Apuntes para una epidemia

Miercoles dia 18 de Marzo de 2020

Ha vuelto la peste. Leí a Albert Camus cuando apenas había estrenado la categoría de universitario. Allá en la soledad de los veintipocos años y en el salón de aquel entrañable piso de estudiantes de la Avenida al Mar, entretenía yo las tediosas horas de estudio con la lectura de todo lo que caía en mis manos, generalmente por consejo de los gurús con los que mis ansias de progresar en el pensamiento humano me hacían relacionarme. Nunca podré pagar el inmenso favor que me hizo aquella gente que pasaba por nuestro piso dejando alguna obra de autores de la envergadura de Descartes, Voltaire, Platón o Spinoza. Y ahora, con la distancia que marca el haber transcurrido más de medio siglo desde aquellos días, me viene a la memoria la imborrable impresión que me causó la lectura de “La Peste”, del malogrado escritor francés. Y regresa a mi mente en estos días enfangados de incertidumbre y bañados de pánico,el mensaje de Camús : La impotencia del hombre ante su destino mortal. La pandemia que sufrimos conduce inevitablemente hacia el recuerdo de las páginas desgarradas de la narración de la epidemia que sufre Orán,una ciudad portuaria monótona, tranquila, neutra,acomodada en la monotonía de esas sociedades confiadas en que nunca podría pasar nada, en la que nadie jamás esperaría que fuera el lugar de asiento de una epidemia devastadora. Una mañana de Abril, el protagonista, el Doctor Rieux encuentra una rata muerta en el rellano de su escalera y a esa suceden una y otra y otra más en los espacios públicos de la ciudad en lo que sería el preámbulo de la enfermedad en los humanos. La epidemia se desata y aunque el número de muertes progresa día a día en forma vertiginosa, las autoridades políticas y sanitarias de Orán se niegan a reconocer que se encuentran ante una epidemia de peste bubónica, la peste negra, la misma que en la Edad Media provocó la muerte de la tercera parte de la población europea.

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Cuando al final la amenaza de muerte real que se cierne sobre la población recibe nombre, sobreviene el terror, el aislamiento, la delimitación del cuerpo del enfermo y la separación de los seres queridos. Además toda la sociedad se ve inmersa en un nuevo mundo de reglamentaciones e instrucciones a seguir que no permite la consideración de los sentimientos individuales: hay que aprender a vivir de espaldas al porvenir, a conservar por así decirlo, los ojos bajos. La ciudad de Oran declarada en cuarentena y aislada del resto del mundo,es el escenario del sufrimiento y del horror. Y en este contexto, el Doctor Rieux intenta buscar la claridad de lo que debe ser reconocido, espantando las sombras inútiles para tomar las medidas convenientes y acaba convirtiéndose en un héroe trágico, solo sin Dios, en un hombre rebelde que manifiesta abiertamente su desprecio por esos dioses empeñados en infligir sufrimientos inútiles a los inocentes. Es su trabajo como médico, buscando encontrar el sentido de la vida frente al absurdo, es en definitiva el testimonio de hombres que no pudiendo ser santos se niegan a admitir plagas y se esfuerzan no obstante en seguir siendo médicos.

Cuando en esta sociedad nuestra que hoy vive aterrada ante el miedo y la incertidumbre, apareció la primera rata –la aparición del primer caso de covid en Wuham-la reacción de las autoridades fue como en Orán: el ocultamiento con el pretexto de evitar el caos, pero con la motivación real de librarse del problema en la vana esperanza de que fuese una falsa alarma. Después, el paso de los días nos trajo la crudeza de una realidad para la que esta sociedad no estaba preparada, porque ha vivido hasta ahora en un clima de hedonismo egoísta, de relativismo moral y de endeblez ética e intelectual que la ha debilitado, y carecemos de la fortaleza de carácter y de convicciones necesaria para afrontar lo que se nos viene encima. Cuando los primeros afectados comenzaban a copar los hospitales, nuestros dirigentes al igual que el gobernador y los magistrados de la ciudad de Oran en 1849, se mantuvieron impávidos; los partidos políticos seguían manteniendo actos multitudinarios y algunos movimientos llenaban irresponsablemente las calles de multitudes alborozadamente airadas mientras el letal microorganismo procedente de lejanas tierras asiáticas,se colaba insidioso entre creativas pancartas y fervorosos eslóganes.

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Es pronto para saber cuánto durará este azote y cuál será el grado de desolación que nos ofrezca el paisaje tras la batalla, pero sin duda los habitantes de este país ya no serán los mismos que vieron aproximarse incrédulos a esta nueva peste, porque ya han conocido el color y el sonido del apocalipsis. Basta contemplar sus caras cuando deambulan errabundos por las calles huyendo de su propio miedo sin conseguirlo, basta con percibir cómo en algunos rincones se percibe el olor a nicho afectivo, y parece que a los que caminan con los auriculares puestos en un vano afán de no escuchar nada ni a nadie, alguien les estuviese recitando aquellas estrofas del poema “La canción de la muerte” de Espronceda a las que Paco Ibáñez puso música cuando yo todavía era un adolescente: Débil mortal no te asuste/ mi oscuridad ni mi nombre/ en mi seno encuentra el hombre/ un término a su pesar/ yo compasiva te ofrezco/ lejos del mundo un asilo/ donde a mi sombra tranquilo/ para siempre duerma en paz/ soy la virgen misteriosa de los últimos amores/ y ofrezco un lecho de flores/ sin espinas ni dolor/ y amante doy mi cariño/ sin vanidad ni falsía/ no doy placer ni alegría/ mas es eterno mi amor/ deja que inquieten al hombre/ que loco al mundo se lanza/ mentiras de la esperanza/ recuerdos del bien que huyó/ mentiras son sus amores/ mentirasson sus victorias/ y son mentiras sus glorias/ y mentira su ilusión/débil mortal no te asuste/ mi oscuridad ni mi nombre. Esta mañana he sentido el espíritu del Doctor Rieux en mi trabajo y eso me ha dado más fuerzas para proseguir. Ya no sirve de mucho preguntarse por qué nuestras autoridades actuaron como las de Orán, pues ya Platón en “La Republica” defendió que los gobernantes usaran la mentira como parte de sus tareas de gobernar. “Mentiras nobles” las llamaba. Y también Maquiavelo decía “que todo político mentiroso encontrará siempre a alguien que se deje engañar”. Vamos a creer en lo mejor de las personas en este momento, necesitamos hacerlo. El filosofo y emperador Marco Aurelio que combatió una terrible peste en el siglo II d de C,dejó escrito en sus “Meditaciones”: “La corrupción del alma es mucho más perniciosa que la insalubridad del aire. La peste es una epidemia para el animal, únicamente como animal, en tanto que la otra, -la mentira, el disimulo, la ostentación, la ambición-es la epidemia del hombre como hombre”. Mucho me temo que gran parte de nuestros políticos no han leído jamás a Marco Aurelio.

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Viernes día 20 de marzo de 2020

Tarrou: ¿Cree usted en Dios, doctor?
Rieux: No. Pero eso ¿qué importa?
Tarrou: ¿Por qué pone usted tal dedicación en la curación de los enfermos si no cree en Dios?
Rieux: Porque si creyese en un dios todopoderoso, no me ocuparía de cuidar a los hombres y le dejaría a él ese cuidado.

Albert Camús. “La Peste”.

Un horizonte de trabajo desconocido

Quinto día de confinamiento. Cojo el coche para irme al Centro de Salud. Un hombre camina con prisa delante de mí por la acera derecha de la urbanización. Cuando franqueo la verja de la calle reparo en él. Es mi vecino que ha madrugado para hacer la compra en la tiendecilla de la esquina. Me saluda sin acercarse. Entiendo sus reservas, y que de alguna manera considere mi presencia peligrosa. Ayer en lugar de venir a verme cómo es habitual en él, me llamó al móvil para preguntarme si estoy trabajando. Cuando respondí afirmativamente, su tono de voz se relajó mientras musitaba algo así como espero no necesitarte.

No hay nadie en las calles. Una persona cruza un paso de cebra y tengo que ceder el paso en la rotonda a un autobús municipal que circula completamente vacío. Una escenografía de pesadilla que se derrama ahora sobre la realidad. En el parking de las urgencias reconozco los coches de todos mis compañeros. No falta ninguno. Eso me infunde confianza. Si estamos todos, si los efectivos no merman, la lucha compartida será más eficaz.

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En la entrada al centro, el turno que realizan mis compañeros que ejercen de barrera de triaje me saluda con una sonrisa. En este centro nunca faltan las sonrisas y ahora si cabe son más necesarias que nunca.
Todos llevan mascarillas, gafas y el traje de protección individual.

Parecen salidos de una novela de Bradbury. Subo las escaleras pensando en la incertidumbre que ya me estará esperando agazapada en la pantalla del ordenador. Sé gestionar la atención a sesenta pacientes en una mañana digamos normal, pero no estoy preparado, y lo reconozco, para enfrentarme a preguntas para las que no tengo respuestas, a diagnósticos inciertos que nacen en algunos casos del miedo y de la insolidaridad, a la avalancha de protocolos atropellados que se vuelven papel mojado cuando se enfrentan a la excepcionalidad de cada caso. Y todo esto por desgracia es excepcional.

Abro el ordenador. Esta mañana estoy solo. Maribel, mi residente, libra tras la anterior jornada de 24 horas en las urgencias. Pienso en ella y la echo de menos. Algún día le diré que su presencia ahora, aquí a mi lado me infunde más fuerza, más energía, me insufla el vigor de su valentía y de su juventud. No deja de ser una paradoja que el destino haya querido unirnos luchando contra esta adversidad, a ella entrando de lleno en la profesión y a mí abandonándola. La primera vez que estuvo a mi lado en mi consulta, hace ya cuatro años, intuí que sería una magnifica profesional. Ahora estoy convencido de que ya lo es. Y que la formación que está recibiendo, no de mí, sino de los acontecimientos, a buen seguro le va a servir para ser más fuerte, más humana y más sensata en su futura andadura que comienza de forma tan abrupta. Ha aprendido a hacer medicina de trinchera y eso te marca para siempre.

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El teléfono comienza a sonar. Ya no se detendrá hasta las tres. A veces pienso en la invisibilidad de mis pacientes. Hasta hace poco cercanos. Hoy alejados en la soledad de sus hogares. El coronavirus ha resituado en nuestro horizonte la vida y también la muerte.

Termino la mañana y salgo por fin hacia mi casa. Cansado, como un autómata. Sigue sin haber nadie en las calles. Los edificios vacios son aun más sombríos que los nichos. El silencio de la calle habla a gritos contenidos. Los escasos transeúntes son como fantasmas que se mueven en ese vacío como si les importase poco salir o entrar, o encender un cigarro, o pensar, o no pensar, o respirar, o dejar de hacerlo. Todo sigue su curso ciegamente de acuerdo con las normas aunque nadie llegue a ningún sitio. Cae la tarde mansamente sobre mi barrio y el silencio se quiebra con unos cuantos aplausos, con esa especie de exorcismo masivo e invisible que ocurre en la oscuridad, en esa soledad de percusión sinfónica que llevan a cabo los que aun queriéndolo no pueden salir a la calle, aplaudiendo a personas desconocidas para ver si así chocando las palmas son capaces de ahuyentar la angustia que no sale de sus casas ni aún barriéndola.

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Pienso esto recostado en el oscuro recuerdo de un Viernes cotidiano no tan lejano en el tiempo. Esto no se puede intentar entender, solo puede aceptarse o rechazarse. Si lo aceptamos supongo que saldremos mas revitalizados. Ahora el grupo es el que prima. Nos encerramos en grupo, nos defendemos en grupo, nos asustamos en grupo.

El rebelde que algunos llevamos dentro, ha quedado colgado antes de salir de casa en el perchero del miedo. Una prueba de resistencia para la cual esta sociedad muelle, confiada, reacia al sacrificio no estaba preparada. Para mucha gente este maratón de aislamiento será una dura prueba. ¿Cuántas semanas todavía entre cuatro paredes? Nadie conoce lo que se esconde detrás de la alcazaba del miedo, pero muchos ya intuyen que el futuro cuando vuelva será distinto porque el horizonte de sueños de algodón estado de bienestar y consumismo desaforado que hemos mantenido hasta ahora ha dejado de existir.

Mientras ceno vuelvo a escuchar las noticias que van desgranando el aumento de tragedias sin nombre. Y recuerdo los versos de Cesare Pavese:

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

será como dejar un vicio
cómo mirar en el espejo
asomarse a un rostro muerto
cómo escuchar un labio cerrado
Para todos tiene la muerte una mirada…
Apago el televisor y me pongo los auriculares. Voy a intentar que Mahler me devuelva aunque sea solo por unas horas la condición de individuo.

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1 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Pavoroso sermón, enhorabuena, pero he echado de menos aquello de “y ahí será el llanto, y el rechinar de dientes…”

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