Creo que fue una mañana de domingo del año 70, cuando escuché por vez primera en un tenderete de discos viejos de la valenciana Plaza Redonda la voz de Vicentico Valdés cantando “Envidia”.
Aquel mercadillo de quita y pon donde vendían aves, cerámicas, mascotas y ropa usada, tenía un anillo interior en el que se colocaban los horchateros y los chocolateros llevando su mercancía en carromatos de ruedas metálicas. La mezcla de materiales chapados, azulejos, madera y ropa tendida en sus balcones te transportaba a la Valencia del siglo XIX con solo cruzar una calle.
Pero también en el centro del anillo, junto a los ropavejeros y los huertanos que traían rabanizas, garrofones y tabellas, estaban los puestos ambulantes de discos. Y en uno de ellos un hombre de tez oscura y gorra de dril a cuadros ofrecía dentro de unos cajones de cartón, pequeños tesoros musicales como galletas negras, algunos sin funda original que en su centro llevaban impresas unas letras desconocidas: Decca, CBS, RCA, Odeon. En aquel tenderete comencé a conocer al otro bolero.
Para mí, hasta entonces aquella música había sido la excusa para iniciar el incipiente acercamiento a la palabra amor. Era el dialogo de dos cuerpos atrapados en una languidez insatisfecha, en una sensualidad demorada y morosa que no pasaba de Machín o Lucho Gatica.
Ahora, que con Manzanero se aleja para siempre una época en la que bailar abrazados era la medida del sentimiento, vuelvo a evocar aquellos otros boleros de nuestra lejana juventud. A rescatar sentimientos añejos, por otra parte inútiles, tan inútiles como la propia vida.
Y cuando escucho a “Toña la Negra” cantando “Cenizas”, regreso a una memoria y una piel ancladas en el pasado, como una humillación que nos recuerda que la dicha y el dolor se van agotando con nosotros.
“has de saber, que en un cariño muerto no existe rencor”
Y vuelvo a sentir otra vez la nostalgia, que cómo forma de derrota prematura aparece en “La Lejanía” de Rolando Laserie. La lejanía como metáfora del amor deshecho tendiendo sus velas de esperanza mientras del fondo de la noche surge una cascada de sueños.
“la lejanía me mata, la lejanía es amor”
Y escucho el “Perdón” que pedía Daniel Santos, de la misma forma que lo hemos pedido tantas veces en nuestra vida, con la frente caída como una bandera deshonrada que arrastra su soledad por calles heladas y cuartos oscuros proclamando el miedo al abandono.
Aquellos boleros también excavaban el dolor entre el amor y el desprecio. Amar lo que debería ser fatalmente motivo de odio, ya lo refería Catulo en una de sus “carminas”: “Odio y amo. Tal vez preguntes porque lo hago. No lo sé, pero siento que soy torturado y transformado”.
“Odio” pedían “Los Tres Reyes” en lugar de olvido.
“¿qué vale más, yo niño, tu orgullosa,
o vale más tu débil hermosura?
piensa que en el fondo de la fosa
llevaremos la misma vestidura”
Cuando Benny Moré cantaba “Dulce desengaño”, me era fácil imaginar los misterios de la noche cubana que retrataba Cabrera Infante.
Los “guapachosos” vestidos con traje de lino beige pálido y perfumados con “Old Spice” estacionando su Chevrolet Bel Air en el “Montmartre” para vivir una velada entre rones y boleros de Roberto Ledesma o Barbarito Diez.
Sin embargo, el día que mi compañera Sagrario regresó de Cuba y me trajo unos gastados vinilos de “Bola de Nieve” conocí otra forma de bolero. El que nace de una ausencia sin deseos y solo se nutre de derrota y abandono. El grito sin eco de un tiempo muerto que desea perderse en el olvido. Así eran los boleros de “Bola de Nieve”.
Ignacio Jacinto Villa, “Bola” como simplemente le llamaban sus allegados, nació en Guanabacoa en 1911 en una humilde familia de doce hermanos. Comenzó sus estudios de solfeo y teoría musical a los ocho años en el Conservatorio de Mateu y muy pronto inició su carrera musical como pianista de las películas de cine mudo en el cine “Carral” de Guanabacoa, para ingresar como pianista con dieciocho años en la orquesta de Gilberto Valdés que actuaba en el cabaret “La Verbena”. En 1933, en el bar del Hotel Sevilla de La Habana la popular Rita Montaner compartía espectáculo con él acompañándola al piano y una noche en la que la artista quedó afónica, el pianista se atrevió a improvisar unas canciones con su voz pequeñita y su peculiar estilo. El éxito fue arrollador y Rita lo contrató para que le acompañase en todas sus giras. Y allí se inició una carrera fulgurante que le llevó a compartir escenarios con Lecuona, Paul Robeson o Lena Horne y dar recitales incluso en el Carnegie Hall de Nueva York.
“Siento pudor al cantar aquí ´La vie en rose´, porque nadie es capaz de cantarla como “El Bola”, afirmó Edith Piaff cuando actuó en 1956 en el cabaret “Sans Souci” de La Habana.
Los boleros de “Bola de Nieve” no piden nada, pero tampoco son insensibles, solo tienen sombras y lagrimas sin color. En ellos el amor flota sobre todo el infortunio del mundo como un animal herido. En ellos habita un dolor auténtico, centenario, llegado desde un barco negrero.
“Ay amor!”
si te llevas mi alma
llévate de mí también el dolor
lleva en ti todo mi desconsuelo
y también mi canción de sufrir
Ay amor!
si me dejas la vida
déjame también el alma sentir
si solo queda en mi dolor y vida
Ay! amor no me dejes vivir.
En los boleros de “El Bola” no existe esa avalancha de vivencias sentimentales atiborradas de amor, desengaño, frenesí o despecho que tenían los llamados “boleros cortavenas” salidos de la victrola de un bar del barrio de “Buenavista” con ese fraseo que hacía trizas el tiempo de las palabras con su timbre raro y poderoso.
“Vete de mí”.
Yo, que ya he luchado contra toda la maldad
tengo las manos tan deshechas de apretar
que ni te puedo sujetar
Vete de mí
seré en tu vida lo mejor
de la neblina del ayer
cuando me llegues a olvidar
como es mejor el verso aquel
que no podemos recordar.
No hallareis en “El Bola” sentimientos. Ya no hay rencor, ni celos, ni esperanza, ni odio. Solo olvido y búsqueda del final. Elogio de la destrucción total y elegía de la muerte.
“Te olvidaré”
te olvidaré, te olvidaré
aunque me acabe en un eterno recordar
aunque mi cielo siga siendo tu mirar
te olvidare yo te lo juro
y entonces moriré.
“El Bola” nos muestra en sus boleros su carencia de ambigüedad, y estremece la desfachatez con la que habla de su dolor, su falta de recato, el descaro con el que nos pone frente a su aflicción en esa frontera tan delicada entre lo conmovedor y lo cursi. No sé a quién le dedicaría Adolfo Guzmán el bolero “No puedo ser feliz”, ni en quien pensaba “el Bola” cada vez que lo destrozaba sacando todo el dolor de sus estrofas para luego volverlo a armar en un ejercicio de malsana belleza, lo que sí sé es que yo tampoco he podido ser feliz. Y mucho menos que vaya a poder olvidarla.
“No puedo ser feliz”
No puedo ser feliz
no te puedo olvidar
siento que te perdí
y eso me hace pensar
he renunciado a ti
ardiente de pasión
no se puede tener
conciencia y corazón.
Ya lo dijo el maestro Manzanero en uno de sus recitales. “Las lágrimas son las monedas que hemos de pagar por cada alegría”.