Pese a todos sus detractores teóricos (Elie Wiesel o Emil Cioran murieron ancianos), y pese a las religiones organizadas (que venden la muerte como un transito a sus fueros), algo debe tener está vida nuestra tan precaria y triste que nos agarramos a ella desesperadamente como el jinete zumbado a su montura de rodeo. Clint Eastwood no necesitaba haber protagonizado esta última película, Mula, ya había dejado muy buen sabor de boca con Gran Torino. Sin embargo, eso es la vida, una adicción: suplicamos por un último pitillo, una última copa, un último polvo, una última película… El guionista de Mula es el mismo que el de Torino, pero quién lo diría. Los diálogos son tan estereotipados, las mujeres hacen tan estúpido papel, todo se reduce a dar tanta coba al anciano Eastwood, la cinta entera, en última instancia, resulta tan pastiche del héroe americano, que parece que lo hubiera escrito el propio Clint, o, mejor, su amigo Donald Trump.
Dicen que Franco bosquejó Raza, pues bien: Trump sin duda ha puesto el embrión de Mula. Por un vez, Clint Eastwood no hace de tipo duro propiamente dicho, como a Trump le gustaría (existe, por cierto, mucho feeling entre ambos en este aspecto: antes de ser presidente Trump confesó una vez que ensayaba la mirada de Harry el sucio en el espejo, y Eastwood declaró no hace mucho su afecto por el bronco magnate), sencillamente porque ya no tiene cuerpo para ello. Encorvado, esquelético, ralo, Clint se mete aquí en el papel aún más inverosímil de un vividor, que es otra de las facetas, precisamente, que Trump estima de sí mismo. La película nos dice que a los vividores individualistas todo el mundo debería quererles, aunque ganen mucho dinero en negocios ilegales, porque ese es un derecho americano, siempre que no tengas multas de tráfico. Dónde termina después la cocaína, y qué vidas malogra o destruye, es una pregunta que el guion no se hace: ya se sabe que nadie te pone una pistola en la sien para que esnifes, cada uno hace lo que quiere en este gran país, hablamos del jodido mundo libre…
Luego están los mejicanos. Los mejicanos, para Clint/Trump, se dividen entre los cetrinos que se rinden a la simpatía y valor de Eastwood, y los cetrinos pendejos, crueles y antiamericanos. Todos ellos, en cualquier caso, van armados, dicen (y comen…) tacos y son violentos. La película, en su transcurso, se olvida de algunos de ellos, que parecían tener algún valor argumental, pero qué importa, son sólo hispanos tatuados llenos de mala leche. Quizá viven tan malhumorados porque envidian rabiosamente al país que tienen encima, o tal vez porque hasta un solo blanco nonagenario y corrupto es mejor que todos ellos juntos. Está Andy García, que tiene un apellido gracioso, pero no dura demasiado, cae ante la vertiente más dura del odio centroamericano. Otros mejicanitos tratan de sostener una conversación profunda con Clint, pero él sólo les recuerda que están comiendo el mejor sandwich de cerdo del mundo, servido en EEUU, claro, no en México, una gastronomía también muy del gusto de Trump. Antes, y sin perjuicio de su provecta edad, Clint se acuesta con dos mujeres a la vez, como Trump habrá hecho más de una vez, pero no hay problema moral porque son putas mejicanas, del estilo curvatura vertiginosa de Salma Hayek. A todo esto, el personaje de Clint, Earl Stone (un apellido de verdad, no como el de Andy), no es precisamente un intelectual, se ha pasado toda su vida conduciendo “sesenta horas a la semana para mantener a su familia”, lo que mi padre llamaba “trabajar como un cabrón”, pero sin que luego se pasase por casa a ver cómo andaba sea familia tan dependiente. Es la ascética de “el sueldo de un día por el trabajo de un día”, lo que no implica que uno desdeñe los privilegios viriles que reporta ser un buen padre y esposo americano…
En fin, lo siento, no me parece un buen final para la carrera de Clint Eastwood. Es lo que un amigo mío, ya fallecido, llamaba “poner el broche de mierda”. Clint Eastwood ha hecho lo posible durante años para que olvidásemos sus cutres inicios, y para que no creyésemos que todo se lo debía a su gestualidad y su físico amedrentadores (es genial esa cara que aún conserva de “no me puedo creer eso que me estás diciendo te voy a calzar una hostia que te van a escayolar hasta los mocos”). Bien, bien, muchas películas notables que ha dirigido, y algunas protagonizado, nos habían convencido de ello. Ni siquiera hace falta mencionarlas. Pero este último bodrio me hace pensar que Clint Easwood sólo ha sido un hombre que se ha dedicado a poner imágenes sobrias a los guiones que le han pasado, todo en pro de hacer América Great Again. Pues que con su pan se lo coman…