Con ocasión de la muerte del teólogo Hans Küng

Rehuso entrar en valoración personal alguna acerca de la figura del recién fallecido Hans Küng, pero en principio un teólogo que escribe tres volúmenes de memorias suyas individuales me inspira bastante recelo, por mucho que tenga el lejano y genial precedente de Agustín de Hipona. Es cierto que Küng escribió mucho, muchísimo, acerca de asuntos religiosos o social-religiosos muy variados, como si pretendiera él mismo erigirse en una Iglesia alternativa a la que le había repudiado (repudiado en parte, no del todo, puesto que siguió ordenado sacerdote hasta el último día), pero tampoco encuentro nada demasiado original ni especialmente interesante en todo ello, así como en ninguna en las entrevistas que concedió en España y que se conservan en Youtube. En esencia, Küng fue un hombre que admiraba el pontificado de Juan XXIII y su intento de renovación de la institución en el Concilio Vaticano II, y da ahí que en consecuencia que no pudiera soportar, a mi juicio con razón, el retroceso conservador que después imprimió, tras el interregno tristemente anecdótico de Juan Pablo I, ese monstruo mediático que fue el papa Wojtyla. No en vano, hay quien siempre ha sospechado de lo oportuno de la muerte de Juan Pablo I, teniendo en cuenta que aquel hombre pretendía profundizar en las reformas del Vaticano II e incluso aparecer ante su rebaño como un hombre casi común, que es precisamente lo que Küng apoyaba mediante su recusación de la infalibilidad papal. Treinta y tres días de efímero pastorado y enseguida tenían ya preparado como recambio a ese carismático polaco que había hecho la guerra contra el comunismo con Wallesa y que tanto gustaba a Thatcher y a Reagan… (que Wojtyla fue un Papa más político que piadoso lo muestra bien a las claras el hecho de haber recibido un tiro por parte precisamente de un torvo sujeto ligado a las conexiones búlgaras de la KGB). Yo creo, por tanto, que la motivación principal de la enseñanza de Kung fue esa fundamentalmente: empeñarse en aquel sueño tampoco tan revolucionario pero sin duda inspirador del gran Juan XXIII, y para ello enfrentarse con dureza al viraje neoliberal y autoritario de Juan Pablo II. Al fin y al cabo, que yo sepa la infalibilidad papal es dogma de la Iglesia Católica tan sólo desde inicios del s. XX, mientras que la imposición del celibato a los curas proviene del s. XI, de modo que no se trataba tampoco de remover un articulado que digamos muy arraigado en la tradición canónica. Antes de eso, papas como León XIII –la famosa encíclica Rerum Novarum, ejemplo clásico y espléndido de lo que la Iglesia pudo haber sido y no fue- se habían mostrado tal vez demasiado comprensivos con los movimientos obreros que agitaron y sacaron adelante el s. XIX, y está claro, a la vista del vergonzoso papel que hizo la Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial y después, que esa no ha sido su tendencia general durante el terrible y doloroso s. XX…

La controversia por el ateísmo en Europa surgió pujante en el siglo XVII y ocupó prácticamente todo el XVIII, convirtiéndose en cuestión definitiva y de facto en el XIX. Resultaría aburrido citar aquí autores destacados, que fueron legión, lo que adquiere más relevancia aún si tenemos en cuenta que entonces sí que existía una correlación práctica inmediata del pensamiento en forma de movimientos sociales o revueltas políticas. Cuando Nietszche dijo aquello de “Dios ha muerto”, tomándolo de Hegel, no expresaba un deseo o una idea suya, como pudiera haberlo hecho el pobre Jean Meslier en el Barroco (el cura más trágico pero también más divertido que haya existido nunca), sino que tan sólo proclamaba alto y fuerte el estado de cosas característico de la cultura de su tiempo. De hecho, hoy que la moda del ateísmo en Occidente se ha traducido también en una avalancha editorial que inunda sobre todo Francia e Inglaterra (comandada en esta última por el genetista neo-evolucionista Richard Dawkins, autor de aquel famoso lema hedonista que adornó allí los autobuses: “probablemente Dios no exista, así que deja de preocuparte y disfruta de la vida”), no se ha aportado hasta donde yo sé ni un solo giro retórico o filosofema que no estuviese ya esgrimido en la obra de aquellos pioneros. Claro, se dirá que la ciencia ha cambiado, y que en el presente lo que se opone a lo divino-único ya no es, pongamos por caso, el newtonianismo de Laplace, sino los memes, las mutaciones, la teoría del Bing-bang y un largo etcétera de presuntas novedades punteras. Pero, en mi opinión, esa aparente diferencia sólo engaña a los legos, que para colmo son más legos que nunca en la presunta sociedad de la información, además de harto más indolentes de lo que fueron nuestros levantiscos antepasados –pongamos el caso célebre de los “nihilistas” rusos que asesinaban zares entre lectura y lectura de Dostoievsky-, de tal forma que nadie permitiría hoy en día que los embrujos intelectuales de un bando u otro modificasen ni un átomo su estilo de vida habitual. Por ilustrarlo con un ejemplo histórico, a mi juicio hizo más acuñando en su forma moderna el término “fanático” el habilidoso Voltaire que todos nuestros oportunistas vendelibros reeditando sus reflexiones en jerga contemporánea. Voltaire es el caso más célebre, sobre todo en la muy católica España, donde siempre ha sido perseguido como si fuera el mismísimo Satán, y por eso menciono su distinguido nombre (no por casualidad, Voltaire escribía muy bien, y mediante su divisa “aplastad al infame” colocada como colofón de sus escritos contra la Iglesia no pasaron ni once años de su muerte hasta que tuvo lugar la Revolución Francesa y con ella la entronización de la Humanidad como Ser Supremo y del desahucio de viejo Jehová en favor de la virginal Diosa Razón…) En comparación, me parece, en la actualidad somos hoy la mar de tolerantes por pura y dura indiferencia, más que por una convicción seria y responsable…

Paul Klee. “Angelus novus”

Mas, insisto, Voltaire sólo era uno entre cientos. ¿Y qué es lo que tenían todos aquellos defensores del ateísmo o incluso del agnosticismo en común, grosso modo? Pues dos cosas principalmente: primero, no la ciencia en abstracto, que ya existía milenariamente, sino concretamente la ciencia matemática mecanicista; y segundo, no la protesta contra la peculiar divinidad católica (que ya había consumado sobradamente Martín Lutero), sino la denuncia hacia los poderes fácticos arropados por ella. Y mi pregunta vuelve a ser la misma: ¿qué es lo que ha cambiado desde entonces? Nada en absoluto en lo que toca a la ciencia, que continua por vías mecanicistas no sólo en la Física, sino también en parte en la Biología y en la Filosofía Política (Darwin no hizo más que dar el golpe de gracia a la teleología en la consideración de los seres vivos como ya se había hecho entre los inanimados; y en política, Thomas Hobbes comenzó su meditación sobre la necesidad del estado represor suprimiendo las causas finales también en la acción humana; sin embargo, las finalidades inmanentes de los procesos naturales no son invención cristiana, sino pagana, para más señas aristotélica -se luchaba, pues, contra Santo Tomás, en olvido de Grecia). Y nada tampoco ha cambiado en lo que se refiere al amancebamiento del poder con la institución eclesiástica, que es de lo que estos nuevos autores –pongamos, también, hoy, Michel Onfray- realmente se quejan. A estas alturas de lo dicho ya se comprenderá que las llamadas a la autoconciencia ética del hombre para suplir a la fallecida divinidad son también vetustas y venerables, tan sólo habría que mencionar la obra de Ludwig Feuerbach. De modo que la situación actual de la teología occidental, pues, me parece que es la siguiente: el ateísmo ha ascendido imparablemente desde el Renacimiento hasta el siglo XIX, y lo único que realmente ha cambiado es la experiencia escalofriante del siglo XX, que ha venido a mostrar qué tipo de mundo puede ser construido sin Dios en la cara occidental del mundo. O mejor dicho, “destruido”, en una noche fría, larga y oscura del alma… Por todo ello, entiendo que debemos descreer tanto de la apelación a Dios –no digamos ya del dios musulmán, ferozmente machista, monolítico y teocrático- como de la Autonomía Racional del hombre, que por el momento ha rendido escasos resultados, y encuentro la moda del ateismo en cuestión futil y un tanto ideológica, puesto que ya no es la idea de Dios nuestro enemigo prioritario: tenemos, ciertamente, problemas mucho más urgentes. ¿Porque no se escribe, por ejemplo, en los autobuses londineses algo como “probablemente hacer dinero es vano, así que deja de preocuparte y disfruta de la vida”? Algo así -y muchas otras cosas más que se nos ocurrirían a todos, como, por poner un caso más grave: “probablemente cargarse el planeta es suicida, así que arrima el hombro para que también tus nietos puedan disfrutar de la vida”-, ameritaría mucho más nuestro respeto de laicos sosegados, con lo que mi conclusión personal es que tanto las profusas memorias y reflexiones de Hans Küng como la labor misionera y evangelizadora de la propia Iglesia Católica podrán tener mucho por hacer desde sus propios presupuestos prácticos, pero no encuentro que tengan nada ya valioso que decirnos en el plano teórico ni mundano. Los hombres ya no buscan la presencia ultramundana de la seguridad y confianza en una megapersona eterna, los hombres nos conformamos con la guía de una Inteligencia Artificial alimentada por núcleo procesador cuántico. Que el romántico Angelus novus de Paul Klee y Walter Bejamin nos coja confesados…

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