1- Platón, Banquete
Veis el ardiente interés que Sócrates demuestra por los bellos mancebos y adolescentes y con qué apasionamiento los busca y hasta qué extremo le cautivan; veis también que ignora todo y que no sabe nada; al menos así lo parece. ¿No es propio todo esto de un Sileno? Enteramente. Tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno, pero ¡abridle!, mis queridos comensales, ¡qué tesoros no encontraréis en él! Sabed que la hermosura de un hombre le es el objeto más indiferente. Nadie se podría imaginar hasta qué punto la desdeña e igualmente a la riqueza y las otras ventajas que envidia el vulgo. Para Sócrates, carecen de todo valor, y a nosotros mismos nos considera como nada; su vida entera transcurre burlándose de todo el mundo y divirtiéndose en hacerle servir de juguete para distraerse. Pero cuando habla en serio y se abre, no sé si otros habrán visto las bellezas que guarda en su interior; yo sí las he visto y me han parecido tan divinas, tan grandes, tan preciosas y tan seductoras, que creo es imposible resistirse a Sócrates. Pensando al principio que lo que le interesaba en mí era mi belleza, me felicité por mi buena fortuna; creí haber encontrado un medio maravilloso de medrar contando con que complaciéndole en sus deseos obtendría con seguridad de él que me comunicara toda su ciencia. Tenía yo, además, la más elevada opinión de mis atractivos exteriores. Con este fin empecé por despedir al servidor que se hallaba siempre presente en mis entrevistas con Sócrates, para quedarme solo en él. Necesito deciros toda la verdad; escuchadme atentamente, y tú Sócrates, repréndeme si mintiere. Me quedé, pues, sólo con Sócrates, amigos míos; esperaba inmediatamente me pronunciaría uno de esos discursos que la palabra inspira a los amantes cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y de antemano experimentaba un placer al imaginármelo. Pero mi esperanza me engañó: Sócrates estuvo conmigo todo el día hablándome como de costumbre, hasta que se retiró. Otro día le desafié a ejercicios gimnásticos, esperando conseguir algo por este medio. Nos ejercitamos y a menudo luchamos juntos sin testigos, pero nada adelanté. No pudiendo conseguir nada por este camino, me decidí a atacarle enérgicamente. Había empezado y no quería declararme vencido antes de saber a qué atenerme. Le invité a cenar como hacen los amantes cuando quieren tender un lazo a sus bien amados; al pronto rehusó, pero con el tiempo concluyó por acceder. Vino, pero apenas hubo cenado quiso marcharse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero otra vez le tendí un nuevo lazo, y después de cenar prolongué nuestra conversación hasta muy avanzada la noche, y cuando quiso marcharse le obligué a quedarse, pretextando que era demasiado tarde. Se acostó en el lecho en el cual había cenado, que estaba muy cerca del mío, y nos quedamos solos en la sala (…)
»Cuando se apagó la lámpara, amigos míos, y los esclavos se hubieron retirado, juzgué que no me convenía usar rodeos con Sócrates y que debía exponerle claramente mi pensamiento. Le toqué, pues, con el codo y le pregunté:
-¿Duermes, Sócrates? -Todavía no, me respondió. -¿Sabes en lo que estoy pensando? -¿En qué? -Pienso en que tú eres el solo amante digno de mí y me parece que no te atreves a descubrirme tus sentimientos. De mí puedo asegurarte que me encontraría muy poco razonable si no buscara complacerte en esta ocasión, como en toda otra en la que pudieras quedarme obligado bien por mí mismo o bien por mis amigos. No tengo empeño mayor que el de perfeccionarme todo lo posible y no veo a nadie cuyo auxilio para esto pueda serme más provechoso que el tuyo. Si rehusara alguna cosa a un hombre como tú, temería más verme criticado por los sabios que no por los necios y vulgares concediéndote todo. Y Sócrates me contestó con su habitual ironía:
»Si lo que dices de mí es cierto, mi querido Alcibíades; si tengo, en efecto, el poder de hacerte mejor, no me pareces en verdad poco hábil, y has descubierto en mí una maravillosa belleza muy superior a la tuya. Por consiguiente, al querer unirte a mí y cambiar tu belleza por la mía, me parece que comprendes muy bien tus intereses, porque en vez de la apariencia de lo bello quieres adquirir la realidad y darme cobre para recibir oro. Pero míralo más de cerca, buen joven, no vaya a ser que te engañes acerca de lo que valgo. Los ojos del espíritu no empiezan a ver con claridad hasta la época en que los del cuerpo se debilitan, y tú estás todavía muy lejos de ese momento. -Tales son mis sentimientos, Sócrates, le repliqué, y no he dicho nada que no piense; tú adoptarás la resolución que te parecerá más conveniente para ti y para mí. -Está bien, me respondió; la pensaremos y haremos en esto, como en todo, lo que más nos convenga a los dos.
»Después de estas palabras le creí alcanzado por el dardo que le había lanzado. Sin dejarle tiempo para añadir una palabra, me levanté envuelto en este mismo manto que veis, porque era invierno, y tendiéndome sobre la vieja capa de este hombre, ceñí con mis brazos a esta divina y maravillosa persona y pasé a su lado toda la noche. Espero, Sócrates, que de todo lo que estoy diciendo no podrás desmentir una palabra. Pues bien: después de tales insinuaciones permaneció insensible y no tuvo más que desdenes y desprecios para mi belleza y no ha hecho más que insultarla, y yo, amigos míos, la juzgaba de algún valor. Sí, sed jueces de la insolencia de Sócrates; los dioses y las diosas pueden ser mis testigos de que me levanté de su lado como me habría levantado del lecho de mi padre o de un hermano mayor.
2- William Shakespeare, Soneto 116
No permitáis que la unión de unas almas fieles
admita impedimentos. No es amor el amor
que cambia cuando un cambio encuentra
o que se adapta a la distancia al distanciarse.
¡Oh, no!, es un faro imperturbable
que contempla la tormenta sin llegar a estremecerse,
es la estrella para un barco sin rumbo,
de valor desconocido, aun contando su altura.
No es un capricho del tiempo, aunque los rosados labios
y mejillas caigan bajo un golpe de guadaña.
El amor no varía durante breves horas o semanas,
sino que se confirma incluso ante la muerte.
Si es esto erróneo y puede ser probado,
nunca escribí nada, ni ningún hombre amó.
3- Óscar Wilde, Mi voz
En este mundo inquieto, moderno, apresurado,
tomamos todo aquello que nuestro corazón deseaba -tú y yo,
y ahora las velas blancas de nuestro barco están arriadas
y agotada la carga del navío.
Por ello, prematuras, empalidecen mis mejillas,
pues el llorar es mi contento huido
y el dolor ha apagado el rosa de mi boca
y la ruina corre las cortinas de mi lecho.
Pero toda esta vida atiborrada ha sido para ti
solamente una lira, un laúd, el encanto sutil
del violoncello, la música del mar
que duerme, mímico eco, en su concha marina.
4- Walt Whitman, fragmento de Canto a mí mismo
Deja las palabras, la música y el ritmo;
apaga tus discursos;
túmbate conmigo en la hierba.
Sólo el arrullo quiero,
el susurro
y las sugestiones de la voz.
¿Te acuerdas de aquella mañana transparente de verano?
Estabas con la cabeza reclinada en mis rodillas y dulcemente te volviste hacia mí,
abriste mi camisa
y me buscaste con la lengua el corazón profundo.
Después te alargaste hasta hundirte en mi barba, te estiraste
y te adheriste a mí desde la cabeza hasta los pies.
Conocí entonces la paz y la sabiduría que están más allá de las disputas de la tierra.
Y ahora sé que la mano de Dios es la promesa de mi mano;
que el espíritu de dios es hermano de mi espíritu;
que todos los hombres nacidos en el mundo son
mis hermanos también
y que todas las mujeres son mis hermanas y mis amigas……
¡que un solo germen de la creación es amor!
Infinitas son las hojas erguidas o marchitas del bosque,
las hormigas oscuras que se afanan debajo de las hojas,
las costras musgosas de la cerca,
las piedras amontonadas;
infinito el saúco,
el gordolobo,
la fitolaca.
5- Constantino Kavafis, El escaparate de la tabaquería
Estaban entre la muchedumbre
cerca del luminoso escaparate de la tabaquería.
Sus miradas se cruzaron por accidente,
tímidamente y con sobresalto expresaron
el ilícito deseo de su carne.
Dieron unos cuantos pasos sobre la acera,
Sonrieron y asintieron levemente.
Y después el carruaje cerrado…
La carnal cercanía de sus cuerpos,
la unión de sus manos, el encuentro de sus labios.
para mí
6- Federico García Lorca, Canción del mariquita
El mariquita se peina
en su peinador de seda.
Los vecinos se sonríen
en sus ventanas postreras.
El mariquita organiza
los bucles de su cabeza.
Por los patios gritan loros,
surtidores y planetas.
El mariquita se adorna
con un jazmín sinvergüenza.
La tarde se pone extraña
de peines y enredaderas.
El escándalo temblaba
rayado como una cebra.
¡Los mariquitas del Sur,
cantan en las azoteas!
para mí
7- Jean Genet, fragmento de El condenado a muerte
Y a la tarde desciende y canta sobre el puente
entre los marineros, destocados y humildes,
el “Ave María Stella”. Cada marinero blande
su verga palpitante en la pícara mano.
Y para atravesarte, grumete del azar,
bajo el calzón se empalman los fuertes marineros.
Amor mío, amor mío, ¿podrás robar las llaves
que me abrirán el cielo donde tiemblan los mástiles?
(…)
Evoquemos, Amor, a cierto duro amante,enorme como el mundo y de cuerpo sombrío.
Nos fundirá desnudos en sus oscuros antros,entre sus muslos de oro, en su cálido vientre.
Un muchacho deslumbrante tallado en un arcángel
se excita al ver los ramos de clavel y jazmín
que llevarán temblando tus manos luminosas,
sobre su augusto flanco que tu abrazo estremece.
¡Oh tristeza en mi boca! ¡amargura inflamando
mi pobre corazón! ¡Mis fragantes amores,
ya os alejáis de mi! ¡Adiós, huevos amados!
sobre mi voz quebrada, ¡adiós minga insolente!
(…)
¡Mi bellísimo paje coronado de lilas!
inclínate en mi lecho, deja a mi pija duragolpear tu mejilla.
Tu amante el asesino
te relata su gesta entre mil explosiones.
Canta que un día tuvo tu cuerpo y tu semblante,
tu corazón que nunca herirán las espuelas
de un tosco caballero. ¡Poseer tus rodillas,
tus manos, tu garganta, tener tu edad, pequeño!
Robar, robar tu cielo salpicado de sangre,
lograr una obra maestra con muertos cosechados
por doquier en los prados, los asombrados muertos
de preparar su muerte, su cielo adolescente…
Las solemnes mañanas, el ron, el cigarrillo…
las sombras de tabaco, de prisión, de marinos
acuden a mi celda, y me tumba y me abraza
con grávida bragueta un espectro asesino.
La canción que atraviesa un mundo tenebroso
es el grito de un chulo traído por tu música,
el canto de un ahorcado tieso como una estaca,
la mágica llamada de un randa enamorado.
(…)
Del tan temido cielo de los crímenes
del amor viene este espectro. Niño de las honduras
nacerán de sus cuerpos extraños esplendores
y perfumado semen de su verga adorable.
(…)
Cada grito de sangre delega en un muchacho
para que inicie al niño en su primera prueba.
Sosiega tu temor y tu reciente angustia,
chupa mi duro miembro cuál si fuese un helado.
Mordisquea con ternura su roce en tu mejilla,
besa mi pija tiesa, entierra en tu garganta
el bulto de mi polla tragado de una vez,
¡Ahógate de amor, vomita y haz tu mueca!
Adora de rodillas como un tótem sagrado
mi tatuado torso, adora hasta las lágrimas
mi sexo que se rompe, te azota como un arma,
adora mi bastón que te va a penetrar.
(…)
¡Amor, ven a mi boca! ¡Amor, abre tus puertas!
recorre los pasillos, baja, rápido cruza,
vuela por la escalera más ágil que un pastor,
más supenso en el aire que un vuelo de hojas muertas.
(…)
Elévate en el aire de la luna, mi vida.
En mi boca derrama el consistente semen
que pasa de tus labios a mis dientes, mi Amor,
a fin de fecundar nuestras nupcias dichosas.
Junto tu hermoso cuerpo contra el mío que muere
por darle por el culo a la golfa más tierna.
Sopesando extasiado tus rotundas pelotas
mi pija de obsidiana te enfila el corazón.
8- Luís Cernuda, Si el hombre pudiera decir lo que ama
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
9- Jaime Gil de Biedma, Peeping Tom
Ojos de solitario, muchachito atónito
que sorprendí mirándonos
en aquel pinarcillo, junto a la Facultad de Letras,
hace más de once años,
al ir a separarme,
todavía atontado de saliva y de arena,
después de revolcarnos los dos medio vestidos,
felices como bestias.
Te recuerdo, es curioso
con qué reconcentrada intensidad de símbolo,
va unido a aquella historia,
mi primera experiencia de amor correspondido.
A veces me pregunto qué habrá sido de ti.
Y si ahora en tus noches junto a un cuerpo
vuelve la vieja escena
y todavía espías nuestros besos.
Así vuelve a mí desde el pasado,
como un grito inconexo,
la imagen de tus ojos. Expresión
de mi propio deseo.
10- Francisco Brines, El más hermoso territorio
El ciego deseoso recorre con los dedos las líneas venturosas que hacen feliz su tacto, y nada le apresura. El roce se hace lento en el vigor curvado de unos muslos que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado. Allí en la luz oscura de los mirtos se enreda, palpitante, el ala de un gorrión, el feliz cuerpo vivo. O intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto, en el posar cansado de un ocaso apagado. Del estrecho lugar de la cintura, reino de siesta y sueño, o reducido prado de labios delicados y de dedos ardientes, por igual, separadas, se desperezan líneas que ahondan. muy gentiles, el vigor mas dichoso de la edad, y un pecho dejan alto, simétrico y oscuro. Son dos sombras rosadas esas tetillas breves en vasto campo liso, aguas para beber, o estremecerlas. y un canalillo cruza, para la sed amiga de la lengua, este dormido campo, y llega a un breve pozo, que es infantil sonrisa, breve dedal del aire. En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles se yergue el cuello altivo que serena, o el recogido cuello que ablanda las caricias, el tronco del que brota un vivo fuego negro, la cabeza: y en aire, y perfumada, una enredada zarza de jazmines sonríe, y el mundo se hace noche porque habitan aquélla astros crecidos y anchos, felices y benéficos. Y brillan, y nos miran, y queremos morir ebrios de adolescencia. Hay una brisa negra que aroma los cabellos. He bajado esta espalda, que es el más descansado de todos los descensos, y siendo larga y dura, es de ligera marcha, pues nos lleva al lugar de las delicias. En la más suave y fresca de las sedas se recrea la mano, este espacio indecible, que se alza tan diáfano, la hermosa calumniada, el sitio envilecido por el soez lenguaje. Inacabable lecho en donde reparamos la sed de la belleza de la forma, que es sólo sed de un dios que nos sosiegue. Rozo con mis mejillas la misma piel del aire, la dureza del agua, que es frescura, la solidez del mundo que me tienta. Y, muy secretas, las laderas llevan al lugar encendido de la dicha. Allí el profundo goce que repara el vivir, la maga realidad que vence al sueño, experiencia tan ebria que un sabio dios la condena al olvido. Conocemos entonces que sólo tiene muerte la quemada hermosura de la vida. Y porque estás ausente, eres hoy el deseo de la tierra que falta al desterrado, de la vida que el olvidado pierde, y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo, pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo. |