De entre todos los instrumentos posibles, la voz humana siempre ha recibido un trato privilegiado. Sea porque es el único que no hemos fabricado, sea porque ningún otro es capaz de articular palabras, o sea porque es el que nos pertenece, la voz tiene un distintivo que la hace parte fundamental de la música desde el principio de los tiempos. De hecho, desde la Baja Edad Media (contexto amplio en el que arranca oficialmente la Historia de la Música clásica occidental) hasta bien entrado el Renacimiento se consideraba el único instrumento verdadero, es decir, acorde a los preceptos religiosos que separaban el grano de la paja, la música trascendente de la intrascendente, la alta y la baja cultura. Solo en las últimas décadas, cuando la música medieval vive una segunda juventud gracias a la gran cantidad de investigadores e intérpretes dedicados a ella en exclusiva, se va recuperando todo un mundo de piezas populares para diversos instrumentos que no podían aspirar a medirse en igualdad de condiciones con el repertorio religioso, siempre vocal. Y aun así, la mayor parte de las grandes partituras vocales y corales fuera del ámbito operístico desde entonces hasta hoy mismo siguen siendo religiosas.
Dado que la ópera tiene un peso específico muy grande, le dedicaremos un texto propio que cerrará además nuestro viaje por la música clásica. Aquí nos quedamos con todo lo demás, que no es poco: misas, motetes, sinfonías corales, cancioneros.
Decíamos que lo coral y lo religioso han estado siempre fuertemente unidos, algo que se explica no tanto por la capacidad de la voz humana de fundir texto con música sino por conectar los dos climas musicales más extremos: cuando nada la acompaña, la voz alcanza unas cotas de recogimiento imposibles de replicar por cualquier otro instrumento. Y, por contra, cuando a la magnitud de una gran orquesta se le añade un coro, se alcanza el máximo grado de épica posible. Esta dualidad es perfecta para las funciones religiosas, que buscan por un lado hurgar en la espiritualidad interior de cada uno, y por otro extasiarnos ante algo tan grande que sintamos que nos desborda por completo.
Tanto la pureza de la polifonía renacentista (y su amplia reformulación en el S.XX), las intrincadas fugas barrocas y su reverso en las parsimoniosas arias solistas, o las grandes misas y réquiems de Mozart en adelante tienen un enorme poder de conmoción. Seguramente hayan hecho mucho más por la devoción de la gente que miles de sermones. A los no religiosos, desde luego nos mantienen una firme creencia en la música.
Fuera de los templos, donde los coros grandiosos han encontrado su hueco es en las sinfonías corales, y también en la música de cine. Quizás porque es muy difícil introducir un elemento que en cierto modo pervierte el sentido de la sinfonía como pieza puramente orquestal, o quizá porque nadie se viera capaz de igualar el impacto de la primera sinfonía coral (la de Beethoven, claro), lo cierto es que el género no ha sido tan cultivado como otros. Solo Mahler parecía encontrarse verdaderamente cómodo con ellas. No obstante, las sinfonías corales han legado bastantes movimientos que han calado hondamente en el imaginario de los oyentes. Compartiendo muchos rasgos con ellas pero libres de toda atadura formal, los coros para cine han engrandecido muchas películas resultando fundamentales para dar a ciertas escenas el poder que no tendrían sin ellos.
El otro gran mundo de la música vocal es de la canción. Aunque destinada en un principio a tratar temas más mundanos que los del repertorio coral, muchas canciones llegan a tocarnos la fibra a pesar de su brevedad (incluso gracias a ella). Aquí se sacan a relucir los elementos propios del folclore identitario de cada cultura. Por mucho que los lieder alemanes (con los de Schubert y Schumann a la cabeza) parecieran establecer una pauta general, son tan identificables como una canción española o un espiritual negro (de nuevo, la religión). Canciones hay de corte más jocoso y de corte más introspectivo, pero todas comparten su cualidad de esencias guardadas en frasco pequeño, su lirismo, su fineza. Son el complemento necesario a la solemnidad y el tono grave de las demás obras vocales, aunque muchas no estén exentas de dramatismo.
En la lista que adjuntamos se combinan estas pequeñas joyas con grandes monumentos corales conocidos y no tanto, viajando continuamente desde esa Edad Media austera y fundacional hasta los profusos compases del Romanticismo tardío, y por supuesto hasta ese aglutinador S. XX cuyas propuestas no dejan de sorprender.
Peñascos del Romanticismo: una guía de audición a algunos «lieder» del S. XIX
Gracias. Ahora que han decidido vendernos otra vez a Queen, no está de más recordar qué hubo antes de aquellos alardes vocales…