Prácticamente en apenas un año, la Arquitectura catalana y más aún, la barcelonesa –también, pese a todo, la española– ha sufrido tres pérdidas significativas: Federico Correa (1924-2020), Oriol Bohigas (1925-2021) y Ricardo Bofill (1939-2022). Pérdidas que han venido a coincidir con la fase final de la obra inconclusa de la Sagrada Familia, de Antonio Gaudí (1852-1926) y con la significativa exposición que sobre el arquitecto emblema del Modernismo catalán, se celebra en el MNAC, ‘Gaudí, fuego y cenizas’ y que ha comisariado Juan José Lahuerta. Un arrebato del fuego que deja atrás episodios enteros del pasado construido. Donde no sólo pesan los nombres propios –como los citados–, sino que deja ver los movimientos globales –cual masas tectónicas que agrupan edades geológicas y describen un paisaje soberano–. No podemos entender a Gaudí sin el Modernismo y el Noucentisme –también sin cierto Nacionalismo ilustrado y burgués que abre puertas al Catalanismo; por no hablar de las corrientes europeas del momento– y sin los satélites laterales de Doménech y Montaner (1849-1923), Puig i Cadafalch (1867-1956) y el dilecto Jujol (1879-1949).
De igual forma que la secuencia siguiente de esos movimientos tectónicos, que sería el GATCPAC de 1931, precisa del entendimiento cabal del Movimiento Moderno y de los CIAM, y de nombres como Josep Lluis Sert (1902-1983), Sixte Illescas (1903-1986) y Torres Clavé(1906-1939). Por no citar los fenómenos homónimos madrileños del GATEPAC y de la generación madrileña del 25. Años, además, que fueron precedidos por fenómenos como la Exposición de 1929 –con el Pabellón alemán de Mies Van der Rohe– y con los nacimientos de la generación de 1913 (Coderch, Bonet y Moragas, entre otros; que tendrían su equivalencia madrileña con los Sota y Fisac, todos nacidos en 1913). De igual forma que el siguiente fenómeno de visibilidad colectiva, el Grupo R de 1952, daba forma a otro proceso articulado de los nacidos en el tramo del primer decenio del siglo y los años veinte, como Sostres (1015-1984) y el citado Bohígas. El paso final, la constitución de la llamada Escuela de Barcelona, sería fruto de la aportación de los nacidos entre los 30 y los 40: el mismo Bofill, el Studi PER de los Bonet, Tusquets y Clotet, y otros cabos sueltos: desde Ferrater a Llinás.
Por ello la simplificación estilizada y personalizada, que se viene realizando sobre la obra y trayectoria de Ricardo Bofill, trata de eludir esas matrices que determinan y compartimentan la producción arquitectónica de una época, para reducirlo a una suerte de genialidad individual e individualizada. Y desde estas lecturas se trata de hallar un hilo que nos conduzca a la cueva encantada del Bofillismo. Digo a sabiendas lo de Bofillismo, como gesto y parodia, y como un intento de fijar una línea estilística que haría reconocible una trayectoria profesional. Ahora que todo se estiliza hasta la ensoñación y el sueño, como si el lejano Diccionario de ismos de Ramón Gómez de la Serna, no bastara para tanta declinación, tenemos que recurrir a más y nuevas entradas. Así, recientemente, hemos reconocido el Raphaeslimo– como valencia novedosa del cantante de Linares– fruto de un documental que trata de revisar el legado y tributo raphaelista. Dentro de la lides futbolísticas se habla, incluso, con soltura y sorna del Cholismo –frente de ataque inveterado del Cholo Simeone y su máxima prosaica del ‘partido a partido’– y hasta se hace nacer el atributo del Carlismo –nada que ver con los Carlistas tradicionalistas hispanos–, sino con los ademanes educados y mundanos de Carlo Ancelotti y su ceja levantada.
Línea estilística de la arquitectura del siglo XX, a la que pocos autores –un puñado escaso y mal contados, y menos entre los españoles– pueden aspirar. Ni siquiera los premios Priztker más próximos como Rafael Moneo (1937) –criticado en algún momento por Bofill por alguna de sus reflexiones–, Álvaro Siza Vieira (1933) o los RCR. En esos cómputos del estilismo personal nacional reconocible, se repiten algunos nombres en los diferentes trabajos de estos días. Así se repiten Sáenz de Oíza (1918-2000) y Miralles (1955-2000) –apuntados tempranamente por Vicente Verdú, en el mejor trabajo interpretativo sobre Ricardo Bofill en El País 14 mayo de 1993–; y luego emergen Fernando Higueras (1930-2008) con otras reiteraciones de Oíza y sus Torres Blancas (1961-1969), a las que se quiere comparar con Walden 7 (1975) de Bofill; comparativa que se amplia al Centro de Restauraciones Artísticas (1970) de Fernando Higueras. En esa emergencia del estilismo personalizado, podríamos agregar al grupo de reconocidos reconocibles al criticado Calatrava (1951).
Y ese carácter de prevalencia sintomática de cierta forma era reconocido por el mismo Bofill, en una entrevista del 17 de enero de 2017 en El País, al advertirnos “Yo fui el principio del ‘star system’”. Una suerte de mandato primigenio y de adanismo arquitectónico. Dando entender, con ello, que su propia trayectoria de arquitecto sin título y con pretensiones iniciales entre lo revolucionario-social y lo contracultural, era un camino indescifrable. Unos momentos iniciales, los de 1963 en que funda el Taller de Arquitectura –no aún Ricardo Bofill Taller de Arquitectura–, junto al poeta José Agustín Goytisolo, el crítico Salvador Clotas –luego miembro de la ejecutiva del PSOE, responsable de Cultura– y de la economista Julia Romea. De aquel Taller, hermanado con tradiciones artesanales y con realidades culturales del momento –desde la Escuela de cine de Barcelona, en la que Bofill participa con su primera mujer Serena Vergano o el también arquitecto Jacinto Esteva, a la Gauche Divine, como grupo de intelectuales disidentes pero integrados, para acabar en las colaboraciones del Taller con la revista Ajoblanco en el número dedicado al urbanismo–, proceden las actitudes iniciales rupturistas y aún contraculturales. Tal y como cita, sin más matizaciones, Domínguez Uceta, “Sus primeras obras establecían una comunicación directa con el movimiento contracultural que se gestaba en Europa y en la costa oeste de Estados Unidos, cargando de vitalidad y expresión una arquitectura de ideas, con pretensión de ser el escenario de nuevas maneras de vivir”.
En ese debate de la Barcelona de los años setenta –pura Transición y segunda maduración del catalanismo político– emergen cuestiones diversas que conviene tener presente: el agotamiento del Movimiento Moderno en Arquitectura; los primeros coletazos del Posmoderno, con el golpe de efecto de la Bienal de Venecia de 1980, en donde concurre Bofill en la Strada Novisima; la hegemonía cultural catalana, fruto del desarrollo de una burguesía ilustrada y la rivalidad enfrentada de Barcelona versus Madrid–como ya ocurriera con las posiciones literarias de los Venecianos frente a los de la Berza–, es donde se va a producir las primeras y más significativas aportaciones de Bofill: la Muralla roja de 1973 o el Walden 7 de 1975 ya citado, iban a dar paso al ciclo del clasicismo francés, de Marne-le Vallé de 1985. Un retorno a figuraciones del pasado en la actitud cultural sostenida como reivindicación de lo Retro y que hoy algunos llamarían Rancia. Por más Glamour que quiera desprenderse por las distintas costuras y pliegues. Y esas posiciones de la revisión retrospectiva, son las declaradas en la entrevista de 29 mayo 1990 en El País. “Yo tengo responsabilidades en la posmodernidad porque fui uno de los que se dedicaron a crearla en los años setenta. En ese momento, la arquitectura se anticipó a las demás artes. Lo que sucede es que estamos a finales del siglo XX y la posmodernidad se puso de moda y entró rápidamente en decadencia. Lo que digo es que esta posmodernidad superficial no lleva a ningún lado y que hay que analizar la esencia de la arquitectura clásica. Hay que recuperar la modernidad antigua y, si aparece una nueva vanguardia, será a partir de nuevas construcciones que incorporen los elementos de la modernidad clásica, pero costará mucho trabajo”.” De todos modos”, “no pretendo ser doctrinario; en primer lugar, porque frente a la tentación de la Academia, que muchos me piden que sustente, yo elijo la continua revisión y crisis de lo anterior. Soy autocrítico, porque sin serlo no puedo seguir haciendo arquitectura. Estamos en una época de respeto por la diferencia. Todas las arquitecturas que aporten nuevas visiones son muy respetables. Lo que no vale es la obra mal hecha, la que no tiene intensidad o no tiene contenido”.
Vicente Verdú escribía con su sabiduría habitual sobre la inauguración del Palacio de Congresos de Madrid (Un palacio de arena y agua, El País 14 mayo de 1993), alguna razón soberana. Así: “Su talante posee la simplicidad Armani de sus última obras, con las espaldas amplias y tostadas, el adorno de bisutería en las mangas”. Junto a esa definición de la moda y el brillo avanzaba otras cuestiones de mayor peso. “En el seno de la profesión, el arquitecto catalán es el prototipo de personaje a quien una buena mayoría envidia por su poder de captación de obras magnas y lúcidas (desde la última y gran torre de Chicago hasta el Teatro Nacional de Cataluña, por citar dos ejemplos recientes) y al que se tilda de efectista y mediático…Probablemente no cuenta, incluido Sáenz de Oíza y ahora Miralles, con un arquitecto más polémico y más solicitado al mismo tiempo”…La realidad de este bloque, que conforman apiladas las dos salas, es llamada por sus constructores la roca y tanto ella como su alrededor juegan alternativamente con lo simple y con lo complejo, con la tecnología y la naturaleza, la modernidad y el clasicismo, la informática y la estérica del desierto…El desierto forma parte de la presente mitología de los mass media [Verdú reconoce, entre otros méritos de Bofill, su intuición poética y su enorme talento como comunicador actual]. Bofill como Barceló aprendieron de él y ha sabido trasladarlo a la plástica contemporánea. Refiriéndose a su propia experiencia en el desierto, Bofill escribió en Espacio y vida (Tusquets, 1990) que en el desierto un arquitecto puede recibir lecciones magistrales. ‘Sea la arena, la roca desmenuzada, o la erosionada por los vientos, recuerdan al arquitecto que la frialdad de la piedra sólo es tiempo detenido, movimiento eternamente suspendido’. Perdurabilidad”.
Pero una perdurabilidad controvertida, como concluye Verdú, al añadir como cierre estas palabras. “A pesar de los numerosos reconocimientos acumulados a lo largo de una carrera formidable, Bofill nunca se acercó a la posibilidad de recibir el premio Pritzker, reservado a arquitectos con una capacidad de significar cambios poderosos o innovadores en su disciplina. Es inevitable la sensación de que su enorme talento se dispersó con una curiosidad mayor que su capacidad para desarrollar una manera propia de afrontar los desafíos de su tiempo”. Un talento disperso y dilapidado por múltiples recovecos de la historia.
“¡De todos los ismos tan sólo nos resta el ab-ismo!” (Mario Benedeti, o como se escriba).
¡Definitivo! Hay que actualizar el Diccionario de Ramón Gomez de la Serna.
No sé, era demasiado buen tipo… (hace unos meses, vi Automoribundia en casa de una amiga, y lo creas o no, sin haberlo leído no quiso regalármelo…)