Creo que conocí a Nuccio Ordine, como mucha gente en España, en 2013 cuando publicó con mucho éxito “La utilidad de lo inutil”, un libro que trataba de reaccionar a los recortes que se habían producido en occidente por la crisis económica de 2010 y sobre todo cuestionar la versión “neo-liberal” del propio sistema capitalista que la había producido. Para él todo lo malo procedía de que esa ideología primaba la hegemonía del mercado que tendía a eliminar “(…) cualquier forma de respeto por la persona. Transformando a los hombres en mercancías y dinero, este perverso mecanismo económico ha dado vida a un monstruo, sin patria y sin piedad, que acabará negando también a las futuras generaciones toda forma de esperanza.” (1) Algo un poco en la línea, pero planteado de forma más blanda, del movimiento que lideraron por aquella época Stephen Hessell y Edgar Morin, muy críticos con la resolución de esa crisis y con que los países del sur tuvieran que apretarse el cinturón como resultado de la evolución de la prima de riesgo.
Dado que, según él, esa lógica del beneficio había llegado hasta el corazón del sistema educativo, amenazando las humanidades pero también la Investigación científica aparentemente no productiva, le pareció que la solución era volver reivindicar una cultura humanista y el conocimiento de los clásicos grecolatinos para que, sobre todo los jóvenes, tuvieran acceso a un saber que les procurará para su futuro una mentalidad crítica impermeable a las leyes del mercado: a la mística del dinero y del poder. En sus múltiples entrevistas, a lo largo de los años, en relación con sus nuevos libros en español (“Clásicos para una vida” 2017, “Tres coronas para un rey”, 2021 y “Los hombres no son islas: los clásicos nos ayudan a vivir”, 2022) abunda en estos argumentos criticando, sobre todo, que los chicos elijan estudios en función de su rentabilidad futura sin tener en cuenta lo que realmente les gusta, aunque no tenga salidas laborales, porque hacer esto es lo que realmente les llevaría a ser felices y a ejercer una profesión (si es que la ejercen) con elevados niveles éticos. “Me parece más sencillo centrarnos en formar ciudadanos cultos, en hacerles comprender que en la sociedad hay muchos falsos valores y que no es verdad que la felicidad esté en el dinero que tenemos. La dignidad humana verdadera está en los grandes valores, en el amor a la justicia, al amor a la democracia y, sobre todo, en el inconformismo contra la desigualdad y la injusticia. Es decir una cierta visión de la cultura o una determinada interpretación de los pensadores y escritores del pasado planteada casi como una nueva religión para cambiar un sistema social que considera injusto y generar un hombre nuevo a través de la educación. Quizá por eso en una de las entrevistas le preguntan directamente desde que perspectiva política habla: “Bueno, hoy en día es difícil definirse, pero yo soy un hombre de izquierdas. Mi problema es responder a la pregunta de dónde está la izquierda hoy. Después de 40 años de neoliberalismo, de destrucción de la sanidad pública y de la instrucción pública, ¿cuáles son los partidos que defienden de verdad esos valores? Para mí, la izquierda significa combatir, o no combatir sino hacer la guerra a la desigualdad. Significa buscar un mundo en el que los pobres tengan las mismas oportunidades que los ricos, un mundo sin racismo y con derechos sociales para todos, también para los extranjeros… Un mundo en el que la solidaridad humana sea el valor principal, porque creo somos todos hermanos. Es la idea de mi último libro, Los hombres no son islas. No es verdadera la idea que el hombre sea una isla, un ser egoísta que sólo tiene que pensar en sí mismo”
Quizá era deudor de su propia biografía de hombre hecho a sí mismo a través del estudio, desde un pequeño pueblo de la provincia de Cosenza en Calabria donde nació en 1958 hasta conseguir ser profesor universitario de Literatura Italiana en la Universidad de Calabria y hacerse un reconocido experto en Giordano Bruno y en el Renacimiento y, también, ser profesor invitado en universidades del todo el mundo (occidental sobre todo) incluido Harvard. Supongo que se sentía deudor de su clase social de nacimiento y de la educación pública que le procuró un ascenso social evidente que lo llevo a ser un intelectual muy conocido y un divulgador que vendió muchos libros lo que probablemente le procurarían un cómodo nivel económico. Produce por eso asombro que parezca no comprender que los padres se preocupen por cómo sus hijos vayan a ganarse la vida en el futuro en una sociedad que siempre ha sido y siempre será competitiva (es dudoso que haya habido alguna en la historia que no lo haya sido) sobre todo si sus recursos económicos son limitados (en este artículo Javier Gomá plantea el asunto desde una perspectiva muy distinta). Parece adoptar en eso esa actitud libertaria y un poco ingenua a lo Capra de “Vive como Quieras”. Por otro lado leer y tener cultura no lleva necesariamente a los mismos ideales y como el siglo XX ha demostrado “la elevada cultura y el decoro ilustrado no ofrecieron ninguna protección para la barbarie del totalitarismo” (de uno y otro signo) como reconoce que indicó George Steiner. Tampoco para la estupidez que tan fácilmente acompaña a la condición humana con cultura o sin ella.
Me parece, además, que deja fuera que para afrontar las dificultades de la vida, para tratar de navegar en la incertidumbre del mundo en que ha tocado vivir y tener perspectivas para acercarse a él es esencial el conocimiento, que incluye tanto el humanístico como el científico (la otra opción es la religión), también para ser consciente de sus propios límites y de como han sido utilizadas las ideas a lo largo de la historia y los hechos que realmente propiciaron. También el arte o la literatura pueden ser grandes oportunidades de gozo, de esperanza, de posibilidad de vivir otras vidas, de gozar de una orgía interminable de sensaciones intelectuales que limite el tedio de los días e ilumine esos momentos donde la soledad reina de manera inevitable. Eso que él comenta que escribió Vargas Llosa: “un «mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños” Quizá era en ese sentido también la metáfora de Oscar Wilde: “En la vida moderna lo superfluo lo es todo” Y, sin duda, lo es aunque, probablemente, también conviene saber algunas cosas más como algunas matemáticas o comprender las implicaciones y los resultados del método científico. Cosas que precisan esfuerzo para ser aprendidas en la educación pre-universitaria y que es dudoso que puedan ser aprendidas hasta un cierto nivel por todos, entre otras cosas porque pueden no desearlo. Lo que de nuevo lleva a nuevas dimensiones del problema como la capacidad intelectual y los contextos sociales. Cuestiones complejas que no se deberían simplificarse y que han sido profusamente tratadas.
La imagen pública que proyectaba Nuccio Ordine me parecía la de un italiano como Pavarotti, proteico, simpático, bien humorado, probablemente risueño en las distancias cortas, seguro que estupendo compañero de un cena con chianti y pasta rica en uno de esos restaurantes de su tierra. Sus libros de divulgación son muy interesantes y sobre todo dan que pensar, incluso para no estar de acuerdo con él. Y siempre descubren algunas frases o algún libro memorable que de inmediato apetece leer y puede alegrar un día, lo que demuestra hasta que punto no es inútil la literatura. Ha muerto todavía joven y muy rápido con una año menos que yo. Una gran pérdida que me conmueve un poco.
(1) “La utilidad de lo inútil”. Nuccio Ordine. Acantilado 2013