Carmen Laffón: sal y cal.

El avance del río Guadalquivir en su último tramo traza un curso sinuoso y zigzagueante, que quiso ser rectificado en su cauce por el Canal Sevilla-Bonanza, para mejorar la navegabilidad y el calado de los barcos de tránsito. Y eso que, históricamente, aguas arriba se habían realizado hasta siete cortas de meandros, desde Merlina a Isla Olivillos, rectificando el paisaje fluvial histórico y alterando el devenir de las aguas. Como relata en su trabajo excepcional Loïc Menanteau y Jean-Renné Vaney, El cauce del bajo Guadalquivir: morfología, hidrología y evolución histórica, dentro del libro colectivo El río. El Bajo Guadalquivir (1985). Esas brumas fluviales y esas añoranzas húmedas también emergen en un pequeño trabajo de Alfonso Grosso y Armando López Salinas, Por el río abajo (1966). Finalmente, sorteando la Algaida y dejando las Salinas de San Isidoro a mano, para otear los verdones de Doñana, llegamos a La Jara, entre Sanlúcar de Barrameda y la Punta de Montijo, ya recayendo a Chipiona.

El enclave de La Jara, ese compás entre río y océano compone en la biografía de la pintora Carmen Laffón (Sevilla 1934-La Jara 2021), una parte tan importante como enigmática en su trayectoria pictórica, como las orillas quietas del Guadalquivir a su paso por Sevilla: orillas de Triana y Chapina, meandro de San Jerónimo y Corta de la Cartuja, entre otras borduras. Ese carácter observador y reflexivo de Carmen Laffón es el que emerge en las notas de Marta Carrasco en ABC de Sevilla, donde fija los reconocimientos de la pintora: “Hija predilecta de Andalucía en 2013, Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes en 1999, Medalla de Andalucía en 1988, Premio Nacional de Artes Plásticas en 1982 y académica de la Real Academia de San Fernando en 2000”. Reconocimiento que no limitan lo fundamental de Laffón, que no han impedido el necesario apartamiento del ruido mundano: “Ha fallecido alejada de los focos, como siempre había querido estar, en su casa de La Jara, muy cerca de la que tenían sus padres y en la que la pintora veraneaba desde pequeña. Allí, su pasión por el Coto y la desembocadura del Guadalquivir le hizo realizar grandes series pictóricas como los ‘Cotos’ o las ‘Bajamar’, entre otras muchas”.

Carmen Laffón

En la Real Academia de San Fernando en el año 2000, Carmen Laffón había pronunciado su discurso de ingreso bajo el rótulo de Visión de un paisaje, que mereció tantos elogios como valoraciones positivas. No era una Teoría del Paisaje a la manera global, sino su visión personal y personalizada de su memoria pintada o de su pintura memoriosa. Tantas valoraciones de su mirada y su paisaje, como queda plasmado en el obituario de Estrella de Diego en El País, que lo denomina como La emoción de los paisajes; una emoción construida desde una ‘pasión incansable’. Visión, emoción y pasión componen parte de esa trilogía de la mirada y de ese bagaje –no sólo limitado al paisaje en clave figurativa– pictórico que nos ha legado Laffón. Pictórico, reflexivo y hasta escultórico en la medida en que en los últimos años ha desarrollado un creciente interés por la escultura y el modelado, en una plasmación emocionada de objetos del mundo cotidiano. En la medida en que el citado discurso de la RABSF aclaraba toda una trayectoria plástica –que aún en el 2000 no había concluido–, merece ser tenido como una referencia importante en su poética expresiva. Falta como estaba aún de la gran muestra de 2014 en Centro Andaluz de Arte Contemporáneo en 2014, El paisaje y el lugar. Donde ya se mostraban los ensayos realizados bajo la rúbrica de La cal, desde 2011. Ciclo sobre La cal, que Juan Bosco Díaz- Urmeneta llama, en el catálogo de la exposición El paisaje y el lugar, como ‘Un lugar de la memoria’. Y ese lugar de indagación sobre la cal de Morón de la Frontera, los caleros, sus pozos y hornos, y sus herramientas de trabajo, acaba conectándose con otro lugar blanquecino de la memoria, como serían las series de las Salinas de Bonanza. Y ese detalle se representación extrema, dio lugar a la denominación de Laura Fernández en El País (15 de mayo de 2021) ante la exposición del Jardín Botánico de Madrid: Carmen Laffón, la artista que logró pintar la sal. En un ejercicio de ascesis del color, tanto con la sal como con la cal. Que no solo se conectan por su color blanquecino, sino con su carácter mutable. Y esa mutación de cal y sal le viene bien a la obra de Laffón, en donde cada vez más se va diluyendo –como sal y como cal– los perfiles de lo visible. Plasmación señalada por Juan Bosco Díaz- Urmeneta, cuando afirma: “Por otra parte, los cuadros se mueven en un espacio conceptual, impreciso entre la figura y la abstracción”. Una obra que, sin ser abstracta, se modula en procesos de revisión y “que la elaboración sea estrictamente pictórica y elija para ello con singular libertad, los lenguajes adecuados, hasta el punto de ser la propia de estos lenguajes la que hace del cuadro imagen poética del espacio y del objeto”. Poética del objeto como se aprecia en la serie de esculturas en bronce pintado que nos muestran, desde 2009 en adelante, los utensilios de trabajo del estudio de la pintora, de las cubas de la bodega, de los bidones del calero o del taller del carpintero. Una esencialidad y desnudez de los objetos –bodegones a veces– que conecta a Laffón con universos como los de Sánchez Cotán y de Morandi.

Salinas de Bonanza

Imagen poética del espacio y del objeto que conecta con la denominación del discurso de la RABSF, del paisaje en singular frente a las tentaciones de generalizar unificando y creando contraposiciones. Y eso es fruto de la sutileza pictórica de una mujer que ha sabido introducir el tiempo en su pintura, como deja claro en todo el proceso de series como son las Vistas del Coto desde Bonanza, El Coto desde Sanlúcar o las propuestas de Vistas de la viña o la series de Bajamar. Propuestas, que no sólo ensayan la repetición horaria o climática, el flujo de los días de sol y de los días sin sol, a la manera de los trabajos de Monet en Ruán o de Cézanne en el monte Sainte Victoire. Sino que muestra el carácter transitorio y provisional de toda captura pictórica en la que el tiempo se ha ido colando. Así, desde los inicios de su formación en la Escuela de Bellas Artes de Santa Isabel, luego en San Fernando y luego en Roma. Baste un recorrido en panorámica por todos esos años, para ver las diferencias entre las obras primerizas de los años cincuenta, encabalgadas en un simbolismo poético –Laffón reconoce el interés mantenido en su viaje a París de 1955, por Marc Chagall– y los aires de cierto neopopularismo colorista, para acabar asentada en la veta del Realismo poético, junto al también pintor sevillano Joaquín Sáenz, en lo que Juan Antonio Aguirre –desaparecido recientemente– podría llamar Nueva Figuración. Su contacto, a partir de 1961 con Juana Mordó, la va a poner en relación con el grueso de pintores que trabajaban para la galería J-M. – Manuel Millares, Antonio Saura, Lucio Muñoz, Eusebio Sempere, Manuel Hernández Mompó, Pablo Palazuelo, Gustavo Torner, Fernando Zóbel y Antonio López– componen el grueso de posiciones de la abstracción pictórica de la pintura de esos años, con la excepción del último. Pero Laffón sostenía el principio de su representación figurativa sin ningún tipo de artificio ni complejos. Simplemente mantenía el principio del equilibrio entre el conocimiento y sentimiento. Por eso resulta significativo que, pese a que su pintor favorito sea el abstracto Mark Rothko, ella no abandonara nunca la figuración porque era lo que sentía. Por más que haya trabajos finales –como el ensayo de los cielos para los techos de San Telmo, de 2009 a 2011– que pueden ubicarse en la estela de los campos de color de Mark Rothko. Y así, “una tiene que seguir lo que siente”, dijo en 1992, cuando el Museo Reina Sofía le dedicó su primera retrospectiva. Para entonces ya había recibido el Premio Nacional de Bellas Artes (1982).

Autora. Carmen Laffón

Otro elemento de equilibrio en esos principios de lo intelectual y lo sentimental, se visualiza en su franca relación con los pintores sevillanos más jóvenes. Pintores –como Gerardo Delgado, José Ramón Sierra, Juan Suárez, entre otros, con los que tiene una relación prolongada en el tiempo– que componen el grueso de la muestra Pinturas de Sevilla 1982. Realizada en el Museo de Arte Contemporáneo en 1982, cuando aún estaba en la calla Santo Tomás, y con un texto de Antonio Bonet Correa, diseño de Juan Suarez y la coordinación de Juana de Aizpuru, galerista de avanzada en esos momentos de primeros años ochenta. Texto el de Bonet que reconoce a los tres citados antes, como miembros de la que llama Nueva Pintura sevillana, con una sospecha de que no era solamente generacional lo de Nueva pintura. Y donde se aprecia una nómina que desmiente el supuesto límite generacional. En la medida en que aparecen nombres de autores de los años treinta como Luís Gordillo (1934), Alfonso Fraile (1930), Jaime Burguillos (1930) y Joaquín Meana (1930). Muestra que vista desde hoy se antoja huérfana –no sólo de Carmen Laffón, también de Joaquín Sáenz– por la carga excesiva de la abstracción como hecho preferente. Y el hecho se repite con la exposición de 1998 La pintura abstracta sevillana. 1966-1982, por más que ahora se acote el contenido al formato del género abstracto. Con anterioridad a esas fechas–y como prueba de los limites difusos– en 1978 en la Galería Juana de Aizpuru, se había producido la exposición Homenaje a Joseph Cornell. Reivindicado por tirios y por troyanos. Donde junto a todos los abstractos en curso y ejercicio, se ubicaban Carmen Laffón, Julio López Hernández, y Joaquín Saénz. De igual forma que las fotos dispersas del catálogo de 2014, El paisaje y el lugar, nos muestra en sendas fotografías a Carmen Laffón, posando relajadamente en La Jara y en agosto de ese año, junto a Gerardo Delgado y Juan Suárez, y en otra, mostrando algunos dibujos a José Ramón Sierra. Todo un testimonio.

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