Jesús Quintero y el amor al prójimo

Yo no aprecio demasiado la obra de Freud, aunque le debo reconocer claridad y gravedad, pero Jesús Quintero sí creía en ella, y, según cuenta en alguna entrevista, tuvo su sesión semanal con Diván el Terrible durante veinte largos años y le fue de alguna utilidad en cuanto a autodescubrimiento y tal y cual. Supongo que habrá algo de placer, liberación o al menos paradoja en jugar al entrevistador entrevistado, o al psicólogo psicologizado, como en una de las primeras películas cómicas del cine, “el regador regado”. En su ensayo más famoso, El malestar de la cultura, de 1930, Freud dice algo de lo que todavía me acuerdo; os advierto que la cita es un poco larga, pero entretenida: 

Quizá hallemos la pista en uno de los pretendidos ideales postulados por la sociedad civilizada. Es el precepto «Amarás al prójimo como a ti mismo», que goza de universal nombradía y seguramente es más antiguo que el cristianismo, a pesar de que éste lo ostenta como su más encomiable conquista; pero sin duda no es muy antiguo, pues el hombre aún no lo conocía en épocas ya históricas. Adoptemos frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera: entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien es preciso que éste lo merezca por cualquier título. (Descarto aquí la utilidad que podría reportarme, así como su posible valor como objeto sexual, pues estas dos formas de vinculación nada tienen que ver con el precepto del amor al prójimo.) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese ninguno de sus propios valores, ninguna importancia que hubiera adquirido para mi vida afectiva entonces me sería muy difícil amarlo. Hasta sería injusto si lo amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el Universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir? 

Más adelante, Sigmund continúa argumentando que es que además la mayoría de las veces nadie merece el amor de nadie, porque la especie humana es de suyo agresiva, egoísta y de instintos chungos, es decir, el típico rollo de germano protestante que además ha salido de una guerra espantosa para dirigirse sin saberlo hacia otra aún peor. Pero lo que dice en el párrafo anterior no es que el amor al prójimo sea un ideal ridículo, propio de débiles o algo así, que es lo que diría Nietzsche o la gente más bestia que le siguió después; lo que dice, en cambio, es que un proyecto sencillamente inviable, impracticable. Tan fácil es para un ser finito como somos cada uno de nosotros amar al orbe completo de nuestro prójimo como a una mosca dar la vuelta al mundo en su único día de vida. Amar al prójimo es pedirnos demasiado, eso es todo, y es en esto es en lo que se equivoca el cristianismo -y luego Freud añadirá que también el marxismo. Sin embargo, a tal devoción fue a lo que se dedicó profesionalmente Jesús Quintero, a grabar programas de radio y televisión donde amaba a su prójimo en vivo y en directo, pero uno a uno o como mucho de dos en dos, para no desmentir al maestro vienés. Llegabas a cualquiera de sus programas, que eran todos el mismo calcao, producción te colocaba al otro lado de la mesa, y Jesús te convertía desde ese mismo instante en el objeto más interesante del cosmos. Antes, él mismo solía recitar un monólogo preparatorio, con palabras susurradas que persuadían al espectador de que, efectivamente, no hay nada más poético en eones de eternidad y supercúmulos galácticos que las pequeñas singladuras del alma humana, ese ente de luz, esa inteligencia sintiente que somos cada uno de nosotros y que merece su horita de confesión e intimidad ante las cámaras envuelta en una nube de humo de cigarro epifánica. El psicoanalista nunca te mira a la cara mientras tiene lugar la ceremonia semanal de bombear dolor al exterior, porque él, como persona, no importa nada, él no es más que una encarnación eventual y pasajera de la Institución Psicoanalítica misma que conquistará el mundo. Si los volúmenes de las Obras Completas del maestro fueran capaces de hablar, realizarían su función terapéutica mucho mejor que el falible individuo que masca su pipa sospechando de tus cochinadas ocultas. Imagináoslas, en rimero, tras el diván, abriendo un hueco de páginas a modo de boca como el Sombrero Seleccionador de Hogwarts. Jesús Quintero, el perro verde, ratón colorao (buena la sintonía que le hizo Sabina), vagamundo, el loco de la colina, preso de cuerda o cuerdo entre presos, era una persona y quería serlo, no una pila de tochos sesudos. Lo que ocurre es que interpretaba que ser una persona consiste en citar a un invitado, llevar un fular, ponerse un coñac y lanzar una pregunta digna del Oráculo de Delfos o de la Esfinge de Edipo mientras que traspasaba a su nuevo amigo con la mirada… 

Mi amigo Sergio siempre me arrastraba a ver las homilías de Quintero, cuando teníamos 17 años. Después yo traté de arrastrarle a las mías, con parecido mediano éxito, hasta el día de hoy, de modo que la amistad tiene esos desajustes, como también los tiene el amor. Yo es que no compartía esa mística de los misterios del homúnculo interior que gustaban tanto a Jesús Quintero. Creo que las personas tienen más gracia, son más irrepetibles, por su expresividad externa, y que los mecanismos interiores que nos manejan son más elementales y menos singulares y que tal vez Spinoza los expuso mucho más certera y brevemente que Herr Freud. No obstante, nadie excepto Quintero creaba tan sugestivamente ese ambiente de Fin del Mundo, de Valle de Josafat, de tipo con pinta de Ángel bueno que se da un aire a Michael Landon (y a mi amigo Sergio a la sazón también, por cierto) haciendo contigo balance de tu paso por la Tierra. De vez en cuando Quintero se gripaba, como una moto vieja, pero decía Sergio que era aposta, que eran pausas teatrales, calderones pero no de la Barca. Y, en efecto, parece que Quintero quiso ser actor antes que fraile, y nunca se dormía en esos lapsus. Luego escandía unas carcajadas sincopadas al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás: eso era buen rollo del de antes. Ahora, en radio o televisión, buen rollo es hacerse supercolega del invitado (Broncano y tantos otros), mantener una distancia humorística (Buenafuente), o dar por hecho que el otro es un cachondo simplón como tú (Bertín Osborne). Está bien, a mí no me estorba. Pero hay que reconocer que lo de Jesús Quintero era otra cosa, era como un Aquelarre del Bien, una Santa Inquisición del Ánima. Había que pertrecharse de tiempo y paciencia, en tanto que ahora basta con querer olvidarse del día de trabajo. Mujeres entrevistadas no vi muchas, la verdad; freaks a montones… Quintero no se reía en la cara de los freaks, como luego sí haría Javier Cárdenas. Al contrario, parece que esa era su manera de amar al prójimo, no queriéndolos a todos en acto ni en potencia, como insinuaba Freud, ni tampoco más que a la propia familia, qué absurdo, sino estimando positivamente su extravagancia. Buscar la compañía del extravagante justamente por ser extravagante, sacar el puto extravagante que llevas dentro, pero sin estridencias, sin montar el pollo como en los programas del cuore: esa parecía se la fórmula secreta de Jesús Quintero. Paladear lo raro de los raros, siempre que no te pisen un callo o te birlen la cartera… 

Vale, vale: sé que todo resultaba como muy profundo, incluso algo afectado y literario. Eso es lo que decía el Loco de la Colina que hacía: una pila de años de más de 4000 entrevistas literarias. Pero no muy distinto debía ser el estilo clínico de Freud, excepto que el maestro no se carcajeaba nunca. Reírse es anti-profesional para el Psicoanálisis. Los abismos de la personalidad son muy serios, los traumas lancinantes, jamás te curarás del todo, el infierno son los otros, la vida una pasión inútil, nadie es perfecto, a qué no has probado a recoger tus dientes con los dedos rotos, etc., etc. Es verdad que Jesús Quintero lanzaba unas preguntas que te dejaban turulato, estilo koan zen, pero, coño, no tomaba nota, no te cobraba minuta, no te trataba como un extraño, no te decía que se había acabado ya el tiempo, no te preguntaba por tu relación con tus heces ni con tu mamá en camisón cuando eras niño… En honor a nuestra juventud, a una televisión menos chillona, a mi amigo Sergio y sus españoladas, a la serenidad del autoconocimiento, a esos rizos como de circunvalación cerebral, hagámosle a Jesús Quintero, el día de su muerte, una ola como de público lobotomizado de Pablo Motos… 

“¡¡Jesús!!, 

¡¡Quintero!!, 

¡¡Te quiere el mundo entero!!” 

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