Fútbol, el gran teatro del mundo

Cuánta no será la vis dramática de los futbolistas que se necesita un VAR para descubrir sus trucos escénicos y no siempre se logra. Comparados con los patéticos forzudos de la Lucha libre, cualquier futbolista secundario merece un Oscar de actor principal. Y qué decir de lo que cobran, cualquiera de esas prima donna en calzones gana más que el mejor actor de Broadway. ¿Y los detalles?, el vestuario, los camerinos, el peinado, los tatuajes…, no hay parafernalia escénica que resista la comparación. Y los actores de reparto también se las traen, empezando por los entrenadores, todo en ellos es puro artificio, cuando no es el traje de Armani es la corbata de Hermès, cuando no es la estudiada camiseta informal es el look casual que no tiene nada de casualidad. Y las ruedas de prensa antes y después de los partidos, puro teatro. Y los gestos de celebración del gol, no hay Nijinsky que lo mejore. Hasta los árbitros se contagian del divismo con sus pitos y sus flautas, qué soflama para pitar un penalti o mostrar una tarjeta.

Pero cómo olvidar el escenario. Los campos de fútbol son los mejores teatros del mundo. Por fuera y por dentro, grandes, bellos y brillantes, a su lado la Scala y el Liceo son corralas de comedias. .¿Y el césped, impecable, pulido y peinado como una alfombra de seda, para que los astros no tropiecen y el balón ruede sin merma. Las luces, la tramoya, las cámaras, la retransmisión al mundo entero, todo contribuye al drama. Pero lo que ya es definitivo es el público. Qué entrega, qué emoción, qué pasión, qué peligro para la cabeza, el corazón y la cartera. Qué pastizal para comprar una entrada de mero gallinero, cuánto no costará una de palco con silla de cuero y tentempiés de ibérico. Aunque éstas casi siempre son gratis y para ricos a los que les sobra el dinero. Y por si faltaba algo, la prensa, los mass media, el griterío, la polémica. Los cronistas aspiran a ser tan famosos como los protagonistas. Pero si hay algo admirable es la capacidad de éstos para simular lesiones dolorosísimas y penaltis inexistentes. Tienen un pacto firmado con la gravedad para caer sin tropezar y rodar sin magullarse. Como dobles de películas de acción no tendrían precio. Seguro que el entrenamiento incluye clases de interpretación dramática. No es extraño que muchos partidos adquieran tintes dramáticos o trágicos. Ni siquiera en las tragedias griegas había tanta resonancia entre la escena y la platea. El gran teatro del mundo es el fútbol, y sus directores, actores y cronistas son héroes laureados, algunos incluso alcanzan categoría de dioses paganos. Y el Mundial es el circo máximo, un gran festival de teatro y el mayor negocio del mundo del espectáculo.

El fútbol es drama y dinero, tragedia y empresa a un tiempo, en algunos casos es incluso patria y política, mas, ¡qué pena!, casi nunca es deporte y nunca es comedia.

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2 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Perfecto, ojalá lo hubiera escrito yo. No obstante, creo que todo eso nos hace falta, o seríamos peores. Va un diagnóstico paralelo, en cierto modo, que escribió mi amigo Jaime González Galilea hace quince años para mi y delante de mi, en medio rato, en plan virtuoso de la prosa:

    “¿Será necesario que lo proclamemos a voz en grito? ¿Que lo coreemos hasta enronquecer? ¿Es que aún puede haber quien lo dude? ¿Cuánto tiempo podremos soportar todavía este agobio? Ea, declaremos negro sobre blanco lo que es evidente: el aire que respiramos se compone de nitrógeno, oxígeno, publicidad y fútbol. Mientras que los dos primeros son imprescindibles para la continuidad de la vida dizque inteligente sobre este aprendiz de planeta (considérense sus exiguas dimensiones comparándolo con Júpiter o nuestro doradamente mediocre Sol), y el tercero se ha erigido como un indispensable catalizador de la dinámica producción-consumo, sin la que nuestra economía de mercado abusivo se vendría abajo, el fútbol es un azote neuronal que arrasa con toda capacidad intelectiva y tan dañino como los nacionalismos o los fundamentalismos religiosos para una convivencia planetaria en paz.
    El balompié acapara buena parte de los contenidos de los diarios y casi la mitad de los informativos televisivos, en los que un sujeto con cara de no haber terminado el bachillerato, pero que haría palidecer de envidia a los maoríes neozelandeses por sus tatuajes rococó, sus abalorios taladrantes (traducción que proponemos del barbarísimo piercing), sus espantosos pendientes de señorona y su escalofriantes arreglos capilares, acapara la atención de dos docenas de alcachofas ante las que desgrana dadaístas silogismos tales como “Si se puede ganar, se ganará, porque es a lo que hemos venido”, “En fútbol no hay enemigo pequeño” o “Vamos a sudar la camiseta hasta el último minuto”. Contenidos tales que no solo aturden los circuitos cerebrales de los espectadores, sino que persuaden a nuestros jóvenes de que a fin de cuentas, resulta más provechoso y divertido dedicarse al deporte profesional antes que al estudio de las ciencias, las artes, las letras y las técnicas.
    Igualmente pernicioso resulta este ¿juego? ¿pasatiempo? ¿rito tribal y sectario? entre los adultos que lo siguen, incapaces de dopar sus atribuladas mentes con los secretos placeres que deparan la literatura, la música, la pintura, las artes escénicas o la pornografía bien entendida. El “aficionado” (si de tal se puede tildar a un sujeto que malgasta buena parte de sus haberes y de su tiempo en documentarse concienzudamente, vía prensa deportiva, y sucedáneos hertzianos, de los avatares o sucesivas reencarnaciones cíclicas e inevitablemente repetitivas a las que están condenados futbolistas, entrenadores y clubes) busca en el encuentro dominical un desahogo rápido de sus hormonas, un orgasmo hormigueante de sus neurotransmisores, que no de sus partes reproductivas (puesto que el fútbol inhabilita para toda función sexual que no sea el gatillazo), para desesperación o alivio de sus aburridas parejas. Ya que no se hace el amor, se hace la guerra (virtual, eso sí), que en eso y no en otra cosa consiste el choque de dos equipos, escuadras u hordas. ¡Guerra! -claman los bárbaros desde grada. ¡Guerra! -dice el vikingo y el indio. ¡Guerra! -responden el blaugrana y el periquito. Los colores son sagrados, el escudo hay que llevarlo sobre el corazón tatuado en horrible chándal, el emblema sobre el imparable reloj que marca los minutos de descuento en el partido de la vida, la bandera aferrada al gaznate en forma de bufanda que aprieta y tal vez ahoga el cuello del hincha, abocado más pronto que tarde a quedar sin cuello ni resuello.
    Tal vez la batalla se resuelva en victoria, aunque sea de injusto penalti en el último minuto. En ese caso, sobredosis etílica, cantos estentóreos, micciones incontinentes y abuso de choteos el siguiente lunes en el lugar de trabajo sobre el desdichado seguidor del equipo rival. En caso de derrota o de empate pírrico , sobredosis etílica, estado depresivo y rencores acumulados bajo la alfombra del subconsciente que son retroalimentados por las sádicas y rudas chanzas del compañero galeote de la oficina –del tipo “Ayer os mandamos a la cama calentitos, ¿eh?”– que serán indefectiblemente regurgitadas sobre su emisor siempre que un cambio de tornas en los resultados lo permita.
    Manadas masivas de seguidores confían así su estado de ánimo, sus esperanzas, sus aspiraciones vitales y su ser-o-no-ser (impagable Shakespeare para las crónicas deportivas) a las veleidades de un caprichoso dios, el balón, abandonando todo indicio de racionalidad o de impulsar por su propia voluntad un elán vital digno de tal nombre. Pero si el balón está a su vez sometido a las leyes de la física con sus choques elásticos y su impenetrabilidad de los cuerpos, existe además un factor económico nada desdeñable, que mueve los hilos de todo el artificio. Las cantidades dinerarias que aflojan las masas por la entrada (a modo de ofrenda votiva en la moderna catedral del rito balompédico) van destinadas a engrosar las cuentas corrientes de los actuales gladiadores y de sus correspondientes lanistas o traficantes de carne humana para el espectáculo. Los clubes (sustantivo que, nótese, sirve también para denominar a los prostíbulos de calidad media y baja) funcionan con presupuestos mareantes, que multiplican los de la mayoría de las entidades culturales, fundaciones o simplemente pequeñas y medianas empresas que vertebran la vida económica de este país. Mayor desconcierto causa ver cómo los responsables últimos del manejo de dichos presupuestos no son expertos en administración de empresas procedentes de Harvard, sino forofos ricachones advenedizos u ociosos capitalistas paletos dispuestos a echar una partida de Monopoly en la que –como todo en este mundo del fútbol– los medios económicos no son empleados justificadamente de acuerdo con criterios racionales, sino a la mayor gloria del inmenso ego de sus dirigentes. Inútil intentar discernir por qué en España falta dinero para tantas y tan acuciantes necesidades mientras se derrochan en las banalidades futbolísticas, que tanta atención merecen por parte de los organismos políticos correspondientes; innecesario señalar el papanatismo de quienes llegan a organizar delirantes encuentros entre Euskadi y Tanzania con tal de impulsar la irracional adhesión de sus conmilitones.
    Ea, no perdamos más tiempo y pongamos el balón en juego. Ya lo dijo José María García: Equipo que perdona, equipo que pierde. Pongámonos en marcha toda la intelectualidad, todos los creadores, todos los filósofos, todos los docentes y todos los soñadores para exigir de una vez por todas la erradicación del fútbol como dañina lacra social y azote vampírico de la actividad cerebral. Sustituyamos los encuentros futbolísticos por representaciones de teatro, recitales de música, performances artísticos, números de cabaret y lecturas colectivas de filosofía y literatura, así como justas poéticas en las que los mejores autores sean galardonados con coronas de laurel. Acabemos con el césped uniforme, monótonamente verde, de escasa altura rasante y plantemos en su lugar flores de altura, hermosas, independientes, coloridas, dulces, con inmarcesible valor estético. Desterremos para siempre el valor como espectáculo de la irracionalidad cateta y la violencia disfrazadas de deporte. Gritémoslo todos juntos con un solo corazón: A por ellos, oé; a por ellos, oé; a por ellos, oé; a por ellos e-o-e.”

  2. says: Oscar S.

    Me acabo de dar cuenta, Jesús! Tu titulo no es también el de una novela de Baroja que casi me mata de desesperación a los 14???? O es de Calderón??? (Estas cosas no se consultan en Google, se preguntan)

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