Esas conversaciones del verano, en la misma piscina donde parece no haber pasado el tiempo, pero donde los niños son ya hombres que cuentan experiencias de su generación, expectativas sobre su trabajo y su vida, incertidumbres a corto plazo que tiñen el futuro de cierto pesimismo a pesar de un presente lleno de actividad profesional, de encuentros, de viajes, de idiomas, de fiestas cosmopolitas quizá como nunca sucedieron antes, de forma tan amplia.
Pero donde no resulta fácil pensar en establecerse en algún sitio, hacer planes a largo plazo, incluso a medio plazo, por muchos motivos. Porque el trabajo es frágil y cambiante, porque los amores pueden no está cerca y nadie puede ni quiere renunciar a su empleo, porque la vivienda es demasiado cara y tener hijos una aventura que puede resultar extenuante en las ciudades grandes si no se tiene mucho dinero o algunas ayudas. Y aún así si se piensa en serio en la educación que se quisiera para ellos y las posibilidades de conseguirla.
También la soledad, la confusión y la falta de sentido cuando se apagan las luces de la fiesta y no se ha conseguido construir un sistema de creencias propio lo suficientemente dúctil o una red de apoyo social que signifique o aporte la sensación de un refugio verdadero frente a las tormentas previsibles de la vida. Lo que no es fácil, porque depende en parte del azar y también de los contextos en que se haya vivido, de los hábitos de introspección, de las lecturas, de la familia, de los amigos, de las posibilidades que procura la personalidad de cada uno.
Los riesgos de agarrarse a cualquier cosa que prometa una identidad, a cualquier ideología que opere como una religión, que clarifique lo bueno y lo malo, los amigos y los enemigos, que permita de forma inmediata un núcleo cálido de relaciones donde el fragor cotidiano pueda soportarse más fácilmente.
La casualidad de una entrevista en el periódico con Richard Sennett al que no conocía y que habla justo de esto. De los cambios en las instituciones sociales y lo que eso ha supuesto para las vidas de los individuos, de la distancia entre las teorías sociales y lo que luego realmente ocurre, que solo puede analizarse cuando ya ha sucedido. El debate sobre lo que pueden hacer los políticos. Si deben intervenir de alguna manera construccionista para tratar de implantar alguna teoría social o deben respetar el “orden espontáneo” que siempre se termina segregando en cualquier sociedad. El debate Hayet/ Keynes, la gran división entre liberalismo y las diversas formas de socialismo. La enorme complejidad de ese debate con toda la experiencia histórica acumulada que sin embargo tiende a simplificarse o a contarse sesgadamente, donde hay que saber tanto para detectar esos sesgos, para saber ciertamente cuánta verdad hay en cada argumento o en cada cifra. Para detectar nuestro propio sistema opaco de creencias, que nos crea emociones muy netas y tenerlo en cuenta.
El dilema de Orwell expresado en sus diarios de guerra contenidos en “Matar a un elefante y otros escritos” creados casi al mismo tiempo que “Camino de servidumbre” de Hayet y “La sociedad abierta y sus enemigos” de Popper. La misma realidad interpretada de distinta maneras en medio de la preeminencia ideológica del comunismo entre los intelectuales. La experiencia vital de todo eso que describe Octavio Paz en “Itinerario” o Vargas Llosa en “La llamada de la tribu”.
La evolución que aparece en la biografía de Richard Sennett. El judío de padres comunistas que se tuvieron que enfrentar a la realidad del estalinismo, su afición a la música, sus contactos con la escuela de Frankfurt a través sobre todo de Walter Benjamin, con Hannah Arenht, con Foucault y otros filósofos franceses, su adscripción al pragmatismo, su forma de hacer antropología. Su paso por la nueva izquierda hacia el liberalismo para volver a la izquierda de Bernie Sanders.
Otro tipo de cóctel para beber a sorbos alguna tarde del verano, cuando todavía no se ha perdido la esperanza de que el conocimiento puede servir para vivir mejor, para situarse en perspectivas no autodestructivas que contengan un poco de esperanza realmente posible. Todavía la confianza en la Ilustración y en el progreso que defiende tan elocuentemente, tratando de adaptarla a este momento, Steve Pinker en su último libro (“En defensa de la ilustración”) que también leo en la piscina estos días…
(…) De qué maneras pueden actuar hoy los políticos para defender los derechos de los ciudadanos frente a las presiones de los poderes económicos? La historia lo explica. Hace 100 años Theodore Roosevelt decidió que el Estado debía romper los monopolios. Era conservador. Pero era el presidente de todos los americanos. El capitalismo tiene tendencia a pasar con gran facilidad del mercado al monopolio. Y ahí, con la represión de la competencia, empiezan los grandes problemas, la gran desprotección. Con monopolios, el capitalismo pasa de ser el sistema de la competencia a ser el de la dominación. Aumentar la brecha salarial entre los ricos y los pobres tanto como está sucediendo ahora es la vía para todos los populismos. Eso ha sido Trump. En Reino Unido tuvimos el equivalente a Obama en Tony Blair. Peor que Obama. Obama es un hombre de total integridad personal. Y Blair es solo un político.
(…) ¿Cómo ve el futuro de sus estudiantes? Trato de quitarles de la cabeza que la vida intelectual depende de las universidades. En cualquier profesión uno puede y debe tener una vida intelectual activa. Es fundamental que cualquier persona tenga conciencia de su capacidad intelectual y de su necesidad de contribuir a ese desarrollo. Incluso si no tiene una carrera universitaria.
Richard Sennett: “lo gratuito conlleva siempre una forma de dominación”. EL PAIS 19/08/2018
“Hace medio siglo, en los años sesenta —aquella época fabulosa del sexo libre y del libre acceso a las drogas—, los jóvenes radicales más serios lanzaron sus dardos contra las instituciones, en particular las grandes corporaciones y los grandes gobiernos, cuya magnitud, complejidad y rigidez parecían mantener aherrojados a los individuos. La Declaración de Port Huron, documento fundacional de la Nueva Izquierda en 1962, era tan severa con el socialismo de Estado como con las corporaciones multinacionales; ambos regímenes parecían prisiones burocráticas.
En parte, la historia satisfizo los deseos de los redactores de la Declaración de Port Huron. Los regímenes socialistas de planes quinquenales y control económico centralizado desaparecieron. Otro tanto ocurrió con la empresa capitalista que proveía de empleos para toda la vida y suministraba los mismos productos año tras año. Y lo mismo sucedió con las instituciones del Estado del bienestar como las encargadas de la salud y la educación, que se hicieron más flexibles en la forma y redujeron su escala. En la actualidad, la meta de los gobernantes, tal como lo fuera para los radicales de hace cincuenta años, consiste en desmontar la rígida burocracia.
Sin embargo, la historia satisfizo de manera retorcida los deseos de la Nueva Izquierda. Los insurgentes de mi juventud creían que desmantelando las instituciones lograrían producir comunidades, esto es, relaciones de confianza y de solidaridad cara-a-cara, relaciones constantemente negociadas y renovadas, un espacio comunal en el que las personas se hicieran sensibles a las necesidades del otro. Esto, sin duda, no ocurrió. La fragmentación de las grandes instituciones ha dejado en estado fragmentario la vida de mucha gente: los lugares en los que trabajan se asemejan más a estaciones de ferrocarril que a pueblos, la vida familiar ha quedado perturbada por las exigencias del trabajo, y la migración se ha convertido en el icono de la era global, con más movimiento que asentamiento. El desmantelamiento de las instituciones no ha producido más comunidad.
Si uno tiene disposición a la nostalgia —¿y qué espíritu sensible no la tiene?— solo encontrará en esta situación una razón más para lamentarse. Aunque los últimos cincuenta años han sido una época de creación de riqueza sin precedente, tanto en Asia y Latinoamérica como en el Norte globalizado, la generación de nueva riqueza se ha producido en profunda conexión con la desarticulación de las rígidas burocracias gubernamentales y empresariales. De la misma manera, la revolución tecnológica de la última generación floreció preferentemente en instituciones con menos control centralizado. Este crecimiento tiene un precio elevado: mayor desigualdad económica y mayor inestabilidad social. No obstante, sería irracional creer que esta explosión económica nunca debió haber tenido lugar.
Es precisamente aquí donde entra en juego la cultura. Empleo el término «cultura» más en su sentido antropológico que en el artístico. ¿Qué valores y prácticas pueden mantener unida a la gente cuando se fragmentan las instituciones en las que vive? A mi generación le faltó imaginación para responder a esta pregunta, para proponer las virtudes de la comunidad en pequeña escala. La comunidad no es el único medio de cohesión de una cultura; como es obvio, en una ciudad, individuos extraños entre sí habitan una cultura común incluso a pesar de no conocerse. Pero el problema de una cultura que sirve de sostén va más allá de su tamaño.
Solo un determinado tipo de seres humanos es capaz de prosperar en condiciones sociales de inestabilidad y fragmentariedad. Este tipo ideal de hombre o de mujer tiene que hacer frente a tres desafíos.
El primero tiene que ver con el tiempo, pues consiste en la manera de manejar las relaciones a corto plazo, y de manejarse a sí mismo, mientras se pasa de una tarea a otra, de un empleo a otro, de un lugar a otro. Si las instituciones ya no proporcionan un marco a largo plazo, el individuo se ve obligado a improvisar el curso de su vida, o incluso a hacerlo sin una firme conciencia de sí mismo.
El segundo desafío tiene relación con el talento: cómo desarrollar nuevas habilidades, cómo explorar capacidades potenciales a medida que las demandas de la realidad cambian. Prácticamente, en la economía moderna muchas habilidades son de corta vida; en la tecnología y en las ciencias, al igual que en formas avanzadas de producción, los trabajadores necesitan reciclarse a razón de un promedio de entre cada ocho y doce años. El talento también es una cuestión de cultura. El orden social emergente milita contra el ideal del trabajo artesanal, es decir, contra el aprendizaje para la realización de una sola cosa realmente bien hecha; a menudo este compromiso puede ser económicamente destructivo. En lugar de esto, la cultura moderna propone una idea de meritocracia que celebra la habilidad potencial más que los logros del pasado.
De ahí deriva el tercer desafío. Se refiere a la renuncia; es decir, a cómo desprenderse del pasado. Recientemente, la jefa de una dinámica empresa afirmó que en su organización nadie es dueño del puesto que ocupa y en particular que el servicio prestado en el pasado no garantiza al empleado un lugar en la institución. ¿Cómo responder positivamente a esta afirmación? Para ello se necesita un rasgo característico de la personalidad, un rasgo que descarte las experiencias vividas. Este rasgo de personalidad de un sujeto que se asemeja más al consumidor, quien, siempre ávido de cosas nuevas, deja de lado bienes viejos aunque todavía perfectamente utilizables, que al propietario celosamente aferrado a lo que ya posee.
Mi propósito es mostrar la manera en que la sociedad busca este hombre o esta mujer ideales. Y al juzgar esta búsqueda traspasaré el ámbito de competencia del investigador. Un yo orientado al corto plazo, centrado en la capacidad potencial, con voluntad de abandonar la experiencia del pasado, es —para presentar amablemente la cuestión— un tipo de ser humano poco frecuente. La mayor parte de la gente no es así, sino que necesita un relato de vida que sirva de sostén a su existencia, se enorgullece de su habilidad para algo específico y valora las experiencias por las que ha pasado. Por tanto, el ideal cultural que se requiere en las nuevas instituciones es perjudicial para muchos de los individuos que viven en ellas.
Es preciso que explique al lector algo acerca del tipo de experiencia de investigación que me ha llevado a este juicio. La crítica que la Nueva Izquierda hizo de la gran burocracia fue también mi crítica “hasta que a finales de la década de los sesenta comencé a entrevistar a familias blancas de clase obrera en Boston, gente que pertenecía en su mayoría a la segunda o tercera generación de inmigrantes de la ciudad. (El libro que sobre ello escribimos Jonathan Cobb y yo se titulaba The Hidden Injuries of Class). Lejos de estar oprimida por la burocracia, esa gente hundía sus raíces en sólidas realidades institucionales. Sindicatos estables, grandes empresas y mercados relativamente fijos les servían de orientación; en este marco, los hombres y las mujeres de clase obrera trataban de dar sentido a su bajo estatus en un país en el que supuestamente se hacían pocas distinciones de clase.”
RICHARD SENNETT. “La cultura del nuevo capitalismo”