Pájaros en la ventana

Three little birds

Each by my doorstep

Singing sweet songs

Of melodies pure and true

Bob Marley

 

Me mudé hace más de un año, un caluroso y melancólico julio, pero no fue hasta diciembre que mis hijos me insistieron en comprar una pareja de periquitos en la tienda de mascotas más cercana. En realidad, ellos querían un hurón que se dejaba acariciar mientras se escurría como una anguila, pero no soy tan animalista como para sacar a pasear bichos exóticos que encima son más rápidos que yo. Los periquitos, en cambio, hacen barrio, en vez de hacer la pascua. Un hurón es cierto que hubiese gustado también a los niños de la zona, que hubiesen alucinado con él, pero el precio sería que se me escondiera por casa, durmiera conmigo con riesgo de aplastamiento y que dejara las provisiones echas un destrozo de migas y granos de arroz. Los pericos, sin embargo, se exhiben a sí mismos, les gusta ser observados, la gente que pasa les hace carantoñas y los niños pequeños se quedan ojipláticos durante un minuto sin que yo tenga que hacer el menor esfuerzo. Mi casa es un bajo que da directamente a la calle, como en los pueblos, así que la ventana principal queda justo a la altura de los ojos, y un periquito es azulado, tiene rayas como un tigre blanco y es hermoso de tamaño, mientras que el otro es más pequeño e íntegramente amarillo. Tienen lugar muchos debates frente a mi ventana acerca de si el segundo es, o no, un canario, pero lo que todo el mundo tiene claro es que al amarillo le toca ser la hembra y al de aspecto oriental el macho. No sólo porque la gente asigne sexos por tamaños, olvidándose -afortunadamente- de Romina y Al Bano, sino porque, según parece, el color de la nariz, justamente en el empeine del pico, determina el género. La gente sabe de estas cosas, y te las dice con mucho respeto para que no te avergüences de tu profunda ignorancia. Gracias a los pájaros me han adoptado, y muchos me dispensan sus consejos.

 

 

Un vecino, por ejemplo, que es grande, calvo y tatuado me advierte que no deje la puerta de la jaula del lado externo, que hay mucho desalmado suelto que los soltaría o metería la mano para hacerles Dios sabe qué. Otro me ha dejado en el alfeizar unos palitos de semillas con miel que le han sobrado de los suyos, que no son periquitos y no es bueno alimentarles con cosas que no son de su especie. Me los encontré un día al volver del trabajo y más tarde pasó por casa para explicármelo. Otra vecina mayor a la que sorprendí diciéndoles cositas cuando iba a cambiarles el agua me sorprendió ella más a mí al revelarme que alguna vez limpia la repisa de la ventana de plumas y alpiste porque la tengo hecha una porquería, y soy un Adán de la ornitología. De este estilo todo. Las madres se paran día tras día a hora fija en la ventana a enseñar a sus bebes los “pipis” -todas, pero todas, como si se hubiesen puesto de acuerdo, les llaman pipis-, y los cogen en brazos, para que no se pierdan detalle. Esos críos y crías que en cuestión de diez o doce años ya no les llamarán la atención más que los coches caros y la ropa de marca todavía son tan tiernos que se asombran con un par de pajarines, como si para eso sirviera haber nacido, para ver portentos increíbles del tamaño de mi mano. Ayuda mucho que mis pájaros son un amor total. Nunca pían lo más mínimo hasta que me escuchan removerme y finalmente levantarme, y tampoco en cuanto apago la luz y me acuesto. Ni adiestrados lo harían mejor. Luego están absolutamente enamorados el uno del otro, cualquiera que sea su verdadero sexo, y se pasan las horas haciendo los tortolitos y dándose piquitos, nunca mejor dicho. Las pocas veces que les he sacado de la jaula, por aquello de la culpabilidad de que estuviesen siempre encerrados, me parece que no han disfrutado nada del garbeo, precisamente por sentirse perdidos y encima separados. Ignoro si todo amor monogámico tradicional es una jaula, pero este desde luego que lo es, a satisfacción de los dos interesados…

 

Si cruzo la calle en diagonal, como en Tokio, doy con un comercio chino de esos que abren 16 horas para venderte la comida más cutre que existe a un precio superior al de los supermercados. Lo lleva un chino muy majete, que ya es abuelo y con ese aspecto de hombre noble y sabio que abunda mucho por esas tierras. Tengo la impresión de que según salió del avión le metieron en ese tabuco a trabajar, donde está preso todos los días del año, que no hace excepción ni por la celebración del Año Nuevo Chino. Una vez le pregunté y, en efecto, no sabe lo que es la Puerta de Alcalá, mírala, mírala, mírala. Me está enseñando chino por entregas, a palabra la visita, pero como las pronuncio mal, a este paso no aprenderé más que diez y nadie me contratará de intérprete en la ONU. Los números son facilísimos, quiero decir el uno y el dos, luego ya el tres se complica. Pero no hay que cometer el error de saludar con una reverencia al entrar y al despedirse: parece que eso es cosa de los japoneses, y no sé si nos gustan o no los japoneses (a ese nivel de conversación no hemos llegado, sobre todo porque sabe el castellano justo para cobrar las mercaderías chungas). El hijo de este hombre, mi profesor de chino, regenta el bar de enfrente de mi casa. Tampoco cierra nunca, se ha puesto un falso nombre occidental y juega a las cartas y al dominó con los clientes. A los quince años le metieron en una escuela de artes marciales, así que alguna vez, aunque está algo fondón, se marca una patada aérea tras la barra. Los parroquianos del bar están encantados con él, siempre que se pueda hacer algún comentario crítico hacia la civilización china, y darle caña porque no sabe disfrutar de la vida. No es racismo ni xenofobia, es chovinismo español expansivo y cordial. Esos parroquianos se pasan el día entero en la puerta del bar, son como restos del naufragio laboral que beben cerveza de lata, fuman chustas miserables y ven los partidos de fútbol, sin conseguir nunca emborracharse del todo y hablando sin parar de Historia, les encanta la Historia de España. Por descontado, la mayoría tiene una interpretación muy facha de la desgracias de España, y echan de menos un poco cuando fuimos imperio, como si también ellos hubieran estado allí saqueando la plata y desvirgando indígenas. Como yo soy el profesor, se piensan que me conozco las proezas de Blas de Lezo y no sé quién más, pero en realidad no tengo ni idea, de manera que, para fastidiar un poco, sólo saco a colación Trafalgar y el heroísmo tullido de Nelson, ese jodido inglés.

 

 

Completan el cuadro un africano que hace guardia en la puerta de un garaje cantando para sí mismo canciones de allí y un pobre diablo que ocupa el poyete de una esquina tratando de dar conversación a todo el incauto que pasa. A este le gustaría ser el espíritu bondadoso del barrio, y a todo el mundo le desea un buen día (he observado que sólo la clase trabajadora desea a los demás un buen día) y toda clase de parabienes, pero luego tiene sus manías. A unos cuantos les tiene atravesados, y les insulta, y a unas cuantas se pasa de piropearlas, que el hombre no es de piedra y desde luego lo ignora todo de dinámicas sociales de igualdad de género o micromachismos cotidianos. Últimamente anda jorobado de lo suyo, me temo que se ha pasado una temporada en el psiquiátrico. Lo que “anda” es un decir, ya casi ni puede caminar. El otro día tuve que llevarle hasta su portal, yo, que jamás ejerzo de humanitario, muchas horas antes de su hora de retiro habitual. Pero es orgulloso, él dice que se va a casa a ver el fútbol. Coño con el fútbol, es la nueva Iglesia Universal, y Florentino Pérez el puto Paparoma, como decía el Ivá. Hasta tiene misioneros, el fútbol, que viajan al Tercer Mundo a engañar a los chavales con el señuelo del oro occidental y la vida loca… No soy yo de fútbol, además de que trabajo, y por eso no terminan de integrarme en la peña del bar de enfrente, cosa de la que más bien me alegro, o mi sensibilidad pequeñoburguesa se sentiría herida por mezclarse con semejante quinta del paro, la nostalgia imperial y el botellín recalcitrante. Ya se sabe que los filósofos sólo nos juntamos con la gente normal, cuerda, más o menos maltrecha y asendereada -gran palabra- por la vida, para hacer antropología barata.

 

 

A todo esto mis pájaros continúan cantando. Viven del halago ajeno, se alimentan de él, como los cantantes humanos, y a veces pienso que podría dejarles varios días sin comer y sobrevivirían tan sólo metabolizando las monerías que les hacen. No lo hago, claro. Llevan en las patas unas arandelas identificativas que atestiguan quién es su dueño, por si alguna vez me da por putearles. Con toda seguridad no servirían para nada, y yo quedaría impune, pero es un detalle que alguien se preocupe por eso y crea que se puede proteger a los animales domésticos en algo. Tenemos a los bichos de la Creación toda a nuestro servicio, esclavizados, cuando son nuestros compañeros, aquellos que nos van a preceder en el apocalipsis de la quiebra ecológica. Y hay quien ha propuesto conceder a algunas especies carta de ciudadanía (Zóopolis, errata naturae), e incluso reconocerles derechos, pero muchos intelectuales ilustres se lo toman a chacota. Como cantaba Lou Reed, and animal life is low on the totem pole /with human life not worth much more than infected yeast. Yo, hoy, me pongo de su lado, y de los tres pajarracos del temita de Bob Marley, dos los tengo expuestos en la ventana y el tercero -aunque nunca aprenderé a decirlo en chino- me pido serlo yo.

 

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