Erman Erim, de Berghain a Moonlight Sonata

Jodido. Esperanzador. Loco. Son las tres palabras que Erman Erim usa cuando le pregunto cómo describiría el mundo. No somos imprescindibles en este universo. Dice. Pero no es un nihilista, al menos no lo parece. Escuchándole se intuye una sensibilidad que confirmo mientras habla a través de una pantalla desde su casa en Nürnberg. La música siempre ha estado. Desde Beethoven, Beatles, Beach Boys, ODB a White Stripes. Su padre aún juguetea con su vieja guitarra en el sofá, demostrando que queda mucho de aquel joven que tocaba en una banda de rock en el Estambul de los años 60. Su madre es a menudo ese primer oído amable cuando produce nueva música. Y si no la convence siempre puede recurrir a tocar Moonlight Sonata de Beethoven para arreglar las cosas.

En aquella casa se cultivaba la creatividad. Me habla de sus veranos en un pueblo perdido en Alemania con su perro Cesar. Era un hogar amoroso. No hubo consecuencias cuando a sus seis años quiso abandonar la escuela de música donde estudiaba solfeo. Él siguió escuchando, imitando, probando, aprendiendo un arte que luego se convirtió en oficio. Ser diferente nunca es bien cuando solo quieres ser aceptado. Entre Alemania y Turquía. Entre culturas. Entre el cristianismo y el islamismo, sin ser él una persona religiosa. A nadie se le ocurrió avisarle que sus compañeros iban a tomar la primera comunión. En plena pre-pubertad no debió ser bonito llegar a una clase vacía. Pero una capa de amor protegía a Erman a pesar de salirse de la norma.

Para él, la música es un lenguaje, una manera de expresarse. Es un autodidacta natural. Aprendió desde muy pequeño a tocar el órgano electrónico. Recuerda con exactitud cómo se sintió al tocar un Steinway & Sons por primera vez.  Ahora usa su teclado casi a diario. No tiene método. Él improvisa. Toca. Arregla. Graba. Busca hasta que algo se activa y encuentra el camino. Un automatismo creativo que se enciende de noche cuando solo puede molestar a unos vecinos que a veces han hecho de público. No huye de las colaboraciones, pero funciona mejor en solitario. Desde la intimidad de su galaxia, rica en emociones. Si está de buen humor es más fácil. Las cosas malas, las que duelen, han de procesarse primero, antes de comenzar el proceso que acabará resultando en piezas tan dispares como Everything will be Good, Forever Against Nature, Feel Me Deep, Never Ending Stories

Su carrera se había desarrollado principalmente en el techno, habiendo sido número uno en Alemania varios de sus hits, hasta que publicó Hypnagogia (2011). Quién diría que los mismos que vibran con él a altas horas de la madrugada, le han pedido que toque esta pieza de música clásica que yo misma he reproducido cientos de veces y por la cual le conozco. Su curiosidad le ha llevado a producir música de diferentes géneros, en diferentes formatos, incluyendo anuncios, cortometrajes y largometrajes. Cuando le pregunto si se arrepiente de algo en su carrera, bromea con la idea de ganar un Grammy.  Tiene más de treinta o cuarenta piezas acabadas: hip-hop, clásica, electrónica, hay de todo. Yo hago música para mí mismo. Confiesa. No hay estrategia, ni marketing, ni redes sociales activas. Me queda claro que la música es su modo de vida más que un sustento.

Esa inocencia, que no es más que respeto, curiosidad, talento, se desvela en cómo recuerda la primera vez que pinchó en Berghain, un club berlinés conocido por lo difícil que es entrar en él. La misma Claire Danes llevó el nombre de este mítico lugar hasta The Ellen Show. Erman recuerda al segurata acompañándole por un pasillo hasta un ascensor mínimo que le llevó directamente a la cabina, delante de dos mil personas bailando bajo la bóveda de una especie de catedral, un monumento del mundo moderno. Cuando le confieso que no soy una techno lover, hace un ejercicio de didáctica que solo es posible para quien conoce algo íntimamente. Puedes compararlo con un ritual, al final es música tribal, bailar con pares, vibrar, dejarse llevar. Las drogas son el camino más fácil pero no hacen falta para llegar al trance, para sentir el techno y disfrutarlo. Me dice.

Una de las cosas que me intrigó de Erman antes de conocerle es que llevaba un tiempo sin lanzar nuevos temas. Por suerte, quizás eso cambia en 2024. Tiene la generosidad de compartir conmigo una grabación improvisada del mismo día en el que hablamos. Es una pieza al piano de un minuto y veintinueve segundos que se llama Einskommafünfgrad, en español, 1.5 grados. No le pregunto qué significa, pero me lo imagino, Erman desea que la naturaleza encuentre su camino, lejos de la destrucción a la que le somete(mos) el ser humano. Últimamente encuentra inspiración en Gustav Mahler, un compositor austro-bohemio de principios del siglo pasado. Su música me transporta a ese tiempo, y a las crisis que asomaban en los años veinte, también en Berlín, donde el mundo empezaba a enloquecer. Relata. Ahora le entiendo de una manera totalmente distinta. Su música suena a esperanza, pero acaba en fiasco. Concluye. Todos sabemos lo que vino después.

Erman sabe que la música, el arte, es una pulsión que nos acompaña, que nos hace entender el mundo o al menos nos ayuda a analizarlo. 1.5 grados me conmueve, como a Erman, no me avergüenza llorar, no huyo de las emociones. Hay cosas que hasta que no las sentimos no las comprendemos, hay palabras como cambio climático que no significan nada si uno no siente la destrucción que causa. Cuando le pregunto por qué sigue en Nürnberg, Erman me habla de mind-travelling, viajar a través de la mente. Quien tiene un universo interno cultivado no necesita mucho más. Me tranquiliza que, pase lo que pase en este mundo jodido, loco y también esperanzador, siempre nos quedará la música, la literatura, la palabra.

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