Peter Bodganovich (Kingston, 1939- Los Ángeles, 2021) hijo de serbio y austriaca, apareció en el panorama cinematográfico de Estados Unidos, como la gran esperanza blanca de las nuevas generaciones en curso. Formó parte de la oleada del llamado Nuevo Hollywood, junto a hombres como William Friedkin, Brian De Palma, George Lucas, Martin Scorsese, Michael Cimino y Francis Ford Coppola, todos ellos inducidos al cine por el director y productor Roger Corman. Los orígenes de Bodganovich fueron los de un perfecto cinéfilo. A los 15 años ya había ido a clases de interpretación con Stella Adler y se dedicaba a hacer fichas de todas las películas que veía (cuando abandonó la costumbre, al cumplir 30 años, había reunido 5.316: “He visto todas las películas americanas que merece la pena ver”, pontificaba). Parcialmente influido por la crítica francesa de los años cincuenta de Cahiers du Cinéma, especialmente por el director convertido en crítico –como acabaría haciendo él mismo– François Truffaut. Antes de convertirse él mismo en director, Bogdanovich labró su reputación con sus artículos en la revista Esquire. En 1968, siguiendo el ejemplo de sus admirados colaboradores de Cahiers du Cinéma —Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol y Jacques Rivette, quienes habían creado la Nouvelle Vague en sus propias películas—, Bogdanovich se hizo director. Bogdanovich analizó principalmente obras de directores estadounidenses como John Ford –de quien escribiría un libro tras las retrospectivas del MoMA– y del entonces minusvalorado Howard Hawks. Bogdanovich también recuperó a olvidados pioneros del cine estadounidense tales como Allan Dwan, a quien entrevistó para Esquire. Tras su periplo como director, y ya de vuelta al periodismo, Bogdanovich entabló una larga amistad con Orson Welles desde que lo entrevistó al inicio en el set de la adaptación por Mike Nichols de Catch-22, de Joseph Heller. Bogdanovich, con sus escritos, tuvo finalmente un gran papel en divulgar a Welles y su obra.
Antes en 1959, con 20 años programaba el New York Theater y allí vio Sombras, de Cassavetes, la película que abrió una senda por la que la autoría entró en Hollywood. Allí con Platt, madre de su hija Antonia, coescribió y ayudó en la creación de El héroe anda suelto. La película no valía mucho, aunque demostraba que Bogdanovich sabía lo que hacía. Continuó su socialización con los mejores creadores de Hollywood, con directores tan dispares como los ya mencionados Ford y Welles, Jean Renoir, Howard Hawks, Don Siegel… El cineasta empezó a recibir propuestas, y así le llegó la oportunidad de realizar La última película (1971), tal vez su mejor película. Un canto de amor a las salas de cine en pequeñas ciudades y pueblos que van desapareciendo como el polvo de las autopistas abandonadas a su paso. Un monumento a la nostalgia y al pasar de la vida, que también encumbró a una modelo que leía a Dostoievski: Cybill Shepherd, descubierta por Platt en la portada de la revista Glamour. Durante el rodaje, Bogdanovich se enamoró locamente de Shepherd y, con ello, dinamitó su matrimonio. Sus últimas películas de ficción para el cine fueron El maullido del gato (2001), que recrea otro asesinato cinéfilo, el del director Thomas Ince por parte de William Randolph Hearst, y Lío en Broadway, otra comedia de enredos amorosos.
En Venecia, confesaba su frustración con el cine actual: “Cuando empecé, la mayor parte de los genios de la gran época seguían en activo. Yo le preguntaba mucho a John Ford, que me gritaba que dejara de interrogarle, aunque luego respondía. Cuando doy clases de cine les digo a mis alumnos que no vean nada rodado después de 1962. Aquellas enseñanzas no se han engrandecido con las nuevas generaciones, sino que se han diluido. Una pena”. Con Bodganovich se cierra una cierta mirada y una generación puente entre los años dorados y las últimas realizaciones del presente. Baste ver que en sólo cuatro títulos Targets –1968–, Last picture show –1971–, ¿Qué me pasa doctor?–1972– y Paper moon–1973– resume buen parte de sus preocupaciones cinematográficas y críticas. Resume su mundo.
Se me objetará que la conceptualizada como crisis del cine, es un tema permanente y siempre presente, por lo que la industria del espectáculo y sus derivadas correspondientes expresan su propia vitalidad y garantiza su propia supervivencia, cual Ave Fénix capaz de resurgir de sus cenizas. Bien cierto es, por otra parte, la pérdida de audiencia que se viene produciendo en los últimos años en las salas de exhibición y que ellas mismas han ido viendo la desaparición de cientos de espacios, sobre todo en poblaciones menores y pueblos que antes contaban con esos espacios mágicos de ocio y de socialización. Por ello, junto al vaciamiento poblacional de la llorada España vacía, antes han ocurrido otros vaciamientos de espacios y locales, como los mismos cines arrumbados, cerrados o demolidos. Espacios que han desaparecido, a la manera de reflejado ya en 1971 por Peter Bodganovich, en su magistral obra The last picture show. Una historia filmada en un pequeño pueblo de Texas, llamado Anarene y ambientada en 1951. Un pueblo petrolero, por más que nunca veamos al nuevo dios que rige las vidas de sus vecinos. Donde se adivinan las transformaciones en curso en la década de los cincuenta, vencida la postguerra mundial pero llamado a la puerta la nueva guerra de Corea. Dando cuenta del cierre del único y último cine de una pequeña población del Estado de Texas, que responde a Anarene, con unos cientos de habitantes, y que representaba –sin pretenderlo así– un emblema anticipado de tantos cierres posteriores, que se verificarían desde la progresiva implantación de la televisión doméstica como sustituto del ojo visual. Todo ello en la medida en que la cronología de la historia del último cine de Anarene quiere ubicarse en los años cincuenta. Donde comienzan a vislumbrarse nuevos modos de uso y consumo de las imágenes desatadas por la expansión de la televisión, que discurren en paralelo a esa primera crisis del cine.
Casi en los años del estreno de The last picture show –los años setenta–, la irrupción del video doméstico como sistema de reproducción de imágenes y del consiguiente alquiler de películas para su proyección reducida, venía a introducir otro factor de crisis en las salas de cine que habíamos conocido antes. Desde esta modificación de hábitos y usos, desaparecieron las grandes salas de varios pisos –patio de butacas, entresuelo y platea general– y gran aforo para dar paso a la elasticidad unidireccional de pequeñas salas, denominadas Multicines, como forma de concentrar toda la oferta comercial disponible y como nueva forma social de asistir al cine.
Y ese encogimiento y gibarización de los espacios, arrastró a la muerte a las grandes salas de nombres exóticos y evocadores, también a las llamadas Salas de Arte y Ensayo –cuya primera transformación las llevó a exhibir cine X y erótico, que sustituía a Rosellini, a Bergman y a Ozu, por cine caliente de chicas aligeradas de ropa–, y de rebote a la desaparición de los Cine Clubs, de múltiples formatos y organizaciones– que tanto hicieron por dar a conocer a clásicos del cine histórico. Y creo que en estas coordenadas encaja la afirmación de Roberto Rosellini, cuando en los años sesenta dijo solemne “¡El Cine ha muerto!”. Para dar a entender ese desplazamiento, ya verificado, del cine a la televisión, de la reflexión al espectáculo. Frase que, entre nosotros, fue retomada por Basilio Martín Patino para dotarla de nueva esperanza y dejarla en la contraposición “¡El Cine ha muerto!, ¡Viva el cine!”. Y es esta época en que, para revitalizar el cine y seducir a los espectadores, se construyen alegatos, visualizables a las puertas de las salas, como. “Cuando se ama la vida se va al cine”, incluso “¡Sea joven, vaya al cine!”
La aparición de internet y el reino de Google (1997) abrirá otra opción para el consumo de imágenes, a través del streming o de la visualización on-line desde dispositivos personales –celulares, tabletas y ordenadores– que, obviamente, suspendían la proyección compartida de salas, por pequeñas que fueran. Acelerando los procesos de consumo de imágenes que pasan cada vez más por los privado y por la reducción de lo público a la mínima expresión. De este momento presente son las manifestaciones críticas del director Martin Scorsese, al afirmar en una entrevista para el webzine Quartz que: “El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe… Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns, ver películas como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision… cree que el cine ha perdido importancia con la proliferación de imágenes en las pantallas de los gadgets y critica la sobredependencia de los actuales directores a la tecnología”. De una opinión parecida es otro director como Ridley Scott que dijo en otra entrevista que: “El cine mayormente es de mala calidad”, culpando de ello a “las películas de superhéroes y a las malas historias. Así, en el 2015, sólo dos historias originales estuvieron entre las 10 películas más vistas del todas las demás fueron franquicias ya establecidas”.
El paso siguiente seguido por el cierre, en unos casos, y en otros por la limitación de aforo de las salas, que ha venido a determinar la referida pandemia del año 2020, ha llevado a la mínima actividad al sector. Si los datos anteriores ya hablaban de una caída de recaudación en taquilla y de los correspondientes ingresos del sector que se veían afectados a la baja, los ingresos actuales, bajo mínimos, han llevado al sector de la exhibición al borde del colapso. Entre otras cosas por lo afirmado en el blog ASKfm: “El cine en sí mismo no ha muerto, obviamente, pues siguen haciéndose películas. La cosa es que la cultura audiovisual pasa ahora por la televisión e internet y no por las salas de cine, así que el medio ha quedado relegado a una apreciación artística o lúdica. Ver una película hoy ya no tiene el impacto cultural que en los 50, donde si querías ver imágenes moverse, historias en vídeo, lo que fuese, tenías que ir a una sala de cine y compartir esa experiencia con una pantalla grande y todos los presentes”.
De ello daba cuenta el director Pedro Almodóvar, al fijar que “El confinamiento ha dado el golpe mortal [al sector del cine]. Estaban tocados hace dos años. Las cifras de este fin de semana son aterradoras”.
Con todo ello, llegaremos a la disyuntiva expresada por Guillermo Cabrera Infante en su libro –que recoge críticas de cine de películas muy diversas– Cine o sardina. Que expresa a la perfección las opciones abiertas en su infancia cubana, cuando su madre le ofrecía la sardina de la cena o, por el contrario, el peso para ir al cine. En donde una de las conclusiones que se podían extraer era que: “No todo el cine es bueno, y ni aún el bueno debe de gustarnos a todos”. Dentro de poco, ya ni eso.