Empezaré confesando que nunca he visto un partido de fútbol, ni en el campo ni en la televisión. Lo único que sé, como cuentan los chistes malos, es que en cada equipo hay once hombres que corren tras un balón para meter un gol y que el que más goles meta lógicamente gana. Fin de mis conocimientos. Y sin embargo voy a tener la osadía de hacer una reflexión sobre este deporte, que se suma al aluvión inspirado por la muerte de Maradona. Prometo que no abordaré al personaje ni sus logros, porque como ya dije soy ignorante total. Pero en cambio he vivido rodeada de varones que han hecho del fútbol una pasión que nace y se hereda en el seno de la familia y que dura tanto como dura una vida. Mi padre, mis hermanos, mi marido, mi hijo, mis sobrinos y ahora ya algún sobrino nieto siguen poblando los Domingos de nervios anticipatorios y de esa banda sonora única e inolvidable que es la retransmisión de un partido. En un principio fue la radio ajustada a la pared con sus ansiosos oyentes al lado y luego el transistor que permitía moverse por casa o incluso en la calle con la oreja pegada. Más tarde llegó la televisión y con ella la hipnosis de la imagen, que se prolongaría en ordenadores, tabletas y artefactos cada vez más sofisticados. El soporte fue cambiando con los tiempos, pero lo que nunca cambió fue la concentración y el recogimiento de los que seguían el partido. El resto sabíamos que interrumpir aquello era profanar un recinto sagrado presidido por la voz de Dios. Y después la tarde se prolongaba en alegrías o sufrimientos, dependiendo de los resultados y las clasificaciones que venían en la Hoja Deportiva. Muchos años después, algunos Domingos todavía evoco con nostalgia aquel soniquete y aquella liturgia, y con ello vuelven a la vida personas y lugares ya desaparecidos.
En todo aquello me llamaban la atención facetas inéditas o poco frecuentes en los varones que me rodeaban, todos ellos gente de bien, de amplios conocimientos y entregados a la familia y al trabajo. Pero cuando se aproximaba el partido, el resto del mundo desaparecía para ellos; y no dudaban tampoco en hacer largos y penosos viajes para animar al venerado equipo de su pueblo, que no por modesto suscitaba menos pasiones. Entonces, y solo entonces, eran capaces de pasar la noche en blanco por los nervios o el resultado negativo; y también entonces, solo entonces, podían mostrarse taciturnos o malhumorados, algo que no hacían en circunstancias (en teoría) mucho más adversas.
Siempre he pensado que el fútbol permite a los varones mostrar su lado más débil, como si hubiera un acuerdo universal que avalase la fragilidad masculina en este marco. La fragilidad masculina!: qué raro suena eso en una tradición que ha canonizado todo lo contrario para un hombre de pelo en pecho: fortaleza, valentía y compostura, cuando no la agresividad como una de sus máscaras. Así que en torno al fútbol, ya sea frente al televisor, en los grandes estadios o en el bar del barrio, el varón se atreve a emocionarse y sobre todo a mostrarlo sin tapujos. Grita, sufre, llora, abraza al de al lado aunque no le conozca y establece una complicidad inmediata con todos los que sienten lo mismo que él. Esas escenas de hinchas llorando como Magdalenas son tan frecuentes que nos han hecho olvidar la reticencia varonil a mostrar sus sentimientos más íntimos y no digamos a llorar delante de otros. Así fueron educados, por desgracia, y así se lo exige ese término tan controvertido que es la masculinidad, incluso en los tiempos actuales. Por eso me impresionó ver a un Valdano, con su noble madurez, echarse a llorar ante las cámaras porque había muerto el Pelusa igual que un chavalín cuando pierde su equipo. Y como Valdano lo hicieron locutores glamurosos, astros de la tele, hombres de estado y otras especies varoniles poderosas. ¿Lloraban solo por Maradona, por la desaparición de un ser humano en plena y desoladora decadencia? Realmente pienso que no. En los días siguientes a su muerte hubo artículos extraordinarios que me dieron otras claves, entre ellos el de Martín Caparrós, Leila Guerriero o el mismo Valdano. Todos ellos argentinos, y por tanto herederos de una tradición histriónica y la vez futbolística que ha dado tantos y tales espectáculos en torno a la pelota y en torno a la muerte, porque no hay que olvidarse de Gardel, Evita o el Ché Guevara entre otros cadáveres ilustres. Pero volviendo al fútbol, es evidente que Maradona creó un punto de encuentro para las emociones individuales y colectivas, que regaló sueños como solo hacen los grandes magos y sobre todo que actuó de catalizador para pasiones, sentimientos, gozos y llantos que en otro escenario no afloran o lo hacen con dificultad. Yo creo que quien lloraba estas semanas pasadas lo hacía por aquel tiempo y aquel espacio en que, gracias a Maradona o astros similares, dejó fluir el torrente de los sentimientos sin filtro ni censura.
Más de un lector/a estará pensando que solo hablo de los varones cuando ahora ya hay bastantes mujeres aficionadas e incluso existe el fútbol femenino. Lo celebro, porque no deja de ser la conquista igualitaria de un deporte y de una experiencia gratificante. Pero si hay algo que durante siglos nos ha diferenciado a los hombres y las mujeres es la oportunidad y la facilidad para llorar. Nosotras siempre lo hemos tenido a mano porque el guión de género nos ha concedido ocasiones múltiples : escuchando los antiguos seriales, en el cine, en bodas, entierros y bautizos, en el éxito o en el fracaso la mujer ha llorado y llora, sola o acompañada, con motivo o sin él, y cuando llora nadie se extraña. En cambio ver a un hombre llorar suscita más asombro y tradicionalmente se ha asociado con cierta falta de hombría; ya lo dijo la madre del moro Boabdil cuando perdió Granada: Llora como mujer porque no has sabido defenderla como hombre. Afortunadamente los tiempos han cambiado y las lágrimas, ya sean de tristeza o alegría, no son exclusivas de ningún sexo pero sigo pensando que los hombres lloran en público con más dificultad y que incluso hay cierto consenso sobre los espacios para hacerlo.. Pensemos, por ejemplo, en los conciertos, algo de lo que puedo hablar con autoridad porque desde mi lejana adolescencia he asistido a muchos y con la misma devoción que los varones con el fútbol. Yo estaba allí cuando aparecieron las primeras fans españolas- principios de los sesenta-que se consagraron en torno al Dúo Dinámico sin olvidar otros grupos. Chillidos, empujones, lágrimas e histeria ( femenina) para ocupar las primeras filas y más chillidos y más lágrimas mientras actuaban. Ni un solo varón, como también se puede ver en las numerosas grabaciones de los primeros tiempos de Los Beatles. Y si había algún hombre enganchado a aquella música prodigiosa ( que había, y sigue habiendo, a cientos de miles) se cuidaba de pasar desapercibido o al menos no se mezclaba en aquella marabunta de jovencitas al borde de un ataque de nervios. Hoy en los conciertos sucede algo parecido: el placer es colectivo y compartido, pero los verdaderos gestos emocionales- ponerse a bailar, corear con estrépito los temas, desinhibirse impudorosamente- corresponden a las tías. Los varones andan por allí y también se hacen oír y ver pero con mucha más discreción, como si un código secreto estableciera que la pista es de ellas, y también la butaca o las gradas desde donde se asiste al espectáculo.
Pero todo cambia si esas gradas son las de un estadio y lo que se va a disfrutar es un partido de fútbol. Allí ellos saben que hay licencia para llorar o para emocionarse al infinito, sin vergüenza alguna, con esa intensidad que solo se siente en los grandes momentos. ¿Por qué el fútbol sabe crear estos amores? se pregunta Martín Caparrós. Y yo pienso, ignorante que soy, que en parte se debe a su capacidad para aflojar los corazones masculinos, históricamente más sujetos a la represión sentimental. La expresión de las emociones no es un hecho menor, y yo creo que el fútbol fue el primero en facilitar su conquista, que después se extendió a otros deportes. No olvido que en muchos casos esto desemboca en violencia y conductas detestables, pero no es de eso de lo que hoy quiero hablar. Hoy me interesa el llanto, la dignidad del llanto o del dolor cuando se produce un revés futbolístico, sobre todo cuando alguien desaparece y se lleva con él grandes momentos de nuestra historia. Lloramos -lloran- porque tememos que esa pasión o esa ilusión no retornen y que empiece a adelgazarse el futuro, como decía Angel Gonzalez, e incluso notamos que el presente ya no es lo que era. Porque no hay peor nostalgia que la de nosotros mismos cuando fuimos dioses en compañía del héroe, quienquiera que este fuese. Y por eso lloran tantos y tanto la muerte de Maradona. No exageran las palabras de Valdano cuando la retransmite con el dolor y la solemnidad debidos : hoy llora hasta la pelota.
Muy bueno. En realidad, en la antigüedad recios héroes como Aquiles lloraban sin disimulos, y por cositas de nada. También en el medievo, como relata Huizinga -“cayo de hinojos y sus ojos se anegaron en llanto…”. Yo no sé cuándo se inventó el puritanismo emocional masculino, supongo que fueron los grandes estoico/cristianos del barroco. Al fin y al cabo Dios mismo no lloró ni en la crucifixión. En fin, yo el único partido que he visto entero fue el España-Malta, y para colmo digo yo que fue tongo…
Excelente reflexión.
Muchas gracias, Óscar.