Sempé, insondables misterios

El ilustrador francés Jean-Jaques Sempé (Burdeos,1932-Paris, 2022), creador afortunado de El Pequeño Nicolás, y de cientos de viñetas, portadas de revistas –50, al menos, para The New Yorker– y casi dos decenas de libros propios y otras dos más como colaborador, compone una imagen afortunada del comic de línea clara –una tradición franco belga– y de contenido crítico. Y todo eso, sin reivindicar la petición moderna de ser un novelista gráfico, que tanto se lleva a ahora por parte de todo tipo de dibujantes con pretensiones morales. Baste ver la parquedad de las contraportadas de sus libros –escuetas, telegráficas y nada aparatosas– para comprender la enjundia del personaje desaparecido.

Sempé nació en una familia humilde en el departamento de Gironda –hay notas que lo hacen nacer en Burdeos, otras en Pessac–, sudoeste de Francia, donde soñaba, como sueñan los niños, con llegar a ser músico, pero, como él mismo contaba, “era más fácil encontrar un papel y un lápiz que un piano”. Una modestia de orígenes sociales que se evidenciaría en sus propuestas gráficas, esquemáticas y sobrias, por más presión de la representación pequeñoburguesa que sobrevolara sus láminas y croquis, no ocultaba su amor al pequeño comerciante, al artesano menor con taller propio –como el personaje de Raoul Taburin, experto en bicicletas y velomotores– y al obrero de blusa azul y autobús público y L`humanite bajo el brazo. Así que, tras dejar la escuela, a los 14 años, empezó a trabajar tras la Segunda Guerra Mundial como dibujante independiente de prensa regional. El pequeño Nicolás fue primero protagonista de una serie de ilustraciones publicadas en una revista de Bélgica en 1956, antes de salir en el periódico regional Sud-Ouest en 1959 y Blanche et noir. Así llegó –otros misterios más insondables– a los ojos de la mujer de un editor parisino, que lo leyó en unas vacaciones en Arcachon y, prfendada, se lo llevó a su marido, de la editorial Denoël, quien propuso al dúo creativo transformarlo en libros. El personaje de Nicolas –homenaje al hijo de Goscinny– se convirtió en un éxito global que vendió cinco millones de ejemplares antes de que la aventura llegara a su fin en 1964, tras el quinto volumen, Joaquín tiene problemas. Pero el eco de aquel niño de nariz redondeada atravesó países y generaciones hasta nuestros días.

“Sempé era el dibujo y el texto. Era la sonrisa y la poesía. A veces son las lágrimas de la risa en los ojos, esta noche son lágrimas de emoción”, en palabras de la primera ministra francesa, Élisabeth Borne. Pero no sólo dibujo y texto, en Sempé hubo lugar para el pensamiento y la reflexión. Por más que algunos trataran de ubicarlo en cierto bucolismo gráfico y agrario de sus libros viajeros –Un poco de Francia y Un poco de Paris–, y eso que en St. Tropez, ya contiene una crítica formal al turismo incipiente de la sociedad del bienestar de finales de los sesenta. Crítica anticipada y desapercibida, en su momento.

Hasta aquí lo recogido por las necrológicas del momento. En marzo del 2020 había esbozado unas notas que llamé Tetralogía Sempé para la crisis, que ahora retomo para componer este obituario. Entre 1961 y 1966 el dibujante francés Jean Jacques Sempé, famoso por sus libros sobre el Pequeño Nicolás con guion de Gosciny, publica cuatro trabajos sorprendentes, referidos a lo que Freud había llamado antes como psicopatologías de la vida cotidiana, en la naciente ola de los años sesenta y del primer esplendor francés del estado del bienestar. Justo antes de la eclosión del Mayo-68 y en coexistencia pacífica con el optimismo de la Nouvelle Vague que tantos colorines introdujo en la vida de los franceses, por más que el grueso de sus películas fueran en fulgurante blanco y negro.

Los dibujos de Jean Jacques Sempé, de los años cincuenta y sesenta en L’ Express y Paris Match, primero, luego en Punch, Cristal y Die woche y más tarde, entre nosotros en el primerizo semanario Triunfo, en colosales páginas con dibujo a toda plana, daban buena cuenta del mundo presente, acelerado incipientemente mecanizado, tímidamente deshumanizado y en donde el confort doméstico se habría hueco entre sonidos de lo que se llamaba, no ya Chanson française, sino más bien del incipiente rock-and-roll de Silvie Vartan, Johnny Holiday, Richard Anthony y Michael Polniareff. Un mundo del color amarillo de Kodak, como la canción de Kodakchrome de Paul Simon y como las incipientes piezas de los que llegaría ser conocido, años después, como Pop-Art. No un amarillo gafado, sino triunfa.

Un mundo de una burguesía educada y de un proletariado bien alimentado que, aun votando al PCF, tiene gustos conservadores, o quizás por ello mismo no se perciba ese conservadurismo que encubre un votante a la izquierda de la burguesía liberal por más que leyeran L`Humanité. Un mundo en el que los plásticos comienzan a desplazar a muchos otros viejos materiales. Baste recordar que la fábrica del señor Arpel en la recordada Mon oncle, de Jacques Tati, es una fábrica de novedoso material plástico para tubos. Y el mundo de los Arpel es, justamente, un universo que podría constituir una viñeta o una historieta del Sempé de los agobios. Máquinas que no funcionan, vecinos indómitos, ruedas que se desinflan, duelos domésticos, objetos que se rebelan de su función y niños que se ríen de los adultos.

Y es que Sempé dibuja con detalle de entomólogo y con paciencia de cirujano en enorme planchas concebidas donde el blanco de la página no utilizado en la composición, es parte del relato mismo que despliega la historia del agobio, en composiciones deudoras de buena parte de la historia de la Pintura. Sempé capta un presente en transformación acelerada, merced al protagonismo de los medios de comunicación de masas, al comic que importado de los USA traza nuevas mitología y de los balbuceos de la primera televisión que impone normas tan fundamentales como las arrastradas por la incipiente automoción y la extensión de los pequeños automóviles utilitarios. Todo ello coetáneo como hemos dicho de las primeras películas de la Nouvelle vague e intercambiable los dibujos de Sempé, por los primeros planos anatómicos de Jen-Luc Godard o los planos americanos de François Truffaut y por los sones ahumados de la Greco o por las salpicaduras ácidas de las canciones de Georges Brassens. Incluso los agobios de algunas situaciones confusas y enredadas son las señaladas, igualmente, por el cine del referido Jacques Tati.

Un presente salido de toda la reconstrucción de postguerra y de toda la prosperidad insuflada por el crecimiento económico de los primeros sesenta con un Presidente De Gaulle tan paternal y cristiano, como nacionalista galo. Donde ya se barruntan los problemas urbanos de las grandes aglomeraciones ciudadanas, la lógica implacable de la habitación vertical y densificada y la epifanía de la serialidad y la repetición que imponía la técnica prodigiosa.

Con placer, se abrían sus personajes a las nuevas avenidas refulgentes e iluminadas de los nuevos Paraísos Artificiales como otros Campos Elíseos alternativos; pero también con un temor que se resiste a desaparecer de la escena móvil. Por eso lo llamativo de sus títulos, preocupados y quebrados. Nada es fácil (1961), traducción de Rien n`est simple; Todo se complica (1962), o Tout se complique; Sálvese el que pueda (1964) Sauve qui peut; o, finalmente, El gran miedo (1966), traducción aproximada de La grande panique. Ignorante Sempé de la enorme actualidad de esos títulos en plena crisis de la pandemia del COVID-19. Que explicitan el progreso de la dificultad inicial, la complicación consiguiente, el salvamento selectivo y el terror concluyente. Pese al agobio final, se puede leer esa maestría del humor como suprema muestra de la inteligencia.

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