortalidad literaria con una sola obra: Cumbres Borrascosas. Fue aquel un año memorable para la literatura femenina porque comenzó con la publicación de otro clásico como Frankestein. No dudo en afirmar que tanto Mary Shelley como Emily Brontë están entre las plumas más transgresoras de la literatura, teniendo en cuenta que eran mujeres- y por tanto indignas de aparecer en el canon- y que escribieron a contracorriente de los modelos al uso. Un año antes había muerto Jane Austen, consagrada como la reina de la novela realista con sus universos poblados de mujeres con sombrilla en busca de marido y diálogos chispeantes. En aquel tiempo la consigna de toda autora que se preciase era hacer frente a la novela sentimental- muy devaluada literaria y éticamente- por el posible daño que esta pudiera infligir en las mentes y los corazones de las lectoras. Por ello, títulos como Orgullo y Prejuicio o Emma, escondían historias donde el patrimonio era mucho más importante que los sentimientos y la inteligencia bastante más fiable que el corazón. Se ha dicho, y no sin razón, que el eje de una buena novela inglesa siempre es el ascenso social, bien por matrimonio, herencia o capacidad para prosperar por propios medios. Pero Cumbres Borrascosas abriría nuevos derroteros.

Hermanas Brontë

Emily Brontë tenía 29 años cuando publicó su novela en 1847 y solo vivíría uno más, un tiempo insuficiente para poder calibrar el éxito de su única obra, calificada al principio de “violenta, desconcertante, inconexa e inverosímil”. En realidad la novela ofrecía un universo y un lenguaje insólitos para el decoro de la Inglaterra victoriana y Emily Brontë entró en la leyenda mucho antes que en la historia, siendo ella misma un personaje literario rodeada de silencio, soledad y misterio. Llama la atención que una existencia tan desprovista de hechos extraordinarios- una estancia de ocho meses en Bruselas es lo único relevante- haya sido objeto de tantas biografías y ensayos y que su única novela se equipare a la obra de Shakespeare en número de traducciones y adaptaciones.

“Cumbres borrascosas” William Wyler, 1939

Cumbres Borrascosas es un ejercicio de pasiones en el sentido literal de la palabra: la pasión como acción de padecer, de doler o causar padecimiento, que aquí alcanza una intensidad insospechada e inédita. El propio protagonista, Heathcliff, un huérfano de orígenes desconocidos, apariencia de gitano y modales brutales, se revela (y rebela) como un elemento desestabilizador tiñendo el relato de fiereza. Y dos mansiones, dos linajes- los Earnshaw y los Linton- y dos paisajes constituyen un mundo donde el orden social- matrimonio, status, nombre- lucha contra el orden natural y las fuerzas tempestuosas del viento, el agua y el fuego; un universo donde la fusión con la tierra parece más poderosa que la pertenencia a una clase y donde la conciencia social- tan esencial en la novela inglesa- compite con la conciencia de la sangre y esos “ modos de ser desconocidos” que decía Wordsworth.

“Cumbres borrascosas” William Wyler, 1939

Porque la obra de Emily Brontë nos presenta el amor como condena, como una atracción dolorosamente irreversible e irrenunciable que solo tras la muerte, libres ya los amantes de condicionamientos sociales, puede alcanzar su plenitud. Pocos pasajes de la literatura superan en intensidad la escena de Heathcliff cavando la tumba de Catherine o el lirismo del espíritu de Catherine vagando por los páramos. Y pocas plumas se han atrevido con una exhibición tan descarnada de la crueldad, el sadismo y la perversión, además de una relación inédita con el mundo natural y el mundo animal. Por ello, la gran incógnita para biógrafos y lectores es cómo pudo una mujer de vida gris, solitaria y aislada, concebir una obra de tan alto voltaje transgresor, lo que nos hace preguntarnos de dónde nace la pasión, donde se alberga. ¿Es un don para unos pocos elegidos? ¿Es, por el contrario, una fuerza que se cultiva y desarrolla? Son muchos los interrogantes para la existencia de una mujer que se limitó durante 30 años a una vida ordenada y rutinaria en el rectorado de su padre, pastor anglicano en Haworth, Yorkshire. Una vida de labores domésticas, paseos por los páramos vecinos y tardes de esmerada dedicación a la escritura en compañía de sus hermanas Charlotte y Anne. Nadie diría que los días de Emily se diferenciaban entre sí, a juzgar por los testimonios de sus biógrafos, y sin embargo alcanzó cimas literarias sublimes. De todos modos, no debemos cometer el error de evaluar la vida de un escritor por sus hechos, olvidando que la creatividad se nutre de vivencias interiores.

“Cumbres borrascosas” William Wyler, 1939

Si recorremos la infancia y primera juventud de la autora encontramos un fértil semillero para la imaginación. Devota del espíritu romántico, bebió de la obra de Byron, Shelley y Walter Scott, a los que se suma la lectura diaria de la Biblia y los relatos orales que su familia paterna atesoraba. Brontë era originariamente un apellido irlandés – Brunty- que su padre modificó a su paso por Oxford. No es de extrañar, teniendo en cuenta este origen, que el elemento sobrenatural fuera el eje de muchas historias familiares, con su frágil frontera entre la vida y la muerte. También sabemos que el Reverendo Patrick Brontë teatralizaba diálogos con sus hijos provistos de una máscara para adoptar distintos personajes; o que los hermanos creaban una y mil historias durante sus paseos, como se ve en más de un centenar de cuadernos escritos a mano con los reinos y héroes imaginarios de los niños. Al caudal de talento que ya mostraban Charlotte, Anne y Emily- todas llamadas a ser grandes novelistas- se sumaba el de un hermano, Branwell, que destruyó su juventud y sus excelsos dones por su adición al alcohol y al opio. Se ha dicho que la unión entre él y Emily fue la inspiración para los amores tempestuosos de Heathcilff y Catherine en Cumbres Borrascosas. Ella era quien le recogía noche tras noche en la taberna de Black Bull, quien le asistía en sus estados de delirio y quien le acompañó fielmente hasta su temprana muerte. De hecho ella le siguió solo tres meses más tarde, de manera silenciosa como había vivido, en el salón de su casa junto al fuego, negándose a recibir asistencia médica.

Emily Brontë eligió la reclusión y la soledad pero en modo alguno renunció al fuego de la pasión. No poseía experiencia mundana ni amorosa pero seguía el dictado de los instintos, del conocimiento sensorial y, sobre todo, de un espíritu absolutamente libre pese al tiempo en que le tocó vivir. Fue una mujer victoriana que rechazó los usos y costumbres de su época sin la menor concesión al rígido protocolo social. No sin cierto escándalo, daba largos paseos sin compañía, se ausentaba de los oficios dominicales y forjaba día a día el tesoro de la libertad. Y cuesta creer, dadas las restricciones de las mujeres de entonces, que su padre la enseñara a manejar armas de fuego, algo que ella practicó con asiduidad y afición. La vida sin convenciones, sin filtros sociales, en comunión directa con la pulsión de la sangre y el magisterio de la naturaleza y la escritura. Fue así como alimentó y pulió su prosa encendida y su indómito universo literario. Porque la pasión según Emily Brontë es una llama que crece dentro de nosotros y que solo se apaga si traicionamos nuestro ser y nuestro destino. Se apaga si, como suele suceder, buscamos el placer en mundos ajenos y olvidamos ese fuego escondido que siempre nos habita.

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