“Los hombres de mi generación, españoles por añadidura, padecíamos una timidez ancestral con las mujeres y un deseo sexual que, como decía antes, tal vez fuera el más fuerte del mundo.”
Luis Buñuel “El último suspiro”
Cuenta Buñuel en sus memorias (“El último suspiro”) que, según Santo Tomás de Aquino, el poder generador del Espíritu Santo pasó a través del himen de la Virgen “como un rayo de sol que atraviesa un cristal sin romperlo”. Según él esa sutileza tenía que representar el vermut seco (preferentemente “Noilly-Prat”) en la proporción del dry-martini, donde todo lo demás sería ginebra muy fría después de adquirir ese leve aroma de una coctelera llena de hielos muy duros. Quizá conviene conocer la fórmula exacta que él frecuentaba (“sobre el hielo bien duro echo unas gotas de “Noilly-Prat” y media cucharadita de café de angostura; lo agito bien y tiro el líquido conservando únicamente el hielo que ha quedado levemente perfumado por los dos ingredientes”) porque fue toda su vida la llave que le abría la puerta a ese inconsciente incandescente, sutilmente refinado por los jesuitas, de donde salieron todas sus fantasías surrealistas de las que trataba de no sentirse especialmente culpable utilizando el mantra consolador de que “la imaginación siempre es inocente”. Refiere que cada atardecer antes de cenar procuró tomar este cocktail en cualquier sitio en que se encontrara, preferente en bares de hoteles sin ventanas a la calle si estaba fuera de su casa, porque a partir del segundo, acompañado siempre del humo de un cigarrillo (“Gitanes” o “Celtiques”), sentía la agradable beatitud de vislumbrar como brotaban imágenes e ideas que luego podía utilizar en sus películas. Quizá fue así como recordó una vieja fantasía erótica que luego se convirtió en el guión de Viridiana.
Los demonios de los ricos devotos de aquel tiempo que terminan solos en casas solariegas donde no pueden tener nada de lo que verdaderamente desean. El fuego abrasador de la libido y la amenaza de las llamas del infierno por los pecados de la carne que sienten tan débil y puede transmutarse misteriosamente e investir con el deseo reprimido cualquier objeto, construir cualquier parafilia todavía más perversa, en aquel lenguaje profético de Kraff Ebbin en Psicopatia sexualis que sin embargo reconoció que ese fuego alimenta todo, también la cultura humana a pesar de los peligros que él vislumbraba (“En suma, toda la ética y quizá buena parte de la estética y la religión se originan en la existencia de las sensaciones sexuales. Ahora bien así como la vida sexual puede ser fuente de las mas altas virtudes, llegando hasta el sacrificio del propio yo, su potencia sobre los sentidos implica también el peligro de hacerla degenerar en pasión violenta y originar los mayores vicios. Como pasión desencadenada, el amor es semejante a un volcán que hierve y todo lo devora, o a un abismo que todo lo engulle: honor fortuna, salud”). El mundo trágico de Don Jaime (Fernando Rey), el sistema de creencias cerrado que quizá explica lo ocurrido en los seminarios o en los colegios religiosos durante tantos años, la olla exprés sin válvula de escape que termina explotando y tiznando muchas existencias. La venganza poética de la vida con los que fueron tan crueles con ella. Las también víctimas de su condición humana que mejoraría sólo con una decisión valiente, en vez de tanta petición de perdón por lo que no pudo ni podrá nunca reprimirse del todo en algunos temperamentos: construir una espita eficaz o al menos más eficaz, dejar que los célibes se casen o se unan, dignificar de una vez la realidad humana del deseo y del sexo, sus infinitas variaciones que podrían ser mejor comprendidas y encauzadas y procurar vidas más felices o quizá menos atormentadas.
La novicia pura e ingenua (Silvia Pinal) que viene a despedirse de un tío que no la ha querido nunca pero que le ha pagado los estudios y la dote. El parecido con la mujer que él amó y la fantasía que le procura. El genio de Luis Buñuel describiendo plano a plano ese delirio sólo posible con el engaño y la trampa. La inminencia del encuentro en el fetichismo de los zapatos de tacón que él se prueba en la soledad de su habitación; la complicidad con Ramona (Margarita Lozano) su criada que, por agradecimiento o no solo por eso, está dispuesta a hacer lo que sea por él; el vestido de novia que al final Viridiana acepta ponerse; el somnífero y la culpa que solo permite un leve escarceo con los pechos muy blancos; el intento de huida de la novicia que solo puede frenar la muerte del tío oscilando de un arbol del jardín con la cuerda de saltar de la hija de Ramona, que jugaba con ella cada día, en el sol de la mañana, y representaba la esperanza y la alegría de otro mundo.
La llegada de Jorge (Francisco Rabal) hijo natural de Don Jaime, con su amante (Victoria Zinny), que parecen provenir de otro tiempo que va a cambiarlo todo. La decisión de Viridana de abandonar el convento y practicar directamente la caridad cristiana creando un albergue para pobres en la finca. La metáfora de los perros bajo los carros y tartanas siempre con la lengua fuera. La inquietante sensación de inutilidad de salvar a uno cuando siempre quedarán tantos. La novicia que lo intenta y les da comida y cobijo. La constelación de actores extraordinarios que los dan vida (Joaquin Roa, Lola Gaos, María Isbert, Sergio Mendizabal, entre otros, incluso un mendigo real al que Buñuel hizo que le pagaran como a los demás) y parecen llenar la película de realidad. Las jerarquías, las envidias, los odios, los anhelos, que se reproducen en los que parecen habitar en la aparente uniformidad de los que no tienen nada. La esperanza en el cielo rezando el angelus o en las máquinas que están transformando los campos de la finca. Los niños en una pastelería, los mendigos solos en la gran casa donde pueden tenerlo todo por unas horas. La juerga, lo que va desatando el alcohol lo que va poniendo de manifiesto también en forma de crueldad. La última cena accidentada como todas las fiestas, siempre amenazadas por el reflujo de una gran resaca. El gran desengaño de la novicia, la ingenuidad destrozada que propicia la posibilidad de un nuevo comienzo. Quemar para siempre la corona de espinas, seguir el rastro de esa música moderna que llega con Jorge, atreverse a llamar a su puerta, incluso aceptar una partida a tres con Ramona. Ese final que propició la censura y que resulta mucho mas transgresor que el que prohibieron. Las imágenes con las que está descrita toda esta historia que evocan el mejor cine clásico, que permiten ver la película muchas veces siempre haciendo nuevos descubrimientos. Fotogramas en los que apetece detenerse, como si fueran cuadros en un museo, por todo lo que contienen de un país, de una cultura que todavía sigue muy presente. El asunto de los pobres y los ricos, de la manera alcanzar la igualdad, el papel de la piedad (eso que se reproduce cada vez que un mendigo nos pide algo mientras tomamos una cerveza o paseamos por la calle), las guerras culturales y el juego político con todo esto desde el principio del siglo XX. La utopía y las distopías. La realidad y los deseos.
Margarita Lozano la actriz poco conocida que murió el 7 de Febrero. La que sin embargo tuvo una buena carrera en el teatro (fue la actriz preferida de Miguel Narros a final de los cincuenta y principios de los sesenta) y en el cine italiano (a través de Carlo Ponti trabajó con Sergio Leone, Nino Risi y Pasolini) y hace una espléndida interpretación en esta película dando vida a un cierto tipo de mujer española de un tiempo, humilde, siempre de luto por algún motivo, siempre algo desaliñada, joven vieja que aparenta haber renunciado a cualquier placer hundida en la distimia de la resignación, viviendo solo para su hija o su familia que en este caso no tiene. Cuidadora eterna. Y sin embargo con el fuego que persiste en algún sitio, que se trasmuta en agradecimiento o resplandece en los ojos que miran al hombre que llega, que parece distinto y puede ser una oportunidad de recuperar algo perdido. Ramona que atraviesa toda la película, que es complice y mira desde fuera, que trasmite que puede atreverse a saltar a otro lugar, a morder con deseo una mano que intuye como una oportunidad de llegar a ser otra mujer.
Viridiana ganó la Palma de Oro en Cannes en 1961 y generó un gran escándalo en el Vaticano. Fue prohibida en Italia y España, donde no pudo verse hasta diecisiete años después. Pero quizá es mejor que el propio Luis Buñuel refiera las vicisitudes de ese rodaje como lo hace en “Mi último suspiro”.
“Viridiana”. Luis Buñuel. “Mi último suspiro”
“En el barco que me llevaba de nuevo a México, tras mi estancia en Madrid, recibí un telegrama de Figueroa proponiéndome no sé qué historia de la jungla. Rehusé y, como Alatriste me dejaba libertad absoluta —libertad jamás desmentida— decidí escribir un argumento original, la historia de una mujer que llamé Viridiana en recuerdo de una santa poco conocida de la que antaño me habían hablado en el colegio de Zaragoza.Mi amigo Julio Alejandro me ayudó a desarrollar una antigua fantasía erótica, que ya he contado, en la que, gracias a un narcótico, abusaba de la reina de España. Una segunda historia vino a injertarse en ésta. Cuando el guión quedó terminado, Alatriste me dijo:—Vamos a rodarla en España.Eso me planteaba un problema. No acepté sino a condición de trabajar con la sociedad de producción de Bardem, conocido por su espíritu de oposición al régimen franquista. A pesar de ello, nada más conocerse mi decisión se elevaron vivas protestas entre los emigrantes republicanos en México. Una vez más, se me atacaba y se me insultaba, pero en esta ocasión los ataques procedían de los mismos entre los que yo me alineaba.Varios amigos me defendieron, y se entabló una polémica sobre el tema:
¿Tiene Buñuel derecho a rodar en España? ¿No constituye eso una traición? Recuerdo una caricatura de Isaac aparecida poco más tarde. En un primer dibujo, se veía a Franco esperándome en suelo español. Yo llego de América, llevando las bobinas de Viridiana, y un coro de ultrajadas voces grita. «¡Traidor! ¡Vendido!» Estas voces continúan gritando en el segundo dibujo mientras Franco me recibe amablemente y yo le entrego las bobinas… que en el tercer dibujo, le explotan en la cara.La película fue rodada en Madrid en estudio y en una hermosa finca de las afueras. Estudio y casa han desaparecido en la actualidad. Yo disponía de un presupuesto normal, de excelentes actores, de siete u ocho semanas de rodaje.
Volví a encontrarme con Francisco Rabal y trabajé por primera vez con Fernando Rey y Silvia Pinal. Ciertos actores de edad, pequeños papeles, me eran conocidos desde Don Quintín y las otras películas que produje en los años treinta. Conservo un especial recuerdo del extravagante personaje que interpretaba al leproso, medio vagabundo y medio loco. Se le permitía vivir en el patio del estudio. Escapaba a toda dirección de actor y, sin embargo, yo lo encuentro maravilloso en la película. Algún tiempo después, se encontraba en Burgos, en un banco. Pasan dos turistas franceses que han visto la película, le reconocen y le felicitan. Él recoge al instante sus exiguas pertenencias, se echa el hatillo al hombro y comienza a caminar, diciendo: “¡Me voy a París! ¡Allí me conocen!”.
Murió en el camino.
En el artículo que ya he mencionado a propósito de nuestra infancia, mi hermana Conchita habla del rodaje de Viridiana. Le dejo nuevamente la palabra:
“Durante el rodaje, yo fui a Madrid como «secretaria» de mi hermano. La vida madrileña de Luis fue, como casi siempre, la de un anacoreta. os alojamos en el piso 17 del único rascacielos de la capital. Luis se encontraba en él como un austero monje sobre su columna.
Como su sordera se agravase, solamente recibía a las personas a las que no tenía más remedio que recibir. Había cuatro camas en el apartamento, pero Luis dormía en el suelo, con una sábana y una manta, y todas las ventanas abiertas. Abandonaba frecuentemente su mesa de trabajo para mirar el paisaje: a lo lejos, la montaña; más cerca, la Casa de Campo y el Palacio Real.Recordaba sus años de estudiante y parecía feliz. Decía que la luz de Madrid es única, pero yo la he visto cambiar varias veces el alba al crepúsculo.
Cenábamos a las siete de la tarde, cosa muy poco habitual en España.
Fruta, queso y buen vino de Rioja. A mediodía, comíamos siempre en un buen restaurante. Nuestro plato preferido: cochinillo asado. Desde entonces, arrastro un complejo de canibalismo, y a veces sueño con Saturno devorando a sus hijos.
Luis curó un poco de su sordera, y empezamos a recibir gente: viejos amigos, jóvenes del Instituto Cinematográfico, el personal necesario para el rodaje, leí el guión de Viridiana, y no me gustó. Mi sobrino Jean-Louis me dijo que una cosa era un guión de su padre, y otra muy distinta lo que hacía a partir de él. En efecto.
Vi rodar algunas escenas. Luis tiene una paciencia de ángel y nunca se enfada.
Hace repetir las escenas cuantas veces sea necesario.
Uno de los doce pobres que actúan en la película es un auténtico mendigo, el llamado «el leproso». Mi hermano se enteró de que este leproso cobraba tres veces menos que los otros. Manifestó su indignación por ello a los productores, los cuales intentaron calmarle diciéndole que el último día de rodaje se organizaría una colecta para el mendigo. La indignación de Luis aumentó aún más, pues no podía aceptar que un trabajo se pagase con una limosna.
Exigió que el vagabundo pasara por caja todas las semanas, como todo el mundo.Los «vestidos» de la película son auténticos. Para encontrarlos, hubo de recorrer los suburbios y los arcos de los puentes y dar a los pobres y los vagabundos ropas nuevas a cambio de sus harapos. Estos fueron desinfectados, pero no lavados a fin de que los actores sintieran realmente la miseria.Durante su trabajo en el estudio, yo no veía a mi hermano. Se levantaba a las cinco, salía antes de las ocho y no volvía hasta once o doce horas más tarde, con el tiempo justo para cenar y echarse inmediatamente en el suelo a dormir.
Sin embargo, teníamos nuestros momentos de diversión y nuestros juegos.
Uno de estos juegos consistía en lanzar aviones de papel los domingos por la mañana desde nuestro apartamento del piso 17. o nos acordábamos de cómo se hacían: su vuelo era pesado, torpe y extraño. Los lanzábamos a la vez.
Aquel cuyo avión «aterrizaba» antes perdía. El castigo del perdedor consistía en comerse la cantidad de papel equivalente a un avión, sazonado, bien con mostaza, bien, en mi caso, con azúcar y miel.Otra ocupación de Luis: esconder el dinero en un lugar difícil o imprevisible. De este modo, yo mejoré sensiblemente mi sueldo de secretaria.
Conchita tuvo que salir de Madrid durante el rodaje, pues nuestro hermano Alfonso murió en Zaragoza. Más tarde, ha vuelto con frecuencia a compartir mi vida en la Torre de Madrid, ese rascacielos de apartamentos amplios y luminosos, tristemente transformado hoy en oficinas. Con ella y otros amigos, íbamos a menudo a saborear la cocina, sencilla pero deliciosa de «Doña Julia », una de las mejores tabernas de Madrid. En la época en que conocí al cirujano José Luis Barros, en la actualidad uno de mis mejores amigos.
Pervertida por Alatriste, que le dejó un día ochocientas pesetas de propina por una cuenta de doscientas, doña Julia me presentó la vez siguiente una nota astronómica, una cuenta de Gran Capitán. Pagué sin discutir, muy sorprendido, y, luego, le hablé de ello a Paco Rabal, que la conocía bien.Él le preguntó las razones de aquella cuenta monumental. La mujer respondió, con absoluta ingenuidad:—¡Como conoce al señor Alatriste, pensaba que era millonario!
En esa época, yo participaba casi todos los días en lo que quizá fuese la última peña de Madrid. Tenía su sede en un viejo café, el «Café Viana», y congregaba a José Bergamín, José Luis Barros, el compositor Pittaluga, el torero Luis Miguel Dominguín y otros amigos. Al entrar, yo saludaba a veces a los que ya se encontraban allí, subrepticiamente, esbozando los gestos de reconocimiento de la francmasonería, a la que nunca he pertenecido. Bajo la España franquista, eso representaba un cierto sabor de riesgo.La censura española era entonces célebre por su formalismo cominero. En un primer final, yo había imaginado, simplemente que Viridiana llamaba a la puerta de su primo. La puerta se abría, ella entraba, y la puerta volvía a cerrarse.
La censura rechazó este epílogo, lo que me llevó a imaginar otro final, mucho más pernicioso que el primero, pues sugiere muy precisamente una relación trilateral. Viridiana se une a una partida de cartas entre su primo y la otra mujer, que es su amante. Y el primo le dice: «Sabía que acabarías jugando al tute con nosotros.»
Viridiana provocó en España un escándalo bastante considerable, comparable al de La Edad de oro, que me absolvió ante los republicanos establecidos en México. En efecto, a causa de un artículo muy hostil aparecido en L’Observatore Romano, la película, que acababa de obtener en Cannes la Palma de Oro como película española, fue inmediatamente prohibida en España por el ministro de Información y Turismo. Al mismo tiempo, fue destituido el director general de Cinematografía por haber subido a escena en Cannes para recibir el premio.
El asunto causó tanto ruido que Franco pidió ver la película. Creo incluso que la vio dos veces y que, según lo que me contaron los coproductores españoles, no encontró en ella nada muy censurable (a decir verdad, después de todo lo que había hecho), la película debía de parecerle bien inocente). Pero rehusó revocar la decisión de su ministro, y Viridiana permaneció prohibida en España.
En Italia, se estrenó primeramente en Roma, donde marchaba bien, y luego en Milán. El procurador general de esta ciudad la prohibió, entabló proceso judicial contra mí y me hizo condenar a un año de cárcel si ponía los pies en Italia. Decisión que fue anulada poco más tarde por el Tribunal Supremo.La primera vez que vio la película, Gustavo Alatriste quedó un poco desconcertado y no hizo “ningún comentario. La volvió a ver en París, luego dos veces en. Cannes, y finalmente, en México. Al término de esta última proyección, la quinta o sexta, se lanzó hacia mí, lleno de alegría, y me dijo:
—¡Ya está, Luis, es formidable, lo he entendido todo! Ahora fui yo quien se quedó perplejo. La película narraba una historia extremadamente sencilla, a mi modo de ver. ¿Qué había en ella tan difícil de entender? Vittorio de Sica vio la película en México y salió de la sala horrorizado, oprimido. Subió a un taxi con Jeanne, mi mujer, para ir a tomar una copa. Durante el trayecto, le preguntó si yo era realmente monstruoso y si llegaba a pegarle en la intimidad. Ella respondió:
—Cuando hay que matar a una araña, me llama a mí.
En París, cerca de mi hotel, vi un día el cartel de una de mis películas con el siguiente eslogan: «El director cinematográfico más cruel del mundo.» Estupidez que me entristeció mucho.”