Ante el premio Princesa de Asturias de las Artes de 2021, otorgado a la artista serbia Marina Abramovic (Belgrado, 1947), caben dos posiciones en principio agrupadas en la oposición que se verificas entre las afirmaciones de La Diosa de los Balcanes o La petarda de Serbia –así afirmado por el artista y escritor Pancho Ortuño–.
La primera de ellas sería la más absoluta de las discrepancias con el jurado actuante, por otorgar el premio de las Artes Plásticas a una Artista que promueve exclusivamente los Performances, como objeto de las reflexiones artísticas de finales del siglo XX. Discrepancia que, obviamente, se sustenta en una concepción y en una teoría del Arte y de su muerte o de su final o de su acabamiento, como ya nos relatara Arthur Danto –y su Final del Arte– y entre nosotros Félix de Azúa en su lejano Diccionario de las Artes y más tarde en otras piezas reflexivas que indagan en el nihilismo técnico de la contemporaneidad y en la imparable artisticidad de nuestras vidas y cuerpos. Discrepancia que surge, desde la comprobación visible de que lo que llamamos Arte histórico, feneció de mano de las Vanguardias de principios de siglo XX –Dadá, sobre todo– y luego sufrió los volteos diferentes del Arte Objeto, del Land Art, del Arte Conceptual, Arte del Cuerpo, Hapenning, Environement y de todo el complejo de Instalaciones y Performances. Como las que representa nuestra mujer premiada, especialista eximia en ese tipo de Instalaciones y Performances. Como la acontecida en la Bienal de Venecia de 1997, donde Abramovic obtuvo el León de Oro con la Instalación Balkan Baroque: un montón de huesos apilados que Abramovic limpiaba con esmero y lija acuchillada, mientras cantaba canciones infantiles de su Yugoeslavia natal y ya desaparecida en ese momento. Performance que quiso ser vista como una implacable denuncia de la brutal guerra de los Balcanes, que había sido capaz de destruir todo una Federación de Naciones de multiplicidad religiosa, étnica y política. Curiosamente, otro premiado, como fuera el Nobel de Literatura de 2019, Peter Handke, mantuvo otra posición a la de Abramovic y ello le costó el rechazo de buena parte de la crítica que bendecía a la artista. Los favores de la crítica, desde los años noventa, del siglo pasado, tuvieron alguna relación con la conciencia de culpa sostenida en Europa Occidental tras el conflicto de los Balcanes, favoreciendo con ello la visibilidad de Marina Abramovic que expresaba el dolor y el desarraigo de un pueblo desaparecido. Como pasaría años más tarde con la solidaridad crítica recibida por el artista disidente chino Wei wei. Haciendo que su condena en la República Popular China fuera un herramienta de valoración inversa en Occidente.
En esa escalera descendente del Arte Histórico, ha habido protagonistas excepcionales –con muy variadas posiciones y aportaciones diversas– desde el temprano Marcel Duchamp –que quiso acabar con la pintura retiniana, dando paso a otras elaboraciones intelectuales, como aseverar que un urinario es susceptible de ser expuesto en un Museo–, a un posterior Joseph Beyus –que inició un procedimiento de desagregación y desmaterialización de la obra en su concepción tradicional e igualmente redentorista– o a un finalista y ventajista Andy Warhol–capaz de afirmar la artisticidad del gesto promovido por cualquier protagonista, que con ello tendría derecho a cinco minutos de fama y gloria–. Y así se inaugura el universo de las creaciones artísticas de cientos de kilos de pimentón de la Vera de Wolf Vostell, o de toneladas de pipas de girasol del artista chino Ai Wei wei.
La posición conceptual contraria a lo anteriormente expuesto sería la de los que defienden con énfasis el premio, la premiada y el razonamiento desplegado por el jurado, para haber visto a la artista serbia digna acreedora del merecimiento. Más aún insisten en la bondad e idoneidad de la obra premiada, por ajustarse a los tiempo actuales en los “que no se puede seguir pintando como se pintaba hace muchos años”. Probablemente, baste con la primera parte del enunciado ‘No se puede seguir pintando’. La defensa de formas artísticas vinculadas al pasado –como la de los críticos con el Premio Princesa de Asturias a Abramovic– tendrían incluso una lectura política de conservadurismo frente a progresismo. Como hace Miguel Ezquiaga en El País, al afirmar que “Marina Abramovic, premio a la democratización de la performance”. Con lo cual no se sabe si se premia al sustantivo o al adjetivo. Con todo ello, lo que se pretende es reducir y reconducir todo debate actual a categorías simplificadas y adversas. Con lo cual se produciría la paradoja de que una institución tan tradicional y conservadora como la Fundación Princesa de Asturias y su jurado consecuente, fuera capaz de otorgar un premio en las antípodas ideológicas de su mundo coronado, a una mujer que representa como dice Bea Espejo, en El País –El mito del Ave Fénix–. O más bien, representa el mito del Arte Contemporáneo. Un Mito que avanza y se tambalea, sube y baja como Sísifo sobre la ladera –sobre todo tras el corte impuesto por el cierre museístico de la pandemia, y que es capaz de producir retruécanos como el reinaugurado Museo de Sara Montiel sobre un viejo molino de la sierra de Campo de Criptana. Igualando en esa deriva de las confusiones a Marina Abramovic con Sara Montiel.
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