Pues si Las Meninas no es arte, ¿qué lo es?
–La suela de mi zapato, hurgarse la nariz.
–Quizá un día desaparezca la distinción entre arte y no arte. Cada momento del incesante discurrir del tiempo será una obra de arte, y nada lo será. Nuestra vida será una obra de arte. Yo lo seré. Y tú también.
Eduardo Mendoza. El rey recibe
El cincuentenario de la muerte de Marcel Duchamp (Blanville- Crevon, 28 de julio de 1887 – Neuilly-sur-Seine, 2 de octubre de 1968), trae causa del estado actual del territorio de las llamadas Artes Plásticas o Bellas Artes, tras los intensos terremotos de las Vanguardias del siglo pasado. Tras los terremotos del Desnudo bajando una escalera de 1912, a la Section d’Or de 1914, del Armory Show de 1913 a la Rueda de bicicleta sobre un taburete del mismo año; para cerrar en 1917 con la participación de la Sociedad de Artistas Independientes donde, bajo la firma de R. Mutt, presentó el famoso urinario con el nombre de Fountain l. En 1919, en Argentina, se apunta al club de ajedrez y comienza a estudiar partidas de José Raúl Capablanca. Ya de regreso a New York en 1920 vio la luz el alter ego de Duchamp, como Rose Sélavy. La elección del nombre se debe a que Rose le pareció el nombre más bobalicón de la época, y Sélavy era un calambur de c’est la vie. Duchamp compró una ventana francesa, cubrió los vidrios con cuero negro y pegó el título: Fresh widow copyright Rose Sélavy 1920 (Viuda fresca, copyright Rose Sélavy 1920). Más tarde, Man Ray fotografió a Duchamp vestido con un abrigo de piel y con un sombrero cloche, toma que acompañaría a un frasco de perfume con la etiqueta Belle Haleine-Eau de Violette (Precioso aliento-Agua de velo). Duchamp también empleó el nombre de su alter ego femenino en un Ready-made muy rectificado: Why Not Sneeze Rose Sélavy. Más adelante le añadió una R adicional al nombre, que pasó a ser Rrose Sélavy. En junio de 1920 vuelve a París y encuentra al grupo dadaísta, encabezado por Tzara, Picabia y Breton. Incluía, también, a otros hombres como Jacques Rigaut, Louis Aragon, Paul Éluard, Gala y Philippe Soupault . Duchamp escribió a Ettie Stettheimer que “de lejos todos estos movimientos aparecen realzados por un atractivo del que carecen a corta distancia”.
En 1923 desembarcó en Bruselas, antes de llegar a París, y pasó cuatro meses jugando al ajedrez, participando en el Torneo de Bruselas, su primero de entidad, terminando en tercer lugar. En 1924 participó en la película de veinte minutos de René Clair y Picabia Entr’acte que se proyectó en la representación del ballet Relache. A finales de 1925 invirtió parte de su herencia —sus padres murieron a principios de ese año— en una película, Anémic Cinéma, con calambures de Rrose Sélavy que giraban sobre unos discos. Su principal ocupación, sin embargo, seguía siendo el ajedrez, ya no tantos sus obras abandonadas. En 1926 empezó su carrera como marchante de arte, oficio que desempeñaría durante dos décadas. Duchamp se casó, para sorpresa de sus conocidos, en 1927 con Lydie Sarrazin-Levassor, a la que había conocido por medio de Picabia. Duchamp escribió a propósito de su boda a Katherine Dreier “Me caso en junio. No sé cómo explicarlo, porque ha sido tan repentino que me resulta difícil de explicar. [Lydie] No es especialmente guapa ni atractiva, pero parece tener una mentalidad capaz de comprender cómo puedo sobrellevar el matrimonio”. El biógrafo Tomkins opina que Duchamp contrajo matrimonio buscando la estabilidad económica que le ofrecía el padre de Lydie, fabricante de automóviles. Lydie era ajena al arte moderno, y no encajaba con los amigos de Duchamp. Tampoco sobrellevaba bien la afición de Duchamp por el ajedrez, circunstancia que le tenía estudiando situaciones de juego hasta la madrugada. Poco después Duchamp le dijo que se iba a jugar con Man Ray y que no volvería. Se continuaron viendo hasta que Duchamp le pidió el divorcio en octubre, que les fue concedido el 25 de enero de 1928.
Baste ver para ello con lo ya contado, el antes y el después de esa cronología parcial, donde pesa la marcha a New York de 1915 donde comienza El Gran Vidrio y da salida al Ready-made, In Advance of the Broken Arm. Desde 1915, Duchamp pintó muy pocas obras, aunque continuó trabajando hasta 1923 en su obra maestra, La novia puesta al desnudo por sus solteros, incluso, una obra abstracta, conocida también como El gran vidrio (Le grand verre). Realizada en pintura y alambre sobre vidrio, fue recibida con entusiasmo por parte de los surrealistas. Un movimiento de arriba hacia abajo, de Paris a New York; del tablero de pintura al tablero de ajedrez. Y de aquí la denominación del trabajo Duchamp ¿bautizo o entierro? ¿Fue Duchamp el sepulturero del cuerpo relicto de las Artes, ya renqueantes? O, por el contrario ¿ofició de padrino de la naciente criatura del esplendoroso siglo XX? Lo cual no quita ni limita la solemnidad complacida con que abría la conmemoración del cincuentenario, Ángela Molina en Babelia, del pasado 1 de septiembre, con su panegírico duchampiano, Espejos de Duchamp. Pero un espejo igual refleja que perpetúa el vacío de una mirada.
Cuando, bien a las claras y en palabras de Ángel González en su imprescindible trabajo El Resto. Una historia invisible del arte con contemporáneo: “El caso de Duchamp es, a este respecto ejemplar. Hay quien lo ha tachado de calculador, y hasta de oportunista, y sin duda lo fue, aunque no tan chapucero como los marchantes y críticos en quienes los artistas lo acusan de ello confían su propia presentación. A pesar de sus ausencias y sus disfraces, Duchamp no fue nunca uno de esos ‘grandes ocultos’ ‘grandes transparentes’ con los que soñaba su amigo Breton en los últimos años de su vida”. Y es que la indagación de González, como indica su nombre, se mueve en esa rara frontera entre lo visible y lo invisible del Arte; y en ese enclave movedizo y escurridizo la posición de Duchamp es sintomática y seminal. Lo visible y lo invisible, el nacimiento y la muerte. Y de eso se trata, como señala Miguel Ángel García en el prólogo de El Resto, de ahondar en los límites: “Pues bien: si el arte ha muerto, y si las cosas no pueden estar peor, habrá que traerlo de las sombras y convocar a los muertos”. Muertos y vivos, como en Duchamp.
Si fue lo primero, habrá que reconocer lo afirmado por Álvaro Delgado-Gal en su trabajo Du côté de chez Duchamp, cuando cita: “En cierto modo, el arte moderno surgió del antiguo por un proceso de degeneración, en la acepción matemática de la expresión”. Una expresión que no alberga connotaciones negativas, a juicio de Delgado-Gal, sino que refleja “la anulación progresiva de un parámetro o de una dimensión”. Y es que “el prolijo sistema de consignas morales que guiaba al artista clásico se atenúa o esfuma, y la forma, desenganchada de sus antiguas funciones figurativas o celebratorias, se despliega como si estuviera impulsada por una dinámica oriunda. Hemos ingresado en el universo Clement Greenberg…Greenberg, pecaba de demasiado optimista, no porque Matisse o Braque no sean admirables, sino porque se encuentran más al final que al comienzo de un trayecto”.
Si es lo segundo habría que señalar, preferentemente, lo anotado en el referido trabajo: “Lo que Duchamp añade a la impugnación romántica de la forma bella es la disociación entre forma y expresión. De esta doble negación surge un arte cuya forma es indiferente, en un doble sentido”. Tan indiferente como para aceptar la doble boutade duchampiana que subraya Delgado-Gal, de que “sont les regardeurs qui font le tableaux”, y la de que “un objeto cualquiera puede ser elevado a la dignidad de obra de arte si así lo decide su creador”. Con todo ello, el viejo estatuto de las Artes tradicionales sale disparado por la puerta de atrás. Pero no sólo la impugnación tradicional de la pintura retiniana, sino un paso más al frente de la disolución. Por todo ello, “Duchamp será un destacado precursor, pues cuando en los años cincuenta –cuarenta años después de hacer sus Ready-made– decida integrarlos en el mundo del arte, resolverá empezar no por el mercado, sino por las instituciones públicas”.
Y es que en Duchamp se dan muchas encrucijadas en forma concatenada, como una partida de ajedrez que abre movimientos y alternativas nunca coincidentes y siempre divergentes. Encrucijadas que van desde la invención del Ready-made, hasta el abandono de la pintura misma a favor del ajedrez como ‘cosa mental’. Justo lo que Leon Batista Alberti precisara de la pintura en su tratado De pintura. Unos Ready-made que prolongarán su indiferencia conceptual y visual, desde el Dadá inicial, a ciertas estribaciones ambivalentes del Surrealismo y sus Dèja vue, sus Cadavre exquis o los Objects trouvés. Mostrando cierto paralelismo entre la serialidad maquinista e industrial de los Ready-made y el automatismo inconsciente y antimaquinista de los juegos surrealistas. Unos Ready-made, que reflejan la inmediatez de lo seriable industrial, subvertido por otras posibilidades y otros usos, que alteran su origen formal, por una deriva de sinsentidos, en conexión con flecos del primer Surrealismo que muestra al tiempo que esconde. Un Surrealismo doble y dual donde, pese a todo, se dan la mano Modernos y Antimodernos, es decir pintores No-retinianos con otros retinianos. De aquí la pregunta de Delgado-Gal. “Magritte, Dalí o Delvaux son y no son modernos”. Como Duchamp y como Dalí, ambos hijos de notario y por ello hijos de quienes notifican legados materiales del pasado y los transforman en legados materiales del futuro.
O como decía González, frente a la afirmación de Carlos Alcolea – “hay que lograr que la ropa se seque dentro del cesto”–, “El listo de la familia no dudaría en tenderla, y acabar así con el trabajo. El idiota en cambio se retrasa, y de tanto retrasarse, no es raro que se convierta en un retrasado… Su precoz complicidad con Duchamp, otro idiota, y en una familia de idiotas por si eso fuera poco, se recreaba en el seguro instinto para el retraso que siempre demostró un artista al que, sin embargo, suele calificarse de adelantado. Y no es sólo que el propio Duchamp hubiera llamado ‘retraso en vidrio’ a una de sus obras más ambiciosa, y cuya conclusión iba siempre con retraso; es que además, de haber ido Duchamp a alguna parte, habría sido hacia atrás más que hacia delante”.
De aquí, tal vez, que Duchamp prefiriera el atributo de jugador de ajedrez antes que el de pintor. Sobre todo de pintor retiniano, que es a lo que Duchamp aspiraba a dar muerte. Como se refleja en varios pasajes de las entrevistas sostenidas entre Pierre Cabanne y Marcel Duchamp, en su libro central de 1967 Conversaciones con Marcel Duchamp, que recoge las conversaciones sostenidas en 1996, en vísperas de cumplir Duchamp los ochenta años. Conversaciones y entrevistas donde al ser interrogado por distintos problemas del Grand Verre, Duchamp responde, esquivo y oblicuo sobre ese Vidrio retrasado en palabras de Ángel González.
MD: –“Yo mezclaba la historia, la anécdota, en el buen sentido de la palabra, con la representación visual, dando menos importancia a la visualidad, al elemento visual, que la que se da normalmente en un cuadro. Ya entonces no quería preocuparme del lenguaje visual”.
PC: – “Retiniano”.
MD: –“Retiniano por el hecho de ser consecuente. Todo se hacía conceptual, o sea dependía de otra cosa, no de la retina”.
De aquí la atribución que se hace del aserto de estirpe duchampiana: “Se acabó la pintura pintada, comienza la pintura pensada”. Posición que no deja de esconder una suerte de fatalismo, sobre las posibilidades de la Pintura misma. Por ello ‘¿Se acabó o no se llegó a tiempo?’.
Y estas reflexiones y estas posiciones de Duchamp, acabarían dando frutos en dos direcciones contrapuestas, casi a la manera de los apocalípticos e integrados de Umberto Eco. Posiciones culturales que se prolongan en el campo de las Artes, de forma paralela a lo expuesto por Eco para la sociología de la cultura y del gusto.
Por un lado todo el territorio del llamado Arte conceptual, que por cuya denominación propositiva elude el territorio propio de la Pintura anterior, que considera ya como una categoría histórica superada y en desuso. Unos razonamientos de la superación del ojo, de la Pintura retiniana misma, que vendrían avalados por la obviedad de las formas de ver de naturaleza mecánica que, desde la aparición de la fotografía primero y del cinematógrafo después, habían modificado el Sentido de la mirada. Como si se nos dijera no podemos ser neutrales ni indiferentes, ante tales avances que modifican los problemas de la visión y de la representación.
La otra dirección postduchampiana, tiene que ver con todo el movimiento que atiende a la proclamación de La muerte del Arte, que en Estados Unidos abanderara Arthur Danto y, entre nosotros, cuenta con un propalador de fortuna, como Félix de Azúa. Quien en su Diccionario de las artes (1995), y a propósito de Duchamp dejaba ver las dificultades de reconocer un buen Miró de otro menos bueno, como parte de una crítica central al Arte contemporáneo; que no escondía la disolución del criterio de valor y de reconocimiento de una obra. “Porque en Tiziano cuenta mucho la habilidad, pero en Miró cuenta sobre todo la concepción encarnada en un jeroglífico de su invención, fácilmente reconocible…Pero distinguir un buen Duchamp de uno malo, no es que sea difícil, es que es un disparate e indica que no se entiende nada de Duchamp. En Duchamp todo son ideas y sólo ideas”. Que se prolonga con lo afirmado por González en El Resto. Una historia invisible del arte con contemporáneo. “Pero ¿acaso no ocurre así con cualquier otro artista? Sólo hasta cierto punto. Un cuadro de Matisse, por ejemplo, produce sobre todo sensaciones; una pieza de Duchamp, interpretaciones; una imagen de Beuys, sin embargo produce nuevas imágenes”.
Incluso la influencia nominal de Duchamp supera a su propia obra. Influencia de efectos devastadores, como puede observarse tras los acontecimientos post-Duchamp. Que desaparece en un año tan redondo como simbólico, como fuera 1968. Que a su modo refleja otras contabilidades de la desconexión. Una de ellas, celebrada en el mismo 1965, el año anterior de las conversaciones con Cabanne, en la exposición de Arroyo, Aillaud y Recalcanti, denominada ‘El trágico fin de Marcel Duchamp’. De quien Arroyo, llega a decir. “Es un personaje interesante. Yo lo he asesinado en vida. Era muy listo, pero no un gran artista”. Un vivo-muerto, merced a ese asesinato ritual de la pintura. Un vivo-muerto que no se sabe dónde colocarlo ¿en el Museo o en la morgue?
Y en esa cadena de desapariciones y de asesinatos, Delgado-Gal cierra la cuenta con la dura aseveración. “Además de desaparecer el público, ha desaparecido el autor. Esto completa una asombrosa cadena de cancelaciones: de la obra primero, de quien la contempla a continuación, y finalmente, de quien la hace. ¿Qué habría dicho Duchamp a la vista de este eclipse absoluto, de este asombroso acto de prestidigitación? Me juego el cuello a que se habría reído. Su fuerte mayor, indubitablemente, fueron las bromas. También el tiene derecho a los bigotes y la perilla con que decoró a la Mona Lisa”.