George Steiner: la muerte de un gran humanista

Huérfanos de Steiner

por José Rivero Serrano

Cualquier cosa puede decirse y, en consecuencia, escribirse sobre cualquier cosa. Apenas nos detenemos para observar o apoyar este lugar común y, sin embargo, lo habita una enigmática enormidad.

George Steiner

La advertencia preliminar de George Steiner (Neully-sur-Seine, 23 abril 1929-Cambridge, 3 febrero 2020), vertida en su trabajo central Presencias reales (1989, edición española 1991), da cuenta de la magnitud de su legado, ahora que con su muerte desaparece una especie de intelectual total en la cultura Occidental. Y un rara avis de enorme fecundidad creativa y de enorme talento reflexivo y analítico. Ubicable Steiner en lo que podríamos denominar –así lo hace, por otra parte, Juan Pedro Quiñonero en su reseña del diario ABC– como Humanismo cultural. Que da cuenta de una especie de pensador en extinción y de rara repetición, en la medida en que desaparecen autores, críticos, ensayistas e historiadores que encarnan las mejores cualidades reflexivas del siglo XX, y que no cuentan con sucesores similares. Jorge Luis Borges, Harold Bloom, Octavio Paz o Claude Levi Strauss, son algunos de esos ejemplos de autores del Humanismo cultural, por más que soporten entre sí razonables diferencias. Hace unos días en estas páginas, Ramón González Correales en su texto sobre Auschwitz Los oscuros ojos del mal, fijaba –siguiendo a Harari en su obra Sapiens– los tres humanismos del siglo XX: el Liberal, el Social-colectivista y el Evolucionista. Dejando escapar esa notable categoría representada a la perfección por George Steiner, cuya obra, en inglés y francés, contribuyó a repensar todos los cánones literarios y filosóficos de las literaturas contemporáneas.

Foto: Alberto Morante

Crecido en el seno de una familia judía ilustrada que había huido de Austria, ante la ascensión del nazismo. Cursó sus primeros estudios en el Liceo Janson-de Sailly del distrito XVI de París, pero, en verdad, su educación esencial fue cosa del entorno familiar–¡vaya por dios! –, ahora que se cuestiona el valor formativo de la familia. Desde niño, Steiner creció en un medio familiar políglota y con una fuerte memoria de la diáspora judía. Su padre le enseñó el griego clásico leyendo la Iliada. Sus lenguas maternas fueron, consecuentemente, el alemán, el inglés y el francés. De aquí y de su enorme curiosidad por todo los escrito en historias y leyendas, nació una rara intuición analítica. Para comprender el curso de la historia de la expresión escrita.

Trasladado a Estados Unidos antes de la guerra inminente que se olfateaba por Europa, la familia Steiner continuó su personal destierro en New York, donde George realiza sus polivalentes estudios universitarios. Comenzando su carrera universitaria como profesor de Literatura comparada entre la costa Este, Suiza, y luego más tarde en Oxford y Cambridge. En el año 2001, obtuvo el premio Príncipe de Asturias. Entre 1967 y 1997 sostuvo la crítica literaria en The New Yorker, escribiendo más de 150 artículos de fondo literario, que aquí fueron antologizados por Siruela –editora de buena parte de su obra, desde La Idea de Europa a Los libros que nunca he escrito, desde Nostalgia del Absoluto a sus autobiografía Errata– según la edición preparada por Robert Boyers, George Steiner en The New Yorker, que nos permite otear múltiples cuestiones, que a la postre son cuestiones centrales para comprender el siglo XX literario. Desde Anthony Blunt a Solzhenitsin, desde Walter Benjamin a Samuel Beckett, desde Albert Speer a Graham Green o desde Elías Canetti a Bertrand Russell, sin algunos de los capítulos de esa curiosidad analítica que expresa una enorme capacidad sintética para entender los procesos de cambio abiertos desde 1939 en Europa.

Fotografía Leonardo Cendamo

Steiner abordó, a través de la crítica cultural y de la reflexión historiográfica de la literatura, todas las cuestiones esenciales del humanismo clásico, que él mismo consideraba amenazado, en lo que denominó como un proceso de disolución del Logos. Esa visión melancólica del humanismo clásico era el fruto de su revisión de todos los fundamentos filosóficos y literarios de nuestra civilización que le llevó a formular una redefinición de la cultura occidental.

Visión que se manifiesta en el segundo punto de Una ciudad secundaria, primer bloque de los ensayos agrupados en el referido texto Presencias reales, que no en balde subtituló como ¿Hay algo en lo que decimos? Como si aún sostuviera alguna duda sobre la validez de sus mensajes y propuestas en una sociedad orientada en otra dirección. “Uno de los espíritus radicales de pensamiento actual ha definido la tarea de esta edad oscura como la de ‘aprender de nuevo a ser humano’. En una escala más restringida, debemos, a mi entender, aprender de nuevo lo que está comprendido en una plena experiencia del sentido creado, del enigma de la creación tal como se hace sensible en el poema, la pintura y la exposición musical”.

Por ello, desde la amplitud de su mirada, se produce la definición que hace en ese raro obituario anticipado Borja Hermoso, en El País, cuando recuerda su encuentro de 2016: “este hombre eminente y este superviviente de la Historia, polemista, políglota, mitólogo y semiólogo, crítico literario y analista de esas cosas que sabemos que están ahí pero no acertamos a ver”. Como si se tratara con su magisterio, de enseñarnos a ver lo que no vemos, de aquí la idea de la orfandad atribuida con su perdida. Por eso, también, la entrevista recordada de 2016. Aquel día, “El último europeo”, como quisimos llamarle en el titular de la entrevista en el suplemento Babelia de este diario–escribe Hermoso–, regaló frases así: “La educación escolar de hoy es una fábrica de incultos”, “El poema que vive en nosotros cambia como nosotros”, “Los jóvenes ya no tienen tiempo de tener tiempo”, “Estamos matando los sueños de nuestros niños”, “Es un milagro que todavía exista Europa”, “Una mesa, buen café y unos libros… eso es una patria”.

Steiner(s): óbito del último erudito occidental

por Oscar Sánchez Vadillo

En su famoso librito El maestro ignorante, de 1987, Jacques Rancière pretendió hacernos creer, como tantos antes que él, que es posible una educación sin guía ni magisterio, a partir del ejemplo de Joseph Jacotot, pedagogo de inicios del s. XIX. Nunca sabré por qué -hay quién lo llama chauvinismo-, pero un autor francés sólo puede tomar como referencia otro autor francés (también Deleuze, al que al menos le gustaban Henry Miller y Bob Dylan), y siempre con un único objetivo: promover la emancipación humana, prolongar la Revolución Francesa, revitalizar el Mayo del 68. Por eso no me creo su tesis, la de que los sistemas educativos son opresivos, adocenadores, y sólo se puede aprender de verdad de modo autodidacta, yendo de libro en libro hasta expandir la propia comprensión de modo omnímodo. Yo, no puedo evitarlo, estoy una vez más del lado de Chesterton, cuando decía que “todos los educadores son absolutamente dogmáticos y autoritarios. No puede existir la educación libre, porque si dejáis a un niño libre no le educaréis”. La educación, claro, ha de tener un contenido, y el profesor ser el portavoz de ese contenido, no su propietario ni notario. Cuenta Chesterton, de hecho, en Lo que está mal en el mundo, que le estuvo dando muchas vueltas a la cuestión de la educación, hasta que se dio cuenta de que cualquier educación es buena, con tal de que sea una educación. O sea, con tal de que no sea el vacío creativo de que nos habla Rancière, con gran filigrana de estilo, otro “embeleco francés” como apuntaba Machado. Repito que estoy con Chesterton, en tanto que soy profesor y debo posicionarme, en el bien entendido -y lo siento por mi amiga Valentina, que me regalo el Rancière con la mejor intención, o porque me encuentra algo ignorante…- de que una educación es siempre mejor que ninguna educación, puesto que de una educación, la que sea, puedes librarte y superarla, pero de ninguna es difícil sacar nada mejor ni distinto de esa misma nada… (Ayer estuve viendo la serie que se ha hecho sobre de Jesús Gil, El pionero, y es un excelente ejemplo de en qué se puede convertir el talento y la ambición sin estudios ni cultura).

Con Doris Lessing

Sin embargo, toda regla tiene su excepción, y de vez en cuando aparece algún individuo excepcional que es capaz de conseguir lo que Jacocot y Rancière proponían: aprender por su propia iniciativa y saltar de libro en libro como la mariposa va de flor en flor. George Steiner, fallecido ayer, era sin duda alguna uno de esos. Es verdad que contaba con una base excelente, familia instruida y varios idiomas europeos de partida, pero a partir de ese trampolín la pura erótica del saber le llevó a todas las disciplinas de letras y a una erudición ingente, como ya, sencillamente, no queda en el mundo occidental. Ser un erudito es algo que se da en muchas culturas pero que en Europa tiene la ventaja, desde nuestro punto de vista, de no estar anclada a las derivaciones hermenéuticas de un solo libro sagrado o varios interrelacionados.

Un erudito occidental era -hoy hay que hablar en pasado- alguien que encontraba gran placer en el conocimiento de una gran variedad de textos que poco tenían que ver entre sí, y a los que en su trayectoria lectora iba encontrando una composición idiosincrasica. En realidad, no todo se compone con todo, y es, por ejemplo, difícil encontrar concordancias entre el Satiricón de Petronio, que es una cachondada eterna, y El amor de Margarite Duras, que es otro embeleco francés, pero el erudito es aquel que reconoce esa pluralidad inicial para luego jugar con ella y dar lugar a nuevos textos que son un bricolaje de textos anteriores. Una práctica como esa tiene que gustarte de verdad, o sólo serás un vanidoso con buena memoria que pega la paliza a los estudiantes y colegas en aulas y congresos en pos del premio de turno y la admiración de tiernos efebos. A Steiner le gustaba, y además tenía las facultades adecuadas, de manera que todo cayó por su propio peso: otorgamiento de dichos premios, periplo por las mejores universidades del mundo, buenas y originales tesis en sus publicaciones y el reconocimiento internacional. Si a eso se le añade una larga vida -Steiner nació el año del Crack, el 29: una de las cosas buenas del trato con los libros es que no tiene edad, como si la condición de tantos textos de ser tan viejos que ya están fuera del tiempo se contagiara a su lector, o como si el hecho de haber preferido los libros a la vida ralentizase esta última-, pues el resultado es como un plato de ostras en un restaurante de postín: exquisito sabor pero sin que esté demasiado recomendado para la salud comer muchas de golpe.

Y menos hoy, que la nueva cultura consiste en mirarse la palma de la mano para adivinar tu presente en una pantalla iluminada. Yo a mis alumnos, para molestarles y tal vez para concienciarles un poco, les digo que ese umbral interdimensional que llamamos “móvil” es su personalidad: “Eh, Hugo, que te dejas la personalidad en la mesa, no vayas a perderla…”. Pero a mí me ocurre lo mismo, para qué engañarnos, sólo que todavía leo libros. Antonio Escohotado suele decir que Internet es la Novena MMaravilla, que es el perfecto atelier (la palabra es mía, como el “óbito” del título, por dármelas también de erudito) del estudioso. Los chavales lo utilizan para hacerse caritas en el Snapchat, pero en buenas manos, según el filósofo, sería el vehículo ideal de una existencia contemplativa. No me convence mucho esa idea, estoy más del lado de Steiner, en el sentido de que hubo un repertorio de títulos y autores clásicos que la Nueva Dimensión de la Información Virtual se va a cargar a sangre fría y sin temblarle el pulso. Nuestra cultura del s. XXI es ya como el borgiano Libro de Arena: lo abres por cualquier parte y no hay continuidad, sólo fragmentos. Continuamente añade nuevas páginas, de modo que no es propiamente un libro, es más bien una confusión babélica. El Intelecto Agente de Aristóteles –nous poietikós– a que se refiere Escohotado no tiene su objetivación en acto en Internet, porque lo infinito es irracional, no maravilloso. Si puedo navegar a través de cualquier información hacia cualquier información es que estoy más perdido que un burro en Nueva York.

Hacen falta, en mi modesta opinión, referencias, puntos de referencia, los que sean (hoy, por ejemplo, preferimos a Marilyn Monroe como modelo de belleza icónica que a Helena de Troya, a la que nunca vimos) y por eso creo que tiene más razón Chesterton que Jacocot o Rancière. Las referencias delimitan el espacio y lo que puede ser pensado, hacen el mundo y el saber finito, pero eso albergan sentido -lo inacabable difumina el sentido- y estimula el espíritu hacia cualquier aventura ulterior. Si el Libro de Arena que es nuestra cultura de reconstrucción iconográfica incesante termina por acabar con el recuerdo, y la referencia, a Marilyn Monroe como ha acabado con la de Helena de Troya, o, sencillamente, la adultera (de tal manera que, por ejemplo, mis nietos confundan a Marilyn con Madonna en el famoso video del vestido rojo), yo ya no sé a qué se le podrá llamar ya estrictamente “cultura”. Tendremos, más bien, una absoluta anarquía conceptual y audiovisual, con todo ciudadano de la Otra Dimensión con la potestad completa de generar sus propias referencias mestizas y cruzadas, sin atención a comunidad, grupo o club de fans alguno.

Servidor es ya viejo para esa mandanga, por eso echaré de menos a Steiner, que estudiaba las diversas Antígona(s) pero sin perder de vista a Sófocles. Como era de origen judío, que en Gloria esté….

George Steiner: la muerte de un gigante de la cultura

por Ramón González Correales

Me dormí anoche, despues de enterarme de su muerte, leyendo Errata, sus breves y maravillosas memorias, un libro al que he vuelto muchas veces desde que lo lei la primera vez, no hace mucho tiempo. Porque a Steiner lo conocí tarde, como a uno de esos amigos que aparecen avanzada la edad, cuando ya no se esperan y, sin embargo, iluminan la vida de nuevo, descubriendo nuevas perspectivas, irradiando un nuevo optimismo. No recuerdo muy bien como llegué a El largo sábado esa larga entrevista con Laure Adler , ideal para introducirse en él, que recuerdo que leí en la playa, con ese placer exquisito que tiene la lectura cuando se encuentran referencias significativas, sitios seguros donde refugiarse en los dias de frío o donde encontrar nuevos horizontes para vislumbrar el mundo.

Y es que Steiner, a pesar de las experiencias infantiles, de lo que suponía ser judio en los tiempos que le tocó vivir, es alguien sobre todo vital y con un sofisticado hedonismo, un superviviente que ha sabido persistir y triunfar, vivir una vida amable e intensa, criar hijos inteligentes, gozar de hablar con los griegos y de mirar los ojos de sus perros. Eso a pesar de su infancia en Paris, en los turbulentos años 30 (“Puede una voz humana proyectar una sombra enorme y deprimente? En las emisoras de onda corta, la radio gorjeaba y la señal acababa por desvanecerse entre ráfagas de interferencias. Pero la radiodifusión de los discursos de Hitler jalonó mi infancia”. Errata), cuando su padre ya habia escapado del horror nazi que vio venir antes que nadie, cuya voz nadie escuchó, a pesar de que trató de advertirlo a todo el mundo (“Mis padres abandonaron Viena en 1924. Partiendo de unas circunstancias sumamente precarias, de un medio checo-austríaco próximo al gueto, mi padre se convirtió en una eminencia a velocidad meteórica. La Viena antisemita, cuna del nazismo, era en ciertos aspectos una meritocracia liberal”Errata) . Un padre superviviente de un caracter y una inteligencia descomunales, que provenía de una familia humilde y supo hacer lo necesario para salir de pobre en aquella Viena que estaba a punto de derrumbarse, además de cimentar una gran cultura que puso sobre todo a prueba en la educación de su hijo.

(…)“Más tarde llegué a comprender la enorme inversión de esperanza contra esperanza, de atenta inventiva, que mi padre realizó en mi educación. Y ello durante años de tormento público y privado, cuando la amarga necesidad de construir un futuro para nosotros a medida que el nazismo se aproximaba lo destruyó emocional y físicamente. Todavía me asombra la cariñosa astucia de sus mecanismos. Nunca se me permitía leer un nuevo libro hasta que no hubiese escrito y sometido a la valoración de mi padre un informe detallado del libro que acababa de leer. Si no había comprendido determinado pasaje —después de que mi padre hiciese su propia interpretación y aportase sus sugerencias—, tenía que leérselo en voz alta. En ocasiones, la voz puede aclarar un texto. Si seguía sin entenderlo, me obligaba a copiar el pasaje en cuestión, y, con ello, aquel filón acababa normalmente por entregarse.”

(…) “Yo no era capaz de concebir, y mucho menos de articular, el propropósito que animaba el plan de mi padre. Aceptaba, con ánimo incondicional, la idea de que el estudio y el ansia de conocimiento eran los más naturales y definidos ideales. Conscientemente o no, aquel hombre irónico y escéptico había creado para su hijo un Talmud laico. Debía aprender a leer, a interiorizar la palabra y el comentario en la esperanza, por remota que fuese, de que un día tal vez sería capaz de proyectar sobre ese comentario, de añadir a la supervivencia del texto, un nuevo rayo de luz. Mi infancia se convirtió en un festival de exigencias.”

Un padre que dada su propia experiencia y quizá su propia cultura de judío laico quería prepararlo para sobrevivir y también para vivir con intensidad y gozo en un mundo siempre trágico, de lo que suponia que tenía que estar informado desde el principio. Algo que puede sonar extraño en estos tiempos de hiperprotección a los niños, donde sucede exactamente lo contrario y hasta en la universidad comienzan a vetarse obras que puedan herir la sensibilidad de algún alumno. (puede lerse La transformación de la mente moderna” para ver hasta donde han llegado las cosas en los campus americanos.

(…) “Mi padre, un hombre de salud frágil, estaba dotado de una voluntad y un intelecto formidables. Encontraba inaceptable a buena parte de la humanidad. La negligencia, las mentiras (incluso las piadosas) y las evasiones de la realidad le sublevaban. No conocía los mecanismos del perdón.”

(…) “Mi padre encarnaba, como cada rincón de nuestra casa de París, el sentimiento general, la prodigalidad y el ardor de la emancipación judía europea y centroeuropea.”

(…) “El orgulloso judaísmo de mi padre estaba, como el de Einstein o el de Freud, teñido de agnosticismo mesiánico. Destilaba racionalidad, promesa de ilustración y tolerancia. Le debía tanto a Voltaire como a Spinoza. Las fiestas religiosas, particularmente el Día de la Expiación, se respetaban en mi familia no tanto por motivos teológicos o doctrinarios como por ser citas anuales de identificación con una madre patria en tiempos milenarios.”

Su padre, sin embargo, utilizó un pasaje de La iliada para mostrarle la azarosa inevitabilidad y la injusticia esencial de la muerte quizá para que su conocimiento partiera de esa realidad trágica y pudiera vivir con ella, sin amilanarse, descubriendo también su oscura capacidad de dar sentido y belleza al mundo.

(…) “La confirmación llegó una noche de invierno, poco antes de mi sexto cumpleaños. Mi padre me había contado a grandes rasgos la historia de la Ilíada y había puesto el libro fuera de mi impaciente alcance. Ese día lo abrió ante nosotros en la traducción de Johann-Heinrich Voss, de 1793. Papá escogió el canto XXI. Enloquecido por la muerte de su adorado Patroclo, Aquiles aniquila a los troyanos, que se baten en retirada. Nada puede detener su furia “homicida: uno de los hijos de Príamo se cruza en su camino. El malvado Licaón acaba de regresar de Lemnos para ayudar en la defensa de la ciudad de su padre. Poco antes, Aquiles lo había capturado y vendido como esclavo en Lemnos, poniéndolo así de forma irónica a salvo. Pero Licaón ha vuelto. Y ahora el espantado joven reconoce el ciego horror que, cual tormenta, se desata a su alrededor apoderándose de él.

… y él corrió y se abrazó a sus rodillas, agachándose. La pica pasó por encima de la espalda y quedó en tierra enhiesta, ansiosa de saciarse de su varonil carne. El otro le suplicaba, cogiéndole con una mano las rodillas, mientras con la otra sujetaba la encastrada lanza sin soltarla. Y dirigiéndose a él, le dijo estas aladas palabras: «¡A tus rodillas te imploro, Aquiles: respétame y apiádate! Para ti, criado por Zeus, soy un suplicante digno de respeto». El rastrero terror de Licaón crece por momentos: “Esta aurora es la duodécima desde que he vuelto a entrar en Ilio tras muchas penas, y ahora en tus manos me ha vuelto a poner mi maldito destino. Debo de ser objeto del odio de Zeus padre, que de nuevo me entrega a ti. Para una vida bien breve me engendró mi madre. Un patético sofisma final: Otra cosa te voy a decir, y tú métela en tus mientes: no me mates, pues no he nacido del mismo vientre que Héctor, el hombre que ha matado a tu amable y esforzado compañero. Y, en ese verso, mi padre se detuvo con aire de estudiada desesperación. ¿Qué ocurre a continuación, por el amor de Dios? Debí de estar temblando de pura frustración, temblando. ¡Ah!, exclamó papá; había una laguna en la traducción de Voss, como en todas las traducciones disponibles. A decir verdad, lo que estaba sobre la mesa era el texto original de Homero en griego, junto a un diccionario y una gramática elemental. ¿Y si intentábamos descifrar el candente pasaje nosotros mismos?

“El texto griego, añadió mi padre, no era difícil. Tal vez lográramos comprender la respuesta de Aquiles, y, cogiéndome un dedo, lo colocó sobre las siguientes palabras griegas: ¡Insensato! No me hables de rescate ni me lo menciones. / Antes que el día fatal alcanzara a Patroclo, / grato de algún modo era para mi alma perdonar la vida / a los troyanos, y a muchos apresé vivos y vendí. / Pero ahora no ha de escapar de la muerte ninguno de todos / los troyanos que la divinidad arroje en mis manos ante Ilio, / y, sobre todo, ninguno de los hijos de Príamo. / / Por esa razón, amigo, vas a morir. ¿Por qué te lamentas así? / También Patroclo ha muerto, y eso que era mucho mejor que tú. / ¿No ves cómo soy yo también de bello y de alto? / / Soy de padre noble, y la madre que me alumbró es una diosa. / Mas también sobre mí penden la muerte y el imperioso destino, / y llegará la aurora, el crepúsculo o el mediodía / en que alguien me arrebate la vida en la marcial pelea, / acertando con una lanza o una flecha, que surge de la cuerda.

Tras lo cual, Aquiles sacrifica a Licaón, hincado de rodillas. Mi padre leyó el texto griego varias veces seguidas. Me hizo repetir las sílabas con él. Abrió el diccionario y la gramática. Como el dibujo de un mosaico de vivos colores oculto bajo la arena sobre el que se vierte agua, las palabras, las frases cobraron forma y significado para mí. Palabra tras palabra declamada, verso tras verso. Recuerdo nítidamente el asombro que en mi agitada y difícilmente madura conciencia infantil produjo la palabra amigo, en mitad de la frase mortal: «Por esa razón, amigo, vas a morir». Y la monstruosidad, en la medida en que yo era capaz de calibrarla, de la pregunta: «¿Por qué te lamentas así?». Muy despacio, prestándome su valiosa pluma Waterman, mi padre me permitió trazar algunos de los caracteres y los acentos griegos. Y aguijoneando aún más mi curiosidad (aún habría de pasar algún tiempo hasta que descubrí que las traducciones de Homero no omitían los pasajes más emocionantes), como quien no quiere la cosa, mi padre me hizo una nueva proposición: «¿Qué tal si “aprendemos de memoria algunos versos de este episodio?». Para que la serena crueldad del mensaje de Aquiles, para que su dulce terror no nos abandonase jamás. ¿Quién iba a decirme, además, lo que encontraría sobre mi mesilla de noche al entrar a mi habitación? Salí disparado como una flecha. Y allí estaba mi primer Homero. Puede que el resto no haya sido más que una apostilla a aquel momento.

La Ilíada y la Odisea me han acompañado durante toda mi vida. Intenté saldar una deuda de amor estudiando y escribiendo sobre Homero.” (Todas las citas pertenecen a Errata)

Lo imagino al final de sus días levántándose cada mañana, escuchando a Mahler o cualquier otro de sus compositores favoritos, mientras merodeaba en su biblioteca, buscando un libro para poner a prueba su inteligencia y su memoria, cualquier pasaje en uno de los muchos idiomas que dominaba, siempre atento al mundo, a todo lo que él era capaz de relacionar de manera asombrosa, como hacía en sus artículos de The New Yorker o en “Antigona” esa obra de Sófocles a la que el supo encontrar profundos significados y derivaciones útiles para las pessonas que vivimos ahora mismo.

Lo imagino paseando con su perro, mirando sus ojos, donde decia encontrar destellos de una percepción del mundo que a él se le escapaba, tratando de mantener la serenidad y la entereza en medio del ultimo invierno. Siendo muy consciente de la devastación de su cuerpo y quizá preparando una dulce salida del mundo que supo mirar con tanta profundidad y belleza.

“En las privilegiadas economías de Occidente la longevidad va en aumento. Las miserias de la vejez se disfrazan; pero siguen siendo repugnantes. La vista y el oído se debilitan. La orina chorrea. Las extremidades se vuelven rígidas y duelen. Las dentaduras se tambalean en bocas malolientes y salivantes. Incluso con la lamentable seguridad de un bastón o de un andador, las escaleras se convierten en el enemigo. Las noches se vuelven huecas por la incontinencia y por las vejigas estériles. Pero las debilidades del cuerpo no son nada comparadas con la devastación de la mente. No solo bajo la lenta abrasión de la demencia o el alzhéimer; también en la normalidad la mente se tambalea. La fecha precisa, el nombre o la referencia se desliza del exasperado alcance. La palabra o el número preciso se desvanece en la neblina. El lapso, el foco de atención, el vigor de la concentración se vuelve débil, enfermizo, ineficaz. Los viejos se repiten sin darse cuenta. Sus horas se vuelven cada vez más rancias. Es como si el olor a orines, a excremento, a sudor bajo el sobaco, a las encías que se pudren, infectara la conciencia misma. Los animales parecen percibir ese olor rancio.

En consecuencia, miles, decenas de miles de mujeres y hombres soportan sus últimos años mirando a la nada, en salas decoradas con mal gusto y habitaciones que con frecuencia no cuentan con calefacción; en hogares para ancianos tapizados con chintz, pacificados por telenovelas y tranquilizantes, o aguardando ansiosamente para que los cuidadores limpien su contraído y empapado trasero. Vidas vegetales prolongadas sin ningún propósito social. Incluso la masturbación se seca y en vano intenta resucitar recuerdos con una sonrisa de superioridad. La carga económica es inmensa. ¿Cómo ha de financiar uno las incontenibles necesidades de los impotentes? Aunque refrenados por la obligación o la compasión menguante, los jóvenes pronto se constriñen ante la visita a los ancianos; ante el aire con olor a muerte que los rodea. Los aborrecimientos silenciosos se acumulan. Observando a los moribundos, escuchando su balbuceo, los jóvenes atisban la probable desdicha de su propio futuro. Bendecidos están aquellos que se van más o menos intactos, en posesión de sus recursos mentales, entre objetos que atesoran y mediante la vía del sueño. ¿Cuántos son?

Pero el remedio está al alcance. El suicido encarna, respalda la libertad. No elegimos nuestro nacimiento. Pero podemos reclamar la autonomía de nuestro ser, de nuestra «autoposesión» —un término definitivo— al elegir la manera y el momento de nuestra muerte. “La geriatría, remanente de teologías obsoletas, busca privarnos de esta libertad fundamental. ¿Hay algo más cruel, más éticamente reprobable que el dictado que mantiene vivo a quien está mentalmente extinguido, al paralítico, a quienes son alimentados mediante tubos? ¿Qué tiranía hay más obscena que la que prohíbe liberar al que se encuentra en coma, a quienes están encarcelados por la inmovilidad, a los muertos vivientes conectados a un respirador artificial, vaciando sus intestinos bajo licencia química? Está en juego mucho más que la dignidad. Es nuestra humanidad esencial. A la larga, comprender esto significa ganar terreno. Los derechos estoicos, epicúreos, a la libertad de la muerte elegida están volviendo. El acceso a la muerte asistida ahora oscila de la representación real a una multitud de disertaciones clínicas encubiertas. La institución médica muestra signos de un incómodo sentido común. Sin embargo, aún está por venir una revolución social y legal más radical. La eutanasia, asumidas las precauciones indispensables, debe volverse una opción básica. Solo entonces nuestra conciencia, nuestro espíritu, podrá «liberarse a los elementos».

Solo entonces, para usar los términos de Epicarnio, la muerte en verdad se volverá una amiga, una invitada de honor incluso al rayar el alba.”

GEORGE STEINER “Fragmentos”

George Steiner el gran humanista que nunca olvidaremos…

Steiner, un genio que se queda en mis libros

Por Conchi Sánchez

Hay personas que pasan por tu vida de manera fugaz y dejan una huella que permanece para siempre, con un espacio propio que parecía diseñado para ellas. Y lo cierto es que, con el paso del tiempo, me doy cuenta de que algunas han llegado a ser muy importantes para mí, aunque realmente no haya intercambiado ni una sola palabra con ellas. También pueden habernos hablado desde un libro, o desde dos, o haber disfrutado de toda su creación como si fueran conversaciones sucesivas y eso es lo que me ocurre con George Steiner. He experimentado su muerte como la desaparición de alguien muy próximo, porque empezó a formar parte de mi círculo de amigos cuando me convenció, desde la atalaya de una frase, de que somos unos invitados en esta vida y que cada día tenemos un billete intacto para disfrutar de todo lo que ella puede ofrecernos.

George Steiner.

Gracias a él he podido meter la nariz en la mecánica de los días con todos los engranajes que los componen: la música, la lectura, la conversación, la contemplación de todas las maravillas que se han ido pintando a lo largo de la historia, o el buen cine, que no se agota en cuatro visionados, como decía él. Tengo mis cuadernos llenos de notas sobre sus libros y pese a compartir con él tantas cosas en su mirada del mundo, me resulta curioso que haya disfrutado tanto de los avances que han permitido a la música llegar más lejos gracias a las grabaciones de calidad , pero que no haya descubierto los libros electrónicos, por ejemplo. Pero es cierto que uno no puede abarcarlo todo ni de manera perfecta. Hay espacios en los que podemos dominar muy bien el terreno que pisamos. En otros, somos meros aficionados, con el placer que supone, por qué no, dejar el análisis de lado y concentrarnos en disfrutar. Sólo eso.

Me costaba entender que apostara por la ciencia, desterrando la superstición, y que se considerase volteriano, cuando, sin embargo, tenía la Biblia o los libros sagrados judíos como lecturas fundamentales. Pero, pese sus contradicciones, me ha inspirado siempre su capacidad para volver a comenzar una y otra vez o esa confianza en que es posible hacer siempre mejor las cosas.

George Steiner-

Y no puede gustarme más que haya centrado sus energías en el lenguaje, en buscar sus conexiones con la vida y con las sensaciones. Estar seguro de que cada lengua abre un mundo nuevo o saber que un orgasmo se corresponde con la traducción simultánea…y a la inversa.

Buscar lo cierto a través del lenguaje, porque la verdad ya está instalada en las matemáticas y en la música. Seguro. Y tomar lo bueno de cada uno, lo mejor de lo que puede aportar. Como hizo con Celine o Heidegger. Para él unos titanes, aunque como personas sus actitudes fueran absolutamente crueles e injustificables. Pedir a cada uno lo que puede dar. Todo un ejemplo de vida que trato de aplicar. Gracias por tanto, señor Steiner. Nos seguiremos viendo en sus libros.

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