Fernando Fernán Gómez: la melancolía del tiempo amarillo

100 años del nacimiento de Fernando Fernan Gomez

A mi padre le gustaba mucho el cine y había nacido en 1921, justo el año que nació Fernando Fernán Gómez, así que tengo la sensación de que siempre ha estado por casa: en revistas, en conversaciones, en referencias a películas que debían ver en el cine Proyecciones o en el Teatro Cervantes o en algunos de esos cines de verano donde, en Septiembre, ofrecían a los caballeros una copita de coñac para que se atrevieran con el primer fresco de las noches del cercano otoño. Entonces, al final de los cincuenta, el cine era uno de los pocos divertimentos para la gente trabajadora, uno de los escasos sitios donde se podía soñar con otra vida o acariciar las manos de una novia o incluso besarle los labios en las últimas filas, entre la niebla del humo del tabaco negro. Recuerdo ahora aquel tiempo por el olor a fritangas de los bares donde íbamos los domingos que tenían el suelo lleno de serrín los días de lluvia; por las tarjetitas que se repartían en el centro de la ciudad con el cartel de las películas los días de estreno; por la brillantina que usaban algunos hombres con sus corbatas estrechas y sus camisas blancas; por las faldas de vuelo que llevaban las mujeres con una medalla en el cuello. En distintos sitios de la ciudad había carteleras, igual que en la puerta de los cines y yo recuerdo haberme parado en ellas muchas veces a lo largo de los años, anhelando llegar a la edad, o al menos aparentarla, donde ya me dejaran entrar a esas que en el diario Lanza calificaban moralmente de “mayores con reparos”.

En mi imaginario tengo asociados a Fernando Fernan Gomez con el Paco Rabal de “Viridiana“. Ambos eran altos, imponentes, con voces tronantes que podían intimidar a los hombres o seducir a las mujeres. Tipos con suerte de vivir en Madrid, de tener amigos en todas partes, de poder salir por las noches al Café Gijón o al Pasapoga (no se por qué se me quedó ese nombre y me ha venido ahora a la cabeza), y tener la posibilidad de conocer a mujeres como Analía Gadé que siempre me pareció bellisima. Cómicos que actuaban en los teatros y en el cine, que viajaban fuera de España y vivían entre gente que practicaba otra moral distinta de la oficial, mucho más libre y alejada de la beatería de los catecismos. Cuando lo ví por primera vez en la Plaza de Toros (leo ahora que debió ser en 1978 y yo creía que fue antes, todavía en aquellos “Festivales de España”), actuando en persona como “El alcalde de Zalamea”, aumentó mi fascinación por él: llenaba el escenario con su presencia y su voz, parecía venir de otro planeta lleno de cosas importantes y palmeras muy altas. Y ya en Madrid se convirtió, para mí, en el ejemplo del actor “intelectual” que no solo sabía actuar sino que además escribía o dirigía sus propias películas. Alguien que además se permitía ir a contracorriente y cultivar una imagen de cascarrabias que podía mandar a la mierda al lucero del alba; que apareció una noche en una mesa redonda en un colegio mayor, creo que ya con Emma Cohen, y que daba la sensación de convertir en importante todo lo que decía, quizá por su voz o por los gestos de un rostro que se había transmutado por la edad pero que seguía siendo peculiar y lo semejaba a un viejo león algo cansado.

Fernando Fernán Gómez con Analía Gadé

No había leido sus memorias “El tiempo amarillo” y me pareció una buena idea hacerlo, como un pequeño homenaje a él, para recordarlo a través de su propia memoria, y también para gozar del viaje del articulo que pensaba escribir, para volver a mirar el tiempo de mis padres, su estética, sus pretensiones, con mis ojos de ahora, con una actitud mucho más compresiva que la que tenía en la primera juventud cuando iba al choque y solo pensaba en escaparme a algun sitio donde suponía que podría respirar más libremente. Reconozco que lo he hecho de forma rápida: al principio porque me aburría todo lo que contaba de su infancia y adolescencia, que me parecía deslabazado, lleno de anecdotas irrelevantes que al final no contaban casi nada, desde luego mucho menos que sus obras sobre ese mismo periodo, que tienen muchas mayor capacidad de evocación, como “Las bicicletas son para el verano” o “El viaje a ninguna parte”. Ni siquiera cuenta con mínima claridad lo que ocurrió entre su padre (Luis Fernando Díaz de Mendoza y Guerrero, también actor, hijo de la actriz María Guerrero), y su madre, (Carola Fernán Gómez), ni el papel que tuvo la conocida actriz en que él al final naciera en Lima y nunca se relacionara más con su padre (al parecer María Guerrero hizo contratar a su madre por la compañia de Antonia Plana y Emilio Diaz que comenzaba una larga gira por America Latina para separarla de su hijo). En cambio elucubra, sin mucho sentido para un lector que ha decicido leer las suyas, sobre si tiene sentido escribir unas memorias cuando no se ha triunfado como se habría querido triunfar, es decir, como Ingrid Bergman o John Huston o Lauren Bacall que, después del éxito, salieron de pobres para siempre y eran admirados en todo el mundo, además de proceder de familias adineradas (se pasa muchas páginas elucubrando sobre la procedencia social de muchos actores o intelectuales conocidos) parece que añorándolo mucho.

Igual ocurre con el relato de algunos periodos de su vida, de sus sensaciones y de la gente que conoció en ellos, incluso de los más presuntamente brillantes, cuando ya era un actor muy conocido y tenia tertulia en el Gijón o salía por las noches a las boites de moda. Sus descripciones de personajes y ambientes son pobres (es imposible no compararlas con las que hace Francisco Umbral en “La noche que llegué al café Gijón“) y parece que casi siempre le dejan un regusto amargo, como esas errancias nocturnas de los personajes que describe Martin Santos en “Tiempo de silencio”, aunque podía esperarse otra cosa en el mundo de los cómicos donde reconoce que imperaba otra moral distinta a la de su tiempo, con la manga más ancha. Lo más asombroso es su victimismo con las mujeres (“Así, de destrozo en destrozo, de derrota en derrota, ha ido transcurriendo mi vida sentimental. Así me he visto abandonado por otro más guapo, o más viejo, o más alto, o por un guardia-marina, un portugués, un torero, un marqués, un homosexual, un señorito, un negro con ladillas, un francés, un venezolano, un italiano, un pintor… Quizás, en mi caso, esto ha ocurrido también porque en nuestro ambiente abundan las mujeres que cuando oyen hablar del amor libre toman el rábano por las hojas.”) y el hecho que apenas hable de las que estuvieron con él más tiempo, que no describa qué le gustó de ellas, que le aportaron, que cosas vivieron juntos. Casi nada de Maria Dolores Pradera y nada de los hijos que tuvo con ella, solo que nunca le dio problemas; nada de Analía Gadé (lo que contrasta con el cariño y la admiración con que ella habla de él en el video que he incluido al final de este artículo); de Emma Cohen casi solo dice: “A la vuelta a Madrid mi compacera me abandonó” . Corría 1981, acababa de rodar “Maravillas y ella se había ido con Juan Benet, para luego volver con él, pero eso no lo cuenta, ni tampoco que ella había nacido en 1946 y permaneció con él hasta el final.

El viaje a ninguna parte”

En fín que lo que pretendia ser un homenaje casi se convierte en algo que destruye un mito. Así que me tuve que poner a ver algunas de sus películas, a leer la larga lista en las que actuó a lo largo de la vida (y que recorren un buen segmento de mi propia vida), a escucharlo en entrevistas o a reflexionar sobre la imagen que proyectamos y lo que sentimos realmente por dentro. Y de un actor solo debería importarnos los personajes que crea, lo que nos inspira a través de ellos, no su vida personal que, muy a menudo, es totalmente disonante con su imagen pública, no hay más que pensar en Gary Grant, un ser atormentado con la apariencia de un hombre lleno de luz. También con el hecho de que unas memorias son literatura y probablemente hay que encararlas, como decía Marguerite Yourcenar, como si fueran la biografía de un desconocido (lo que requiere mucha valentía), hablando con unos y con otros, recogiendo datos de fuera y de dentro, teniendo además la capacidad de convertirlas en una historia que apetezca leer, como hicieron, por ejemplo, Elia Kazan o Albert Boadella con las suyas, en oficios parecidos. Lo que no suele estar al alcance de todo el mundo, por cualidades o por el momento en que se escriben.

Así que seguiré recordando a Fernando Fernán Gómez por su películas, por las buenas y por las malas, que también recogen el aroma de un pasado que se vuelve oro cuando transcurren los años y remiten a la infancia, cuando todo parecia más lento y más contrastado, cuando el tiempo probablemente era amarillo pero sabía a azul, aunque sintiéramos que nos nos gustara demasiado.

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