Cuando a las puertas de la primavera de 2020 nos estalló en la cara la pandemia coronavírica, entraron en la conversación cultural libros y películas que habían explorado los terrenos de la catástrofe o la distopía de forma más o menos realista. En medio de aquel ambiente tan enrarecido que un año después, sin final visible de la pesadilla, no hemos tenido más remedio que normalizar, llegaba a diversas plataformas L’effondrement (El colapso), miniserie francesa que tomando como base los postulados de la colapsología (movimiento arraigado precisamente en Francia) los lleva a efecto augurando cuál sería la reacción de la humanidad ante una eventual quiebra de todos los servicios básicos provocada por la insostenibilidad del crecimiento desmedido.
Para dirimir el fondo de la cuestión la serie lo apuesta todo a la forma: 8 capítulos independientes muy breves, de entre 15 y 30 minutos, todos ellos de un solo plano-secuencia.
Cuando Alfonso Cuarón dio su clase magistral sobre el uso de este tipo de plano para generar agobio e incertidumbre a la par que demostrar virtuosismo técnico (hablamos, claro, de Hijos de los hombres, 2006) comenzó una ola de adhesiones a la causa que ha acabado por generar cierto rechazo y no pocas acusaciones de narcisismo vacuo cada vez que se usa y se abusa de él (el propio Cuarón en Gravity y Roma, True Detective, Expiación de Joe Wright y el más difícil todavía de Sam Mendes en 1917).
Poca crítica admiten los planos-capítulo de El colapso. Son tensos, directos y sin rodeos. Mantienen el ritmo constante, imponente, y en ningún momento se van por las ramas con florituras que no llevan a ningún sitio. Su idea es buscar tanta concisión en cada una de las situaciones recreadas, que al terminar tengamos siempre la sensación de no quitarnos la angustia de encima, de que nos falta contexto, información, de que no tenemos ni idea de lo que está pasando.
Obviamente, cuando mejor funciona esto es en los dos primeros segmentos, el supermercado y la gasolinera, que sientan la atmósfera opresiva, violenta y desesperante en que nos vamos a mover (un cruce entre Black Mirror y Years and Years). El tercero, el aeródromo, repite en cierto modo los esquemas pero no pierde fuelle, y constata que no nos van a dar claves.
Una vez familiarizados con el estilo y hechos a la idea de que no hay una línea argumental común que vaya a ir desentrañándose a medida que avanzamos, a la serie no le queda más remedio que exacerbar el dramatismo para mantener el interés. Y es entonces, al visitar la granja y la central nuclear, cuando se ve perjudicada por su formato, puesto que está obligada a concentrar en muy poco tiempo situaciones muy extremas que así presentadas son difícilmente creíbles. Afortunadamente, sabe cómo dar un giro y cambia de tercio para el capítulo dedicado a la residencia de ancianos, bien medido para que su dureza sea más emotiva que visceral. La isla, penúltima parte del conjunto, habría sido un magnífico final con su acción pura y su componente tecnológico, dejándonos a las puertas de esa Arcadia elitista a donde acceden sólo quienes pueden permitírselo.
Hasta aquí, con sus altibajos, El colapso es una huida hacia delante, una sucesión de cuadros apocalípticos cuya verosimilitud dependerá en última instancia de la fe que cada uno le tenga a la especie humana. Visto lo visto en el mundo real durante el último año, más bien poca.
Su mayor problema viene cuando enfrentamos el último de los segmentos, el que retrocede hasta los compases previos al estallido. Haber iniciado la serie por aquí, por el principio, habría anulado todo el efecto de lo que viene detrás, puesto que éste se basa en que no conocemos la causa de lo que vemos. Pero colocarlo al final supone apostillar, hacer una declaración de intenciones, un statement. Y tal y como está hecha, también anula prácticamente todo lo que había conseguido.
En este último y desastroso capítulo, un grupo de activistas comandados por un colapsólogo irrumpen en un plató de televisión donde una ministra participa en una tertulia. Tomando el micrófono, el hombre anticipa lo que está por venir. La ministra y sus voceros mantienen una actitud negacionista y se burlan.
Tenemos todos los ingredientes del cóctel del circo moderno: exposición mediática, opinadores, políticos, activistas, bandos. Cada uno defendiendo sus posiciones de una manera simplista, impositiva, cerril. El problema lo conocemos, de hecho es la mayor lacra de la sociedad actual: aventar continuamente el fuego de la polarización gritando contra las barbaridades que perpetran los otros mientras se calla y se aparta la vista ante las que perpetran los tuyos, en un modo de enfocar la realidad cada vez más peligroso y unidireccional.
Frente a esto la cultura debería ser siempre un revulsivo, una ruptura del blanco o negro que nos recordara que todo es mucho más complejo que el espectáculo de un fuego cruzado en Twitter, un periódico, un plató o una tribuna parlamentaria. Pero muchísimas obras actuales se dedican a participar de ese espectáculo, a azuzar la trifulca con mensajes claros y poco elaborados que apenas intentan esconderlo. Y que encima cuentan con el beneplácito asegurado de aquellos a quienes tenga que convencer y la oposición férrea de aquellos a los que no.
El colapso tenía la oportunidad de denunciar todo esto, de cargar contra todos de forma que el desastre no se deba a que unos tengan la razón y los otros no escuchen, sino a la cerrazón generalizada, el querer hacer de todo un enfrentamiento donde nada se piensa con sentido real sino por oposición al contrario, que es lo que verdaderamente está pasando. En vez de eso, da por bueno el cuento manido de que unos cuantos concienciados (a base de clichés, pero concienciados) luchen contra unos poderosos que actúan deliberadamente contra ellos, y por supuesto, salga mal.
En una realidad tan colapsada ya como la que vivimos, hacen falta obras que no señalen con el dedo a los ya señalados, sino que molesten a todos y pongan a cada uno frente al espejo de su propia estulticia, sin dar pie a que nadie pueda tener la última palabra.
A juzgar por el éxito de El colapso, hoy siempre se impone el mensaje más pobre.
O sea, Kripton, el de Jor-El.
Tengo siempre eso en contra de la cultura francesa desde después de la segunda guerra mundial: mucho arte en el ruido, nula verdad en las nueces.
Estupendo comentario, ya no la veo.
Estoy totalmente en desacuerdo con el artículo. Creo que la miniserie está hecha con la intención clara de despertar conciencias frente a los muchos problemas del mundo actual, que se dejan ver en cada capítulo. Sin ese último episodio, no quedaría claro de que se trata.
El que quiera más información puede interesarse por el decrecimiento, movimiento que por supuesto nunca ocupará espacio ni voz en la televisión.
La situación es tan mala, que simplemente la aparición de una obra así es casi un milagro.
Curiosamente, el capítulo de la granja fue mi preferido, creo que es el más fuerte dramáticamente y con un guión aprovechadisimo para solo 20 minutos.
La crítica va fundamentalmente dirigida al argumento reduccionista que ofrece la conclusión de la serie. Los más convencidos lo van a aplaudir fervientemente mientras que los que no comulguen con él lo van a encontrar poco más que panfletario. Lo que echo de menos en ésta y otras series y películas sobre temas actuales es que ofrezcan un tratamiento más elaborado y poliédrico, que provoquen y no muestren tan a las claras sus conclusiones de forma que se dé lugar a un debate constructivo.
Se puede hacer denuncia de muchos problemas sin simplificarlos tanto que no muevan a nadie de sus posiciones.