La sal de la tierra

“Ustedes son la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida,
¿con qué se hará salada otra vez?. Ya no sirve para nada”.
-Mateo 5:13-16



El documental The salt of the earth (La sal de la tierra) parece que habla de un hombre aficionado a la cámara, pero habla, simplemente, de un hombre. Sebastião Salgado viene de las montañas de Brasil. Desde niño quiso retratar lo que había detrás de esa eminencia topográfica y, a su vez, encontró la historia de la humanidad.

En 1986 fue a Sierra Pelada, una región del estado de Pará, y fotografió a hombres  peleando por la ambición del oro, sacrificando su libertad. Creyendo que sólo una manera de vida era posible y era esa: escalar un pozo con sacos a la espalda, sin caer ni mirar abajo, hasta 60 veces al día.

Por la misma época, Salgado retrató la autenticidad de los indígenas en el noroeste brasileño, la felicidad de no necesitar grandes cosas porque las pequeñas crecen de por sí. Inmortalizó miradas infantiles buscando no perderse en el limbo, porque en las creencias latinoamericanas los niños que mueren sin ser bautizados deben ser enterrados con los ojos abiertos para encontrar la paz. Vio en el camino el desgaste del duelo y fotografió una bodega que vendía zapatos, plátanos, helados y urnas en el mismo lugar.

A comienzos de los años 90, Salgado estaba en África. Dibujó con luz y sombras la desesperación del hambre. Un sinfín de huesos aparecen en sus ediciones, carne humana tan delgada que marca el esqueleto. Cuenta historias de personas que caminaron de una ciudad a otra con sus muertos –de hambre- en los brazos, con la esperanza de llegar a tiempo, con la realidad de saber que no iban a lograrlo. Se ve a través de sus fotos el dolor del padre que baña al hijo para enfrentarse limpio ante Dios, porque la fe, siempre, hasta el final. Se ve el esposo vistiendo el cadáver de su esposa, un hombre joven muriendo de la vejez que tiene en la mirada.

Desde el lente de Salgado ha quedado para siempre una carretera de 150 kilómetros de muertos en las orillas, en las ventanillas de autos abandonados, en el resultado de los desplazamientos. Retrató el infierno de los 700 pozos petrolíferos incendiados en la Guerra del Golfo, la destrucción de la tierra, la inhumanidad de cuerpos sin vida recogidos por excavadoras, saldo de venganzas Tutsi y Hutu que pagaron inocentes. Pilas de personas que alguna vez fueron amadas, junto a otras que no tuvieron la oportunidad de amar.

“Cuántas veces mantuve mi cámara frente a mi rostro para poder llorar”, dice en el documental. Salgado iba sumando muertos a sus minutos de vida. Le estaba devastando la sangre en el piso, en los vidrios, el mensaje que quedó escrito en la pizarra de un colegio, donde las personas pensaron que podían salvarse y no sobrevivieron. “Somos un animal muy feroz. Un animal terrible, nosotros, los humanos”.

En Salgado todavía existe la desolación, ese pozo que tiene fondo pero es muy profundo. Creyó naturalmente, ante tanta atrocidad, que no había reparo. En el documental la voz se le encoge cuando habla, se le pone triste la lengua.

La primera foto que tomó en su vida fue a su esposa Lélia Deluiz Wanick al borde de una ventana, recuerda. Con la mirada perdida, de perfil. Lélia, el bastón principal de la inquietud Salgado. Esta mujer tuvo la idea después de tanta desolación, de replantar un bosque, así, con la facilidad de simplificar la inmensidad. Y fue entonces que sembrando árboles cosechó la esperanza en Sebastião, como sólo el amor sabe.

El brasileño revolvió en sus metáforas el sueño de la vida desde cero, volver a crecer, reivindicar con la naturaleza todo lo que la humanidad había pisado y él había visto. Así nació su última obra fotográfica, un tributo a la belleza del mundo: Génesis.

Win Wenders

Se reflejó en las arrugas de las tortugas, en el canto de la chicharra hasta dar casa a las termitas, la curiosidad del gorila ante el espejo, en la fragilidad de ver nacer a un árbol que no será árbol hasta 400 años después, pero con dos hojas ya da sombra a las hormigas. Se le vio el amor por la esperanza y evocó, de alguna manera, a los bomberos canadienses que aún exhaustos y llenos de petróleo lavaban todos los días su camión hasta que volviera a ser rojo. A la sonrisa del niño que se sentía seguro en un genocidio porque su madre le abraza. A la llegada del tren lleno de comida en medio de 40 mil personas a la deriva. Salgado ha retratado en blanco y negro un recorrido del bien al mal, que nos abarca sin distraernos a color. La tragedia y el otro lado. La verdad de la humanidad.




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